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Detrás de los visillos

de Fernando Jerez

-Ahora todos buscan algo.
-Siempre ha sido igual, dice mamá
-pero como tú eres demasiado joven no lo sabes.
Yo pienso y digo que ahora es de otra forma: se vuelven locos buscando. También nosotros andamos detrás de las cosas. Mamá y yo nos hemos pasado de hospital en hospital tratando de hallar un especialista con ganas de ver mi pie derecho. No podía apoyarlo bien al caminar. Hasta que un señor que guardaba las manos en los bolsillos de su delantal blanco dijo que lo examinaría sin cobrar. Me hizo sacar el calcetín detrás de una puerta en el pasillo, a la entrada del comedor, donde las enfermeras estaban sentadas tomando sopa de pollos. Vi en una bandeja varios platos con letras de masas flotando en el agua.

Mamá no pudo hallar otra forma de saltarse los trámites y la espera de tres meses para conseguir atención en el consultorio. Cuando salimos del hospital sin pagar nada, mamá dio gracias al Señor. Hace tiempo que ella no cose manteles y sábanas, ni viene gente a pedirle que ponga en la tela flores y monogramas. Yo pienso que si no le van a ordenar más trabajos nuevos, sus dedos se volverán torpes y duros, y pasará el aburrimiento de las tardes limándose tranquilamente las uñas y pintándolas.

Cuando el médico quemó la dureza de mi pie, salió olor a carne de pollos. Entonces me dije puedo faltar uno o dos días a la escuela. No sabía lo que iba a ocurrir después, por eso me dejé quemar ilusionado con la idea de ausentarme de las clases.
Casi no podía caminar de vuelta a casa y como hacía frío, al llegar me quedé en la puerta tomando el sol. Adentro, las piezas están llenas de humedad y como a mamá no le dan trabajos, no echa como antes centavos a la cajita de cuero y por eso no tenemos calefacción y las piezas siguen húmedas y frías.

Estando en la puerta me dije mejor sería no ir más a la escuela. Esa idea se la he dicho muchas veces a mamá, pero ella rezonga con la porfía de la edad que tienen las mamás, tan lejos de la de uno. Y contesta que la escuela da herramientas para entrar en la vida. Yo le digo que está equivocada. Igual me veré obligado a salir a buscar trabajo confundido con todos los otros que buscan diferentes cosas sin haber estudiado. Eso creo.
El barrio estaba tranquilo cuando empezó el incendio en la otra cuadra, hacia la cordillera. El humo se elevaba más arriba del aromo grande. Mamá me tiene prohibido ir a mirar los incendios, así es que como otras veces, me quedé al sol sin entremeterme. Tres niños, a unos pocos metros, jugaban a la pelota. Los incendios no les llaman la atención. Mi tío Daniel dice que la gente incendia lo que otros buscan cuando entran sin permiso a las piezas y los que andan con ellos se desparraman agachados por la cuadra con los fusiles en la mano. Tío Daniel habla poco de estas cosas. Y mamá tranca sus propios labios con el dedo índice, golpea el suelo dando taconazos y exclama:

-Delante de nosotros está el muchacho, Daniel.
Y tío Daniel obedece. Yo he oído la bulla que hace esa gente cuando manosea y busca cosas en las habitaciones del vecindario. No he podido verlos nunca porque hurguetean de noche a la hora en que no se puede andar por las calles. Los que viven en esta cuadra y en las dos siguientes cuentan que ellos sí han mirado por las ventanas. Mamá no me deja mirar por ninguna parte, tampoco tío Daniel, porque como los otros andan en los afanes de buscar, te alumbran con los chorros de luz de sus linternas y te descubren los ojos aunque los cierres.

