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La madre de la esquina

de Fernando Jerez

Acaban de encerrar al único hijo que tenía la madre de la esquina. Al menos, es lo que perciben quienes como yo tienen baldía la imaginación y andan viendo la cáscara de la existencia.

Dieciocho años atrás, la señora de la esquina se hizo madre después de elevar con éxito una solicitud a la guardería de niños. Firmado el último papel que pusieron en dos copias ante sus ojos, le dieron el hijo en adopción, un lactante de piel cobriza y pelo color zanahoria. Ha sido la madre más madre que registra la memoria del barrio.

Pero yo creo que es la imaginación la madre de todo lo sólido que hay en el mundo. No me asalta ninguna duda al respecto.

El acogido creció silencioso. Solía pararse a mirar embobado un horizonte ilusorio, puesto que siempre tuvo delante de él un murallón. Nunca quiso aprender el lenguaje articulado. Sin embargo, su madre no advirtió la carencia verbal porque ella lo oía hablar durante todo el día. Es más, la madre de la esquina disfrutaba repitiendo las palabras bellas que él le decía.

El día de su cumpleaños número dieciocho, el acogido probaba un catalejo que había recibido de regalo, cuando descubrió desde el techo de su casa el horizonte de más allá de la esquina y en él, una ventana iluminada. Aquello bastó para que dedicara todas las noches sin lluvia, con un tesón admirable, a enfocar los esfuerzos casi imperceptibles que desplegaba un joyero sobre sus delicadas piezas. El catalejo cruzaba en diagonal la distancia oscura y, al instante, mostraba al ojo del acogido la figura del cuerpo doblado hacia sus propias manos cuyos dedos parecían acariciar un objeto pequeñísimo con amorosa pasión.

Hasta que una noche, el muchacho abandonó el catalejo y se dirigió a mirar de cerca el despacho del orfebre. Golpeó la puerta con lentitud y timidez, y antes de que el viejo tragara todo el aire que un grito necesita para hacerse oír, el joven le introdujo en la boca un pañuelo en forma de tapón arrugado y, enseguida, con la misma ausencia de escándalo que había empleado para realizar todos sus actos, le disparó. De la misma forma como saltó el monóculo de trabajo que llevaba el viejo sobre el ojo derecho se desprendió la vida de su cuerpo. El barrio se enteró del hecho días después, cuando vimos al acogido en los diarios representando el momento en que una de sus manos encajaba el pañuelo en la boca del viejo -papel asignado por el juez al auxiliar contable del cuartel policial-, y la otra empuñaba fieramente la pistola en dirección al monóculo.

Sin embargo, la madre de la esquina ha proclamado con orgullo, jurando por su mismo hijo, que como él no hay otro ciudadano tan bueno y amante de la patria. Ni siquiera hablaba en sociedad para no dañar al semejante con el poder mortífero de una palabra mal dicha.

Ayer, mientras ella esperaba que abrieran a las visitas las sórdidas puertas de la cárcel, ha declarado categóricamente a la televisión: "Nunca he estado aquí donde ustedes me ven. Espero que el cura llegue pronto y comience la misa del mediodía, eso hago. Entonces, voy a recitar una oración a Jesús para agradecerle que haya permitido al barrio imaginar asesino a mi hijo, nada más para darnos a todos, algo concreto de que perdonarlo".

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