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Jardín

Esta noche he visitado el jardín. He soñado con árboles gigantescos, con fuentes emboscadas en la maleza y con laberínticas vías de hiedra.
En medio del silencio plateado del estanque, he escuchado un rumor, una música alegre proveniente de la pérgola.
Al doblar un recodo, el camino me ha llevado hasta un macizo informe de hojas y plantas que parece rodear el tronco de un árbol. He metido el brazo hasta el codo, pero súbitamente, he notado el tacto de algo vivo y he salido huyendo.

Por la mañana, el sudor me recorre la espalda, mis ojos se clavan en el triste espectáculo de la ciudad. Un falso tullido increpa a los conductores que no le dan dinero. Más allá, unos chicos sucios simulan un combate de kárate, mientras sus madres vociferan. Alguien insulta a alguien que tarda en arrancar el coche entre nubes negras de monóxido de carbono. Y de repente: el jardín del sueño.
He bajado del autobús antes de mi parada.
Ahora, a la limpia luz del sol, el camino me ha reconocido. Al fondo me espera el macizo umbroso abrazando al árbol, mí árbol.
Al menos tiene el grosor de una cabaña, estoy seguro de que algo grande y hermoso palpita en su interior.
Sin dudarlo, me he sumergido en el haz de verde, mi rostro azotado por hojas ocultas. He caminado en la oscuridad saboreando el aroma húmedo del bosque hasta tropezar con el tronco.
Mis sentidos se han aguzado como nunca, casi he tenido que forzarme para salir al exterior y volver al autobús que me llevará a la oficina como todos los días.

De noche el jardín es diferente, ojos de savia y agua me espían. Pero yo no siento temor, al contrario, dejo que la brisa me rodee en lo más hondo del jardín y aspiro la humedad con deleite. Los gatos son mis únicos compañeros. Poco a poco se van acostumbrando a mí y se muestran sin temor, alguno se relame y hace ademán de saltar.
Espero ganarme también al resto del jardín.

Por fin los he visto y los he oído. A las doce en punto de la madrugada, ¿Cuándo si no?, han empezado a afinar los instrumentos.
Ha roto el silencio la sombra que toca el laúd, después la trompeta, seguida del violín, el piano y la flauta.
Un bramido de timbales ha replicado desde el ángulo opuesto del jardín. Los gatos y yo nos hemos acercado a la pérgola hipnotizados por la música. Al finalizar el concierto he salido corriendo hacia casa, es muy tarde y mañana me espera una interminable jornada de trabajo.



Cuento los minutos que faltan para las tres. A la hora en punto, sin demorarme con los compañeros, salgo a la calle para tomar el autobús, debo llegar al jardín. Dejo el bocadillo de lomo a mitad, -casi no he probado bocado-, franqueo la entrada y me dirijo hacia mi árbol.
Sé que estarán esperándome en la oficina, sé que tendré que llevarme trabajo extra a casa, pero no me importa.
A través de las ramas alzo la cabeza y emito un gorjeo, después picoteo la rama del futuro nido.

Estoy orgulloso del plumaje azul y rojo de los hombros, pero no tengo más remedio que taparlo con el traje de chaqueta, alguien llama a mi despacho.
Era el interventor, en las altas esferas no parecen contentos con mi trabajo, el prometedor ejecutivo les está defraudando. Dicen que estoy descuidando a clientes importantes, que mis ojeras delatan la clase de vida que llevo. Me las he arreglado para despedirle con una excusa. Al salir he cerrado la puerta con cerrojo, he tenido que poner en fuga a un gato que arañaba la puerta, no quiero que me interrumpan.
Aflojo el nudo de la corbata y saco un pequeño espejo. Me satisfacen los resultados: mi nariz en punta repiquetea contra la mesa de trabajo, pronto seré capaz de perforarla.



Hoy es el gran día, lo sé. Ya en el autobús, he tarareado una canción, los pasajeros se han vuelto asombrados, pensando que un pájaro se había colado en el autocar. He sonreído, al bajar, una brisa imperceptible, junto al movimiento acompasado de mis brazos casi me ha elevado del suelo.

En las cuatro paredes de la oficina las horas han pasado volando. ¡Jé! La luna ya estaba en lo alto cuando he bajado en dos saltos a la calle. No tengo dificultades para franquear la valla enrejada del jardín. En cuclillas, sobre uno de los adornos de hierro, oteo el horizonte.
El árbol descubre todos sus detalles a mi ojo inhumano: los millares de seres diminutos en las hojas, los colores, hasta ahora desconocidos, y sobre todo los sonidos de su interior, el árbol me está llamando, me apremia a arrojarme sobre su tronco.

Ya no tengo miedo de que me despidan del trabajo, ya no tengo prisa. Despierto con los primeros rayos de sol, saco mi diminuta cabeza del nido.
Mientras planeo por encima de un grupo de abetos veo mi desayuno: alguien ha olvidado medio bocadillo de lomo en un banco.


de Mariano Moreno Casquete
Edad: 46 años
País: España.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El relato es inquietante.Tiene una gran fantasía y hace pensar.
¡Qué bien se viviría fundido con la Naturaleza!, sin las exigencias de la vida moderna,las prisas,los agobios,el trabajo competitivo...
MARÍA

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