Tío Daniel dice que cuando no hay incendios se corre el peligro de las inundaciones: las cosas que buscan los otros topan en los muros curvos de los desagües de las piletas y atoran las alcantarillas. También dice que cuando viene en su citroneta a visitar a mamá, él ve por la ventanilla una cantidad de incendios e inundaciones brotando aquí y allá. Si hubiese sabido cuánto me iba a doler el pie y que mi ausencia del colegio no sería un premio, palabra, no me dejo quemar detrás de la puerta. Sentía en el pie un corazón chiquito que latía más rápido que el corazón grande de arriba. A dos cuadras de distancia oí la citroneta de tío Daniel entrando en la villa. Yo no esperaba ni pensaba que él apareciera a esa hora. No me podía equivocar, conocía el ruido de la máquina y los tiritones de los fierros en la citroneta de tío Daniel. Pensé un poco, y lo que pensaba me dio pena y rabia, y también ganas de tirarle saliva a la cara si él quería darme un beso. Porque no sabía que tío Daniel también buscaba. Puedo decir las dos cosas que tío Daniel busca: anda persiguiendo un trabajo, y a mamá. La bulla de la citroneta me hizo pensar: está claro, mientras todas las mañanas yo me acalambro sentado en el banco de la escuela, él viene a ver a mamá. Ahora lo sé. Recordé los asuntos de los días pasados y me di cuenta de que tenía rabia con mamá también. La citroneta venía arrugada, desteñida y crujiendo. Una vez vi a tío Daniel poner una calcomanía en el vidrio de atrás con la leyenda yo amo a mi país, en letras de tres colores. Al doblar y entrar en al cuadra, noté que él disminuía la velocidad. Se acercó bien a la vereda y me dijo:

-Sígueme, sígueme al lado.
Y yo le grité:
-No puedo, tío Daniel, usted siempre pide cosas que no se pueden hacer.
-Sería peligroso que yo me detuviera, gritó suavemente, enrojecido y sudado, no le importaba que yo sintiera frío. Yo corría tratando de no alejarme del codo izquierdo de tío Daniel.
-Ando con el pie malo, está quemado.
Su codo sobresalía de la ventana y en los dedos le temblaba un cigarrillo. Yo sé que la citroneta saltaba y se movía, pero la mano de tío Daniel tiritaba porque le daba la gana a ella nada más.

-Te lo suplico, tienes que trotar a mi lado.
Ya había pasado frente a la casa y empecé a seguirlo.
-¿Viniste a ver a mamá?.
-No y sí. Quiero que tú me despidas de ella. No puedo parar, me andan buscando.
Me resultaba increíble todo lo que contaba tío Daniel. Cualquier cosa podía pensar de él, pero nunca vi en su cara ni en sus manos una señal de maldad que lo obligara a subirse a la citroneta para hacerla correr hasta el infinito sin detenerse porque lo perseguían.
-Tío, déjese de bromear. Creo que lo he descubierto: viene a ver a mamá todas las mañanas y, por eso bromea, de pura vergüenza.
-No mires hacia la citroneta, dijo tío Daniel,
-corre a mi lado y escucha, pero mirando siempre adelante. Tú no me conoces.
-Ya pues, déjese de bromear, tío, no me haga correr, pare un rato y entonces conversamos, ¿no ve que tengo malo el pie?.
-Si pido un sacrificio, lo hago por tu mamá.
Los tres chiquillos que jugaban a la pelota se hicieron a un lado por costumbre, ni siquiera miraron. Pero yo sabía y no me costó nada confirmarlo. Alguien nos estaba vigilando. Pasábamos tío Daniel, lento en su citroneta, y yo trotando, frente a la casa del caballero de bigotes delgados. Lo vi apartando los visillos con una mano. Para mirar contra el sol formaba una visera poniendo sobre sus ojos una revista o un pedazo de cartón. Espiaba los incendios. Tenía por costumbre mirar todo el día. Si ocurrían cerca, él podía ver las llamas; si lejos, el humo. Se llenaba el cerebro con todo lo que pasaba en la cuadra.

Todavía me da miedo nombrar lo que incendia la gente. Tampoco lo dicen por su nombre tío Daniel y mamá. Solamente se atreve el panadero. Mucho más miedo me viene cuando el caballero con su línea de bigotes se aparece detrás de los visillos.

-Nada más tienes que decirle unas palabras.
La aleta de la ventanilla se despegó del broche y cayó golpeando el brazo de tío Daniel. Pensé un segundo en el dolor que sufría mi pie mientras trotaba. No podía ponerme a la altura del codo sobresaliente de tío Daniel.
-Ni bencina me atrevo a echarle, dijo.
Los grandes y los chicos que miran por las ventanas sin miedo al cañón de las linternas dicen que una vez sus ojos toparon con la figura negra de un hombre al que sacaban de la cuadra con las manos amarradas atrás. Dicen que les gustaría ver de nuevo contra la oscuridad grande de la noche el dibujo de aquel cuerpo metiéndose al carro, como en la televisión, porque giraba una luz azul en el techo del vehículo.

