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Henrik Ibsen

(1828-1906):

Henrik Ibsen murió un siglo atrás, el 23 de mayo de 1906, en su casa de Cristianía, la capital de Noruega (que desde 1925 recuperó su antiguo nombre de Oslo). El país dedicó a su hijo dilecto el funeral más imponente, presidido por el mismísimo y flamante rey Haakon VII (desde 1905, Noruega se había emancipado de la tutela sueca y concedido su corona a un príncipe danés). Los diarios y las revistas de todo el mundo reprodujeron, una vez más, los inconfundibles rasgos del anciano de pobladas patillas, mirada penetrante tras sus característicos anteojos redondos y labios apretados con firmeza. Con un gesto casi colérico, como convenía a su fama de gruñón y perpetuo insatisfecho. Henrik Ibsen era el mayor dramaturgo de su tiempo y entraba en la inmortalidad consagrado como el padre indiscutido del teatro moderno.

Era verdad. Traspasada apenas la mitad del siglo XIX, el teatro estaba viejo, el teatro estaba triste, el teatro estaba cansado. Agotada la revolución romántica encabezada por Victor Hugo al estrenar en París, el 25 de febrero de 1830, su célebre Hernani , causante de un tumulto memorable, la producción dramática europea decaía en reposiciones arqueológicas de los clásicos, exageraciones melodramáticas, triviales comedias burguesas y las inevitables piezas cómicas aspirantes a la risa fácil, cuando no a la simple grosería. Europa era entonces el centro cultural del mundo y París, su caja de resonancia. ¿Quién podía imaginar que de la pequeña, remota y pobrísima Noruega, un mero apéndice de la opulenta Suecia, se alzaría la voz del genio renovador, del gigante capaz de quebrantar la rutina y abrir las sendas nuevas?

Un adolescente difícil
Nada hacía suponer, en sus primeros años, que tal sería el destino del niño nacido el 20 de marzo de 1828 en la pequeña ciudad portuaria de Skien, en una familia enriquecida por el comercio de la madera. El quebranto de la empresa familiar, en 1836, obligó a los Ibsen a mudarse a un suburbio modesto. Si bien en 1842 pudieron volver a Skien, la prosperidad nunca regresó y, tras el paso por una escuela regida por sacerdotes, donde Henrik se aficionó al estudio de la historia y la teología, a los 16 años debió emplearse en la tienda del farmacéutico Reimann, en la cercana ciudad de Grimstad. Su vocación era la pintura, pero no había dónde aprenderla y el adolescente se consolaba dibujando excelentes caricaturas de sus amigos -escasos- y vecinos, escribiendo versos y sintiendo, como se lo expresó años después a su biógrafo, Jaeger, "una ridícula necesidad de estar triste".

Desaliñado, más bien hosco, mirado de soslayo por vecinos bienpensantes, el muchacho participaba activamente en las tertulias políticas en las que se debatía, lo mismo que en Escandinavia toda, la situación de Noruega y Dinamarca respecto de la hegemonía sueca. Aspiraba a ser médico y cursaba precariamente el bachillerato cuando, en 1848, estallaron los movimientos revolucionarios que se propagaron por todo el continente (con la sola excepción de Inglaterra). Henrik dedicó encendidas odas a los sublevados, lo que, sumado a su fama de republicano y ateo, le valió el rechazo casi total de sus conciudadanos. Había escrito por entonces un drama histórico en verso, su primera contribución al teatro, donde rehabilitaba al romano Catilina, a quien la historia oficial execraba como traidor. Para gestionar su puesta en escena, marchó a Cristianía, el 28 de marzo de 1850.

Vanos resultaron los intentos de estrenar Catilina , de modo que su gran amigo, Schulerud, quien años después sería un célebre abogado, resolvió pagar una pequeña edición, que mereció una sola crítica favorable. La suerte comenzó a cambiar al año y medio de la llegada de Ibsen a la capital, cuando pudo estrenar por fin, en el teatro principal, La tumba del guerrero , una evocación de los legendarios vikingos, recibida con entusiasmo por público y crítica. Mientras tanto, se había labrado Ibsen una creciente reputación como periodista combativo y avisado cronista, con sus artículos en diversos medios; como poeta meritorio; y como crítico de teatro y de artes plásticas. Fue entonces cuando un pintoresco personaje, el violinista Ole Bull, encargado de gestionar el teatro de la importante ciudad de Bergen, lo llamó como director de escena y le financió una gira por varias ciudades europeas para estudiar la actividad teatral: Dresde, Berlín, Hamburgo y Copenhague.

