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Las falenas

de Fernando Jerez

Para Carlos Garretón Señoret

In Memoriam
Hacía un buen rato que Germán concentraba todo el frío en sus asentaderas. Lo había recogido en sus carnes durante el tiempo que estuvo sentado allí. Al parecer, el municipio no estaba dispuesto a reponer los antiguos bancos de tablas. Quizás fuesen más baratos de cemento y sin respaldo. A pesar de todo, en primavera venían a ocuparlos gentes de todas las edades, ubicándose entre las flores y los árboles.
Una gota pesada le mojó el labio reseco, pero él sabía que aquella gota no pertenecía al labio. La sintió bajar desde la frente y se quedó a reposar ahí. Otras, resbalaban por sus mejillas y el cuello, y se consumían en la tela de su camisa. Sentía la densa humedad enfriándose en su piel.

Pese a esforzarse, no pudo eliminar del labio el peso de la gota. Sintió con vehemencia los temblores de la inútil excitación de sus dedos. No mantenía quieta la cabeza. Tiritones alocados la sacudían.
Mientras el dedo con el cual pensaba recoger la gota hacía movimientos independientes exageradamente rápidos, la cabeza saltaba con otros ritmos, como si estuviese atragantado; recordaba la violencia con que la agitaba el escritor cuando decía espict. Así es que abandonó la idea de remover la gota.

En otra ocasión, cuando la besó a ella por primera vez, sintió en sus labios una sensación parecida a ésta, y entonces no quiso apartar la gota con el dedo. Por el contrario, conservó el gran globo de saliva durante todo el rato que podía durar en el mismo sitio donde ella lo había formado con el beso. Los recuerdos le llenaron el cuerpo de felices escalofríos.
Germán había estado un buen rato mirando desde el parque a la ventana del tercer piso, sentado en la banqueta de cemento con la vieja maleta en las rodillas. Antes de bajar subrepticiamente la escalera, para evitar el ruido del ascensor, había empuñado la valija inmediatamente después de oír a su mujer, recién despierta, que le suplicaba no me engañes, jamás me traiciones, amor, pero si lo haces, tendrás que cumplir después la promesa de la muerte. Ella había levantado la cabeza, abriendo los ojos dormida y habló mirándolo, pero se le vino después a la almohada con un golpe sin ruido, cubriéndose de cabellos la cara. Las palabras de su mujer lo despertaban decisivamente a la vida, casi de madrugada.

Mientras su cuerpo se helaba en el banco, se mantuvo esperando que ella abriera en cualquier momento la ventana para salir a la niebla. Estaría a punto de lanzarse a la acera, frente al parque. Si lo amaba, se lanzaría, sin duda.
Parecía que jugaban cuando diseñaron el futuro: no viviría el uno sin el otro. El juramento se fortalecía día a día, hasta alcanzar la solidez del acero. Estaban irremediablemente unidos, resueltos a vencer todos los obstáculos, para siempre, ¡vida mía!. Y si en algún sitio quedaban obligatoriamente separados, él mojaba el dedo índice en la lengua, estiraba el brazo y humedecía con gotas de su boca los labios de ella.

Recordó el antiguo deseo que siempre tuvo de bajar al parque y caminar entre las estatuas. Pero no había podido hacerlo porque el reloj apremiaba en su muñeca todos los días, implacable, desde la mañana hasta el anochecer.
Le estaba brotando un sudor grueso, ligeramente doloroso. Emergía de su cuerpo a pesar de la neblina que pronto cubriría el parque y las estatuas que siempre deseó conocer.
Creyó que siempre iba a ser él. No pensó nunca que jamás fue aquel del espejo al afeitarse, ni siquiera el funcionario modelo ni el esposo ejemplar y fiel. En alguna oportunidad dejó de ser alguien. Conservó su nombre: Germán, pero su vida cambió quedando atrás, tan lejos e invisible en ese instante, como la fuente de agua del parque, ya completamente cubierta por la niebla.

