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Jerez

Fernando Jerez, Escritor chileno nacido en Lo Miranda (cerca de Rancagua), en 1937. Este narrador, pertenece a la generación literaria chilena, llamada "Los novísimos".

Matices

Las personas no ven igual las mismas cosas. Ahora, más que nunca, esta conclusión me parece comprensible y bien pensada.
Ni del mismo color ni de la misma forma aparecen las cosas en todos los ojos. Las visiones del anticipo son agudas y eficientes. Por el contrario, las del rezago, con su inexactitud y dogmatismo no sirven para nada. Sólo echan vergüenza al pasado. Mi vecino, un maestro de moral, opina que carezco de cerebro: "No vemos con los ojos", me dice, "vemos con el cerebro y el sistema nervioso". Pero él no entiende la disparidad. Sólo aprecia lo que encaja en su molde de conducta, que es la herencia legada del pasado.

Sé que una cosa bella es más hermosa para algunos que para otros. ¿Quién dijo que todos ven rojo el color rojo y verde el verde? Y no hablemos del tamaño ni de las formas. Todo está determinado por sustancias íntimas, complejas y distintas que no caben en el volumen estrecho de la cajita donde mi vecino, el maestro de moral, guarda la norma. No advierte que en la tierra no va quedando espacio donde poner tantas diferencias.
Dicho en términos simples, hay otras visiones reservadas a los privilegiados. Los matices son el manjar de unos pocos. El maestro de moral, que nos conoce hace años, enseña que a través de los ojos se puede ver el estado de la salud y del alma.

He aprendido que el ojo humano se acomoda a las distancias y a la luz. Yo soy un privilegiado. Es una conclusión precoz que confieso con humildad. "Lo que tienes es hiperopía", afirma el maestro, "ves mejor a una cuadra que a diez centímetros". Y agrega, excitado por el frenesí de su profesión: "Fíjate bien en los ojos de ella, los tiene opacos".
No le hago caso a esta necesidad de ver como todos. Hay ciegos felices, como José Feliciano, por ejemplo, que incluso tiene dichoso el apellido.

Lo cierto es que a ella yo la he visto en dos ocasiones. Y supongo que ella también me ha visto ambas veces. Hablo de verla, no de enfurecerse, que es una forma precipitada de cubrir la visión. Yo me sentía muy feliz y hoy pienso que ella también lo era. La primera vez sucedió en el parque y hacía mucho frío. Empezaba a caer esa llovizna fingida que al cabo de un rato te empapa como un temporal. Yo iba al parque con mi amiga pensando en lo poco visitado que es en invierno. Estuvimos sentados en un banco abrazándonos. Después llegó otra pareja y se ocultó detrás de los arbustos. Venían tomados de la mano, se soltaban para acariciarse y volvían por unos segundos a trabarse los dedos. Como empezó a correr viento, una porción de arbustos desplazaba a ratos su follaje y hubo un instante en que la pareja quedó tan expuesta a la lente de mis ojos como nosotros a la curiosidad de ellos. Ella llevaba un suéter celeste. Al principio me sentí avergonzado y dudé: por la mañana, mientras tomábamos desayuno, no me había fijado en esa prenda de vestir. Pensé, también, con una íntima sonrisilla de asombro, que en casa al primer tiritón, corremos a encender la estufa puesto que no soportamos el frío. Me oculté de espaldas a los arbustos lo más que pude y besé a mi pareja.

Meses después, fui a un bar, en la parte alta de la ciudad. Aun cuando unas velas debiluchas mantenían la privacidad en el interior del local, vi que el rincón más apartado hacia donde precisamente nos dirigíamos, ya lo ocupaba una pareja. Quizás con el cuerpo moví el aire del bar cargado de humo; y el aire movió la luz y la sombra en el rostro de la mujer del rincón. Llevaba una boina cuyo color no pude recordar. ¿Púrpura? ¿Marrón? Conversaba gesticulando. Su mano sostenía un cigarrillo y la brasa, alegremente, no se quedaba quieta en la oscuridad. Retrocedí arrastrando a mi pareja hasta detrás del pilar. En un momento reconocí su risa, más bien lo fundamental de su risa, porque el alegre sonido vibraba en aquel rincón con un brillo animoso y relajado. Una risa tras otra viviendo ella la eternidad, como debe ser cada momento.

Y esta noche la he visto desprenderse la blusa celeste y arrojar a la silla la boina francesa, de un rojo furioso. Desarma su larga trenza, el pelo suelto cae dulce e inocente hasta su cintura. Yo había mirado la boina y su trenza muchas veces, más bien, me llegaba la fría representación de sus volúmenes a través del sistema nervioso y del cerebro, según dice el maestro de moral. Ahora observaba la tela de sus prendas como enfrentado espectacularmente al descubrimiento de cosas inanimadas que cobraban sentido en ella, y contemplé su pubis, sus piernas, la camisa de dormir y la trenza desarmada, no con mis ojos sino con el alma. Es otra manera de ver, no cabe duda. Ella me ha dicho: "Te queda tan bonita la camisa". Apagamos la luz. Acariciándome, ha empezado a jadear. Yo la abrazo en la oscuridad sin verla, para no perturbar la visión de esta dicha pequeña y ciega. También, para despistar la conciencia del maestro de moral.

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