El desarrollo del genio
Fue en "su" teatro de Bergen donde Ibsen estrenó sus siguientes obras: La noche de San Juan (1853, fracaso total), una versión nueva de La tumba del guerrero (1854), Dama Inger de Ostraat (1855, donde asoma su primer personaje femenino notable y que aún hoy, adaptada, tentaría a más de una actriz), Fiesta en Solhaug (1856, gran éxito) y Olaf Liliekrans (1857, lo mismo). Conoció por entonces a Susana Thorensen, de 19 años, hija de un pastor luterano, con la que poco después se casaría, ya de vuelta en la capital, donde dirigió el Teatro Noruego. Susana era una mujer sensata: disuadió a Henrik de dedicarse a la pintura y lo instó, en cambio, a seguir trabajando en Madera de reyes , uno de sus grandes dramas históricos, cuya vigencia se demostró cabalmente en la temporada porteña de 1994, cuando el San Martín tuvo un éxito con la versión y puesta en escena, magníficas, de Augusto Fernandes.

La manifiesta hostilidad del medio teatral de Cristianía y la paulatina rebaja de sus honorarios como director del Teatro Noruego enfurecieron y entristecieron a Ibsen, quien, en un impulso de su temperamento siempre arrebatado, resolvió irse a vivir a Italia con su mujer y su único hijo, Sigurd. En el país del sol y de la música, entre las ruinas ilustres, las maravillas del arte y el relativo sosiego -pese a los precarios ingresos y más de una trifulca con los contertulios de la Asociación Escandinava en Roma-, floreció en plenitud el talento del dramaturgo. Como el inglés Gibbon, al contemplar las ruinas del Foro un siglo antes, tuvo la revelación de Decadencia y caída del Imperio Romano , su obra maestra, así Henrik, al visitar la basílica de San Pedro, concibió un vasto drama histórico-religioso-filosófico, Emperador y Galileo , sobre Juliano el Apóstata. A la vez, surgió en él la evocación de un episodio presenciado durante una gira teatral por su patria, el derrumbe de un presbiterio bajo un alud de nieve. Fue el germen de Brand , la obra que señala el comienzo del período de madurez de Ibsen y que escribió en el verano de 1866 en Ariccia, junto al lago Nemi.

Brand, un pastor protestante obcecado (hoy lo llamaríamos fundamentalista o integrista) por su misión redentora en una pequeña comunidad rural, no repara en afectos ni en intereses con tal de cumplirla: el resultado será fatal para él y para casi todos los otros personajes. Aparece aquí por primera vez el héroe ibseniano, a la manera de Nietzsche, el individuo cuyo supremo egoísmo pretende elevarlo por encima del vulgo, pero que -y ésta es la constante paradoja en el teatro de Ibsen- fatalmente fracasa: aspira al ideal, en el que desea ser acompañado por la humanidad entera, y el destino, o los dioses, o la providencia lo derriban de la cumbre cuando estaba a punto de alcanzarla.

Hombres y mujeres
Los protagonistas masculinos de Ibsen, en esta etapa de madurez y en la última, de sublimación simbolista, responden casi en forma unánime a este modelo. En la obra siguiente, Peer Gynt (1867; un cuento mágico, lleno de fantasía y humor), el personaje sería, en apariencia, un triunfador; pero todas las riquezas y todos los halagos del mundo, el disfrute del poder sin límites, la satisfacción de cualquier capricho no hacen feliz a Peer. Al contrario, lo arrastran a su perdición y, como Charles Foster Kane, El ciudadano de Orson Welles (no sería raro que Welles hubiera recordado el drama de Ibsen en su film admirable), la felicidad se encuentra tan sólo en la memoria de la infancia, para siempre perdida. El constructor Solness y Juan Gabriel Borkman, en sus respectivos dramas homónimos (1892 y 1896), repiten la fórmula y perecen en el tránsito hacia las alturas en las que pretenden elevarse por encima de las gentes vulgares, señalándoles la ruta hacia el ideal de una humanidad renovada.