En el tercer piso, la luz de la ventana se notaba poderosa todavía. Su mujer le temía a la oscuridad, y él no protestaba por las cuentas de luz más altas que había pagado jamás, desde que llegaron ahí, avanzando hasta la puerta, abrazados, jurando morir antes que experimentar la separación.
Se preguntó qué haría después del momento en que su mujer se lanzara. Eso iba a ocurrir pronto, cuando ella despertara de nuevo -una de las cinco o seis veces que abría los ojos en la noche para verificar si la luz no estaba apagada-, y se viera sola en la cama, constatando en medio de su brumosa incredulidad que él se había marchado.
La neblina avanzaba dificultando que él pudiera verla con su camisa azul de dormir desplegada en el aire. Pero alcanzaría a oír, sin embargo, el sonido breve de la resistencia que opondría el cemento de la calzada al hermoso cuerpo pálido, a las transparentes alas azules, desgarradas en la humedad. Le pareció sentir como propio el dolor del frágil cuerpo de su mujer contra el terreno inconmovible.

Pero quizás él no estuviese pensando. Las ideas que le entraban no eran suyas y no podía gobernarlas.
Todavía conservaba la gota de agua en el labio inferior, pero como se estaba moviendo a causa del frío y de los temblores que le provocaban las ideas que le venían de fuera, seguramente iba a perderla. Disolvería con los dedos la materia de sus recuerdos.
Sus rodillas tibias tocaban las sábanas de la cama dos horas atrás. La maleta que guardaba en el armario estaba cubierta con el polvo de años sin usarla. Ni siquiera se preocupó de limpiarla porque no podía olvidar las palabras de su mujer, mientras estuvo brevemente despierta: "Jamás me traiciones, Germán. Y si lo haces algún día, tendrás que cumplir nuestra promesa de la muerte. No me engañes de la forma que acabo de soñarlo. Moriría. Y tú también".

Germán se burló de aquellos miedos. Vivía por ella, amor. ¿Acaso estás loca?. Pero su mujer agregó otras palabras. Le pareció oír no me engañes, no me asesines, y regresó a la almohada murmurando todavía dormida.
Siempre habían discutido en la lucidez del día esas promesas de no engañarse entre ellos con otros.
Sentado en el banco, había pensado en sí mismo. Ahora, el ruido de la cascada en la fuente de agua apenas traspasaba la turbiedad de la niebla. Sus ojos no podían ver los árboles.

Por primera vez uno de ellos había hablado en plena noche -sin el estruendo de las palabras sobre el silencio del cuarto-, para manifestar la realidad imaginada del engaño. Y los abundantes recuerdos, los miedos inmersos sin solución, lo movieron. Lo movieron hacia el armario donde estaba la maleta.
Las pálidas evidencias de experiencias pasadas, ahora se manifestaban vigorosamente. Los temblores no le impedían adquirir nuevos conocimientos. Cada parte vivía solitaria en su cuerpo y era necesaria a su vez, para que viviesen las otras. El cerebro procesaba los fríos datos que le permitían sentir la exacta ubicación de los segmentos. El ritmo de los temblores difería de un sitio al otro. A ratos, el peso de la maleta desaparecía de sus rodillas, con unos cuantos libros adentro, la máquina portátil de escribir y un par de mudas de ropa interior. Todo aquello había quedado allí desde su último viaje. Por un instante casi no quiso recordar lo que llevaba en el doble fondo. Al parecer, el viento traía y retiraba neblina frente a la ventana del tercer piso por donde se arrojaría su mujer.

