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Las penas de Rosaura

En la casa grande, con patio, traspatio, pesebrera y huerto, la que mandaba era la Mama Carmen. Esclava liberta desde hacía treinta años, con el tiempo logró dominar a sus amos. La Mama Chuquita, que era india, solamente obedecía sus órdenes, pese a haber servido juntas a esos señores desde la infancia.

-Son unos babiecas, ¡hay que darles pensando! ­decía la Mama Carmen cuando a ellos se refería.

La niña Rosaura, de ojos muy claros y una cabellera rubia, que cuando se la soltaba, le llegaba a la cintura, era la madre de los dos chicos "Moco de Pavo", que jamás se sonaban y que se pasaban todo el día sorbiendo, por una y otra ventanilla de la nariz, un largo moco verde, para evitar que les llegase a la boca.
Aquella mañana de viento helado, que venía por ráfagas desde el Villonaco, trayendo una fina lluvia alfilerada, la niña Rosaura lloraba amargamente en el corredor que daba al patio, sin dejar de mecerse en el sillón de Viena de amplio espaldar.
La Mama Carmen, refunfuñando, daba vueltas y vueltas a su alrededor. Era de regular estatura y gustaba del uso de trajes llamativos, como el pañolón Magdalena verde y el bolsicón de encendido rojo, que ese día llevaba puestos.

Ocurrió que el día anterior, antes de aclarar, Teodoro había llegado desde Catamayo arreando unas seis mulas cargadas de la "providencia" y había armado fenomenal escándalo (con furias de mudo), al hacer que la recua penetrase atropelladamente por el estrecho cancel del portón principal, destrozándolo. Lo que a la vez provocó que con el zarandeo, las alforjas repletas de provisiones que las bestias cargaban, desparramen por el suelo los quesillos, la cecina, los guineos y las yucas que portaban.

-Ave María purísima, ¿qué es lo que sucede?

-¡Los montoneros, son los montoneros!-, gritó alguien y entonces fue la de Dios es Cristo, porque salieron en tropel a los amplios corredores que circundaban el patio, pidiendo auxilio, todos los de la familia que, entre grandes y chicos eran como veinte, contando a los abuelos (que aparecieron en camisón y gorra de dormir, con los brazos al cielo), a Juan José, José María, José Antonio, José Julio, a más de sus esposas e hijos, que fueron los que crearon la mayor confusión, porque berreaban los más tiernos o estaban lívidos y boquiabiertos los mayorcitos.
Entonces fue la Mama Carmen la que con recia voz de mando, impuso el silencio y la calma.
-No son las montoneras, ¡ajos! ¡Es el vergajo de Teodoro que ha venido como alma que lleva el diablo!
Y después de tranquilizarlos y hacer que volvieran a sus cuartos, arrastrando los pies calzados con alpargatas, pero caminando derechito, se fue hacia la pesebrera en busca del negro. Ahí estaba mohíno y jetón el infame, pero su mirada esquiva no era de bueno. Se hacía el que arreglaba las albardas, como si nada hubiese ocurrido, aunque en el fondo, temblaba de miedo.
-¿Qué es lo que te pasa, pedazo de bribón? ¿Qué es lo que te propones, negro facineroso?

-Como a uno por las puras alverjas, todos le joden, lo que ahora pasó es por pura mala pata, así que le suplico, doña Mama Carmen, que no me venga con sus rabietas.
Y largo rato después, ante las insistentes preguntas de la inquisidora, comenzó a soltar la lengua poco a poco, dándole mil vueltas a lo acontecido.
-Es que yo no los vide, pero me lo chismearon. ¡Palabrita de Dios!
Luego de una hora de conversación y cuando ella -que para eso era una sabia- había logrado que Teodoro vomitase todo, le dijo:

-Voy a ver como te ayudo, pero eso sí, te quedaste sin desayuno, por llorón.

Y cuando después fue a la cocina, ordenó:

-¡Que nadie me le dé ni agua a ese grandísimo mentiroso!
¡Así que Miguel Ignacio, había vuelto a sus andadas... vaya, vaya! Cuando tomaban el desayuno en la larga mesa de la despensa, junto a la cocina, todos la interrogaban con la mirada, pero ella nada les dijo. Se dedicó a triturar con el paladar trozos de cecina con yuca, como si estuviese rumiando. Luego hizo rezar el Padrenuestro y ¡ya...! ¡Los muchachos a la escuela!
Después se encerró con la niña Rosaura en su dormitorio, mal oliente aún por la noche pasada y por las bacinillas que las "chinas" ociosas no se habían comedido a lavar.
Teodoro le había contado que una mañana, muy tempranito, él había ido a la casa de hacienda por el lado de la cocina para rogarle a su hija que volviese, pero la negra no le hacía el menor caso. Se dedicó a platicar a gritos con las gentes de servicio. No obstante, él siguió rogándole, porque le daba mucha pena que siendo tan chiquilla y la última que le quedaba como ayuda, se le juya, dando semejante mal paso. Eso había sucedido hacía como un mes, cuando logró que su mujer, la Dorotea, le contara todo, después de una paliza que le metió por alcahueta.
Aquel día, mientras aún se hallaban en la cocina, de pronto oyó que el amo Miguel Ignacio la llamaba a gritos desde arriba y vio como ella obedeció a las volandas y que para llegar al piso superior de inmediato comenzó a rodear la casa. Fue cuando él le suplicó por última vez, que dejara de vivir con ese hombre, pero la muy ladina, al echar a correr, le sacó la lengua y se levantó la bata por tres veces, mostrándole el fondillo, la malcriadota.
Y entonces a él le dio coraje y juró contárselo todo a la niña Rosaura para que sepa quién es su marido y no se deje engañar. Por eso fue que pidió que lo mandasen con la "providencia", dejando ya para siempre a su hija con el percunchante.
En el momento en que a través de la puerta cerrada del dormitorio, se escapaban los agudos sollozos de la niña Rosaura, que escuchaba aún incrédula la historia que le contaba la Mama Carmen, atinó a pasar Don Juan Francisco y sorprendido con los llantos de su hija, dando fuertes golpes a la puerta, vociferó:

-¿Qué es lo que sucede aquí?

Ante esta circunstancia, la Mama Carmen se vio forzada a salir, pero con el índice formando cruz en sus labios cerrados y dándole a entender al patrón, con la mirada, que la siguiera a la semipenumbra de la sala que estaba en el zaguán y por estar siempre en clausura, olía a caca de gato.
Sala que estaba amoblada con bancas y sillas de esterilla, a más de cuatro "chineros" en las esquinas y una gran mesa ovalada al centro. Sobre ésta reposaba una gallina ponedora de porcelana y se exhibían unas postales con diversos dibujos religiosos. Los dos grandes espejos y los retratos familiares con marcos dorados, que adornaban las paredes, tenían crespones negros en homenaje al último familiar fallecido.

Don Juan Francisco escuchó a la Mama Carmen con paciencia, pero al final, temblando de indignación y saliendo al zaguán, hizo que de tres gritos sus tres hijos aparecieran como por arte de magia y ante ellos exigió a la Mama Carmen que repitiese todo lo que le había referido. Al mediar el día, los tres jóvenes estaban saliendo de la ciudad, rumbo al Trapichillo, montados sobre caballos de paso de bella estampa.

Por el camino dieron alcance a Teodoro, que regresaba con desgano, dejando que la recua que conducía marchase libremente y a su propio antojo, permitiéndole que se detuviera en cualquier lugar, para arrancar los hierbajos que crecían en los cantos del empinado sendero. Teodoro, al ver a los tres montados, se mostró indiferente y ni siquiera los saludó.
Al llegar estos a la hacienda, después de la cena y alumbrados por una lámpara de kerosén, se dedicaron con su cuñado Miguel Ignacio, a tomar los draques que les servía la hija del negro Teodoro en un tacho de agua hervida. Pero ella no se atrevía a mirarlos.

-Esto nos sucede a todos, cuando tenemos que mantenernos lejos de la familia, trabajando día y noche en el campo. Como ustedes bien han de saber, no soy el primero ni el único que se ha visto metido en un lío semejante. Además, es una cuestión de hombres y no hay para qué semejante alboroto por una cosa tan simple y natural.

Sus cuñados, sin hacer ningún comentario, asentían y él los miraba satisfecho con sus ojos de un azul tan intenso, que se hacían blancos en la penumbra.

Desde media legua a la distancia, los ladridos de los perros iban marcando el paso de Teodoro y la recua, de una a otra de las casas que daban al camino y sonaban como un eco que iba señalando cada lugar de su presencia. El loco Pascual, desde su cepo, ladraba también, poniendo nerviosa a la jauría que, junto a la casa de hacienda, vigilaba a los amos.

Le cayeron a puntapiés y en el suelo, Miguel Ignacio con saña le daba de fuetazos, haciéndole sangrar muchas partes del cuerpo. Lo habían sorprendido en el corral cuando encerraba a las mulas, esas cuatro sombras que al principio él creyó que eran ánimas benditas. Y cuando ya estuvo inconsciente, entre risas, lo arrastraron al patio trasero y lo tiraron en el cepo para que el loco lo terminara. Pero ocurrió que éste temblaba de miedo acurrucado en una de las esquinas de su prisión, sin atreverse a tocar al negro herido que estaba tendido sobre los excrementos.

Entre tanto los cuatro penetraron a la casa y Miguel Ignacio pidió a sus cuñados arrodillarse y rezar con los brazos en cruz.

-Acúsome Padre, acúsome de haberte ofendido.

-¡Burumbúm, burumbón, ya se escondieron los locos que mataron a este negro... tolón, tolón! ­ clamaba en su cepo el loco Pascual.

de Riofrio Nicolás Kingman

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