He ahí la gran paradoja, la inconciliable contradicción que hostigaba al propio Ibsen: cómo ser un individuo pleno, sin confundirse en la masa anónima, a la que el dramaturgo desdeñaba de alma. Entre sus pensamientos al respecto, basta destacar dos: "El enemigo más peligroso de la razón y de la libertad es el sufragio universal"; "La mayoría no tiene razón nunca; la minoría siempre tiene razón". Y añade: "El ruido de la muchedumbre me espanta. No quiero que salpique mi ropa el lodo de las calles. Quiero, con limpias vestiduras de fiesta, aguardar la aurora del porvenir". Tal vez en esa última frase esté la clave de su sentimiento más profundo (en el que coincide con su contemporáneo, Oscar Wilde, inesperado socialista): tan sólo a través del individuo, perfeccionado como tal, el hombre alcanzará un día su auténtica calidad humana. En Los pilares de la sociedad (1877) y Un enemigo del pueblo (1882) -ambas representadas entre nosotros-, expone Ibsen con mucha claridad su oposición al capitalismo que hoy llamamos salvaje, que ya triunfaba en su época, y demuestra su cabal conocimiento de los embrollos financieros y las intrigas políticas que favorecen los negocios turbios, lo mismo que en El pato salvaje (1884).

Las mujeres de Ibsen, en cambio, son sus creaciones más notables y aquellas por las cuales se lo ha redimido, en gran parte, de la acusación de reaccionario, sin ser, en absoluto, partidario del feminismo, movimiento que rechazaba de plano. Estas son mujeres fuertes y hasta temibles: Hedda Gabler, en el drama homónimo (1890) y Rebecca West, en Rosmersholm (1886) destruyen todo lo que tocan. No se conforman con la mediocridad, aspiran a lo absoluto y tropiezan con hombres débiles, a los que arrastran. La más representativa de sus heroínas es, sin duda, Nora, la protagonista de Casa de muñecas (1879). Porque mientras que Hedda y Rebecca son desde el comienzo lo que son, con Nora asistimos al desarrollo de una toma de conciencia. Y no es, como suele proclamarse, el abandono de su hogar lo fundamental de la obra. Lo fundamental es ese momento, anterior al portazo final, en que Nora invita a Thorvald, su marido, a sentarse a conversar, a discutir la situación a que ha llegado su matrimonio. Ahí nace el teatro moderno: por primera vez en la historia de las representaciones escénicas, una mujer se atreve a enfrentarse con el amo y señor, diciéndole que ella quiere hablar con él, en vez de esperar la orden del macho autoritario. Mucho más complejas que Nora, sin embargo, son Hedda Gabler y Rebecca West. Sobre todo esta última, que mereció la atención de Freud, quien le dedicó un sesudo análisis.

Reconciliado finalmente con su patria, riquísimo (además de sus derechos de autor, ganó dos veces la lotería en Italia), célebre en el mundo entero, aunque siempre discutido y rechazado por tradicionalistas y bienpensantes, volvió Ibsen a Noruega, donde fue recibido con honores. Su silueta -bajo y ancho, un vendaval de pelambre canosa que le aureolaba la cara enfurruñada- se hizo familiar en las calles de Cristianía, donde lo saludaban con aplausos y la multitud lo rodeaba, lo que visiblemente lo ponía muy nervioso. En 1899 escribió su última obra, Cuando despertemos de entre los muertos, un curioso drama simbolista (el belga Maeterlinck lo consideraba su maestro); en 1901, tras algunos trastornos menores pero incómodos, una apoplejía terminó de derrumbarlo. No pudo volver a escribir ("yo, que he sido escritor, estoy empezando de nuevo a dibujar mis letras", le dijo un día a su hijo Sigurd, quien era ya ministro del reino) y hablaba con dificultad. Pudo, no obstante, asistir a la inauguración del nuevo gran teatro de Cristianía, desde cuyo balcón saludó al pueblo, junto al rey Oscar de Suecia, y ver erigida, frente a la fachada, su propia estatua. Nunca obtuvo el Premio Nobel, al que fue insistentemente postulado desde 1902.


Obras principales

Los guerreros de Helgeland (1858)

La comedia del amor (1862)

Los pretendientes al trono (1863)

Brand (1866) Peer Gynt (1867)

La liga de la juventud (1869)

César y Galileo (1873)

Los pilares de la sociedad (1877)

Casa de muñecas (1879)

Espectros (1881)

Un enemigo del pueblo (1882)

El pato salvaje (1884)

Rosmersholm (1886)

La dama del mar (1888)

Hedda Gabler (1890)

El constructor Solness (1892)

El pequeño Eyolf (1894)

John Gabriel Borkman (1896)

Cuando despertemos entre los muertos (1899)


Fuente: Diario La Nación, publicado el 14 de Mayo de 2006, por Ernesto Schoo

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