Se amaron. Como una enfermedad que la razón no podía detener, creció esa monstruosidad de cariño junto a la decisión de apropiarse el uno del otro para siempre, con toda la fuerza y la duración de la vida.
Pero algunas cosas creía pensarlas porque simplemente se le ocurrían sabiendo que no alcanzaría a articularlas en el lenguaje. Y sentía como si le estuviesen ocurriendo muchas cosas sobre la nada que era él.
En una oportunidad, su cabeza alterada casi reventó a causa de trabajar excesivamente encerrado en el cuarto de su oficina. De regreso, antes de subir al edificio pasó a la farmacia por un calmante. Luego, caminó unos pocos metros para mirar desde abajo al tercer piso. La oscuridad del cuerpo de su mujer se movía delicadamente en el espacio iluminado de su pieza. Pero luego, sus movimientos se hicieron veloces y él de inmediato pensó que las fuerzas de otro cuerpo la acosaban. Alguien más estaba con ella. Subió las escaleras todo lo silenciosamente que pudo, el pecho le saltaba provocando ruidos en su cerebro: mejor que reventara todo él, para vaciar el doloroso vértigo y aliviarse. Se arrepintió de la idiota ventaja que otorgaba al destino subiendo a pie. En el segundo piso, oído y mirada constataron que el ascensor venía en un viaje de regreso. ¿Su rival escapaba?. Le pareció que todo se iba abajo. El era solamente un observador. Sentía que bajaba, aunque estaba subiendo. Además, ganando uno a uno los escalones había perdido demasiado tiempo: la encontró trabajando en los cabellos con un gran peine de madera, embellecida en su camisa azul. No le quedaba pintura en los labios, la camisa estaba ligeramente arrugada. Ella lo ahogó en sus brazos perfumados y él respondió con un beso extremadamente inseguro. El rencor, emergía como un volcán en su pecho.

Desde entonces, nunca más volvió a pensar en aquel incidente ni tuvo sospechas parecidas. Ahora, lo recordaba porque estaba en eso de afirmar que en el mundo todo se venía abajo y los ascensos de la gente eran ilusiones ponzoñosas. Tarde o temprano lo encontrarían abajo a él también. Su esposa se había gastado la existencia -desde su juventud, o desde los antepasados-, no preparándose para estar arriba y permanecer, sino para observar oblicuamente el límite, para sentir lo menos posible el rigor de encontrarse abajo. Ella, esta medianoche, no había hecho otra cosa que recordarle las certeras claves de un futuro cercano, la contingencia ya casi real del engaño.

Su corazón raspaba con fuerza adentro. Ni siquiera podía darse cuenta de dónde procedía la humedad de sus manos. Todo estaba húmedo, las estatuas del parque, las hojas de los árboles, la fuente de agua, el tibio letrero de neón que temblaba en el frontis de la farmacia.
De pronto, se estremeció al captar apenas el movimiento de la sombra amada: ella había despertado, y ahora se desplazaba por la pieza buscándolo absurdamente. Estaba a punto de admitir la evidencia del abandono. Abría los brazos implorando el pequeño valor que le faltaba para lanzarse. Pero él no pudo gritar ¡no lo hagas!, ¡no lo hagas!.
Pensó que no esperaría llegar nunca abajo. Le sobrevino una gran tristeza con el recuerdo de aquella vez que subió las escaleras y no pudo sorprenderla cometiendo la traición.

Seguía con dificultades los movimientos de su mujer, ya algo borrosa en la pieza. Retrocedió a cuando tenía diez años y despertó a beber agua. Temblando, vio por lo menos unas seis falenas dando vueltas como aviones alrededor de la lámpara de colgar. Proyectaban sombras siniestras. Regresó a la cama. Cuando quiso sorprender a su mujer y, ahora mismo, tal vez las falenas la estaban abrazando y manchaban su camisa azul de dormir cuya tela delgada él desprendía, con el salvaje deseo de consumar la posesión.
Nunca antes se había detenido a pensar acerca de la neblina. Opinó que era un fenómeno muy irregular. Oscurecía formando una densa noche en algunos sectores pero, de pronto, atravesada por la luz de la luna, abría resplandores de esperanza alegrando su cuerpo, en cuyas zonas, por separado, le estaban ocurriendo dolorosos temblores. Experimentó a la vez, la conciencia del frío: el sol no podía entibiar todo su cuerpo.

Se lamentó de algo irremediable cuando su mujer ya estaba acercándose a la ventana: ellos podrían haber discutido las formas de cumplir la promesa estableciendo la prohibición de buscarse una muerte espantosa. Habría resultado tolerable y bella una ceremonia que les permitiera mirar primero un viejo retrato de los tiempos buenos -de cuando se estaba arriba- y, después, producir los cortes en las venas. La sangre púrpura le restaría lentamente el vivo color al rostro de quien se marchara, pudiendo el sobreviviente acariciar las manchas de gelatina en el traje y mantener en su pecho el rostro del otro e inclinarse a besar mejillas, labios, pestañas. Hacer un espejo con los ojos encontrados, antes del cierre definitivo. El último en irse de la vida, segundos antes de perecer ahogado en el torrente del corte profundo, no renunciaría a la oportunidad de caer en amorosa admiración: una mirada final a los retratos, ella con su traje de novia, y él vestido con el frac que había tomado en arriendo.

No podía recordar con exactitud el momento en que tomó la maleta ni cuándo besó a su mujer en la frente, antes de venirse al banco del parque. La sola formulación del engaño constituía un hecho irrefutable. Tenía ahora zonas tibias y zonas frías. Recordaba y olvidaba los asuntos. Se preguntó, sin ninguna esperanza de respuesta, si acaso no hubiese sido más sencillo para el mundo que todos se hubieran iniciado abajo; y que para crecer fuese necesario desplazarse hacia la línea horizontal, facilitándose las manos, sin envidias, como una gran cadena capaz de taladrar las olas y las montañas.

No quería estar nunca abajo, y tenía que aprovechar ahora que se encontraba arriba, en el punto más alto del amor y sus consecuencias. Sin ningún esfuerzo especial, recordó algo que le había sucedido poco después de sentarse a esperar en el banco de cemento: su mano llegó al falso fondo de la maleta y decidido, buscó el contorno frío y metálico.

Quiso levantarse y caminar entre la niebla, pero en cambio experimentó una sensación intermedia entre la dicha súbita y la decepción.
Sin lugar a dudas, despuntaba el sol. Sin embargo, la temperatura de aquellas agujas no entraba en las partes del cuerpo que podía recordar. Una alegre esperanza lo inquietó: ¿acababa de sonreír?. Ya no sentía la maleta en las rodillas ni su cuerpo en el banco de cemento. La neblina a ratos se cerraba y a ratos se abría. Los murmullos del parque le llegaban con diversas intensidades a los oídos. Las falenas hacían giros en su cerebro, alrededor de su luz y su tibieza. Se sorprendió: no podía toser. Entendió, como jamás lo había hecho, que amaba a su mujer, que estaban ambos a la misma altura, sencillamente abajo. Le pareció verla desplazarse en una nube, livianamente en su angélica camisa azul. Los ojos muy abiertos, dolidos y hermosos. Las dos manos apretaban las sienes pálidas y apenas podía oír las palabras que ella decía: amor mío, amor mío, ¿por qué?, ¿por qué?. Le vino a inquietar el mismo deseo de cuando alguna distancia los separaba: quiso ponerle un beso con el dedo, pero le dolió traer desde la mugre del asfalto la mano con la que pensaba transportar el beso hasta la boca de su mujer. Sintió el tormento intolerable mientras trataba de ubicar la gota del labio para sacarla y hacer el traslado. Sus ojos empezaron a guardar la neblina debajo de los párpados en el momento en que llegaba con los dedos a su propio labio. Apretó fuerte, muy fuerte. La pesada gota de sangre, por fin, reventó bajo su mano inmóvil.

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