Tío Daniel movía el cambio de velocidad, aceleraba, la citroneta parecía abrirse y luego el impulso la hacía correr lentamente.
-Dile a tu mamá que me andan buscando, dijo, y nadie me saca de la cabeza que sintió vergüenza y pena cuando habló. Estuvo un rato abriendo y cerrando los ojos por la vergüenza o por la tristeza y también molesto por el humo del cigarrillo que tiritaba en su mano.
Ya había aprendido a pisar por el lado contrario de la herida y me dolía menos. Así, pude seguir trotando. Pero después vino a partirme el pecho el sufrimiento de saber que buscaban a tío Daniel. Ahora, habíamos dejado la cuadra donde estaba mi casa y empezábamos la siguiente. Una gruesa cadena cerraba la puerta en el antejardín de malezas secas que hay en al esquina. Allí vivía una señora que ha dejado de verse por el barrio. Había quedado sola una noche que su marido se atrasó en llegar. Se encontraba cocinando cuando divisó por la ventana la cabeza crespa de un hombre, asomándose sobre la pandereta. Se asustó y salió corriendo a tomar un taxi con la intención de buscar la compañía de parientes. Cuando volvió, todas sus cosas estaban tiradas en el suelo y los cajones de la cómoda desfondados. Como encontraron algo que parece no les gustó nada, vinieron por segunda vez y se llevaron a los dueños de casa. El candado ahora estaba lleno de óxido y, al verlo, se me aparecieron en la cabeza los ojos del caballero de bigotes, parado en el mirador de su ventana. No hice más que recordarlo y el miedo se me encerró adentro, preocupado por mí mismo y por tío Daniel. Porque ese caballero empezó a mirarme desde el día que puse un caset y no sé cómo se me fue para arriba el volumen y el caballero lo escuchó. Tiene que haber pensado que adentro del caset hay algunas cosas que los otros buscan.

-Pero tío, le dije,
-yo sé que usted no hace nada malo, y al oírme deshizo la forma de llevar el codo afuera, estiró la mano y quiso tocar mi cabeza. Me incliné un poco para hacerle más fácil la maniobra: me gustaba de todas maneras que su mano me alcanzara.
El señor que espía mirando por el velo de la ventana no tiene luz de ampolletas por la noche. Cuentan que primero él perdió el trabajo y después vinieron a medir el consumo de energía para mandarle una cuenta que nunca pagó. Le han suspendido la electricidad y ahora el color amarillento de un fuego muy chiquito, no alcanza a traspasar la gasa de la ventana.

Ya estábamos pasando frente a la casa de los incendios y tío Daniel rogaba que lo siguiera. "Cuando vienen", decía el panadero que vende en su triciclo, "encuentran cenizas, pero nada más. La gente incendia lo que ellos buscan para que no puedan llevarse las pruebas que les sirven". Para distraer los nervios de tío Daniel le conté esto y él dijo:
-Como ahora saben de los incendios, traerán ellos mismos las cosas que buscan y las van a poner encima de las cenizas para que tomen el olor de la culpa.
-Ni se ponen de acuerdo para incendiar dije,
-hacen dos o tres fuegos a la vez.

Me empezó a entrar calor y no supe de dónde venía. Si del esfuerzo por correr o de los ojos del espía en la ventana. Podía provocarlo el ardor de mi cerebro rabioso porque adentro tenía metidos a mamá y a tío Daniel. Y, luego, sin dejar de trotar, me acaloró otra vergüenza: estaba recordando el día que encontré a tío Daniel buscándole algo a mamá entre la blusa lila y el chaleco. Desde entonces, cada vez que él ha venido a casa, yo me siento delante mirando a tío Daniel para que no ponga las manos allí. A ratos, toco el caset bien bajito para que no lo oiga el señor de la ventana y solamente lo escuchemos mamá, tío Daniel y yo.

-Si no es malo el señor espía, dijo una vez el panadero,
-lo habrá desesperado la cesantía y de ahí le brotó la maldad, por culpa de no tener trabajo.
Alcancé a oír a tío Daniel, entre el ruido de la citroneta, cuando dijo que detrás de la ventana ese caballero nunca está desocupado, porque su trabajo consiste en mirar.
Pasamos frente a la casa de los lirios, yo con mi respiración fuerte y arenosa, mirando el brillo de la nieve en la cordillera para que no se notara que conocía al señor que iba al lado, lentamente en su citroneta. No quise mirar el antejardín. Se sabía que debajo de los lirios enterraron un saco con algunos de los secretos que los otros andan buscando. La dueña de casa cuando supo que los chicos que vienen a jugar de las otras cuadras la habían descubierto, perdió lo bonito que tenía en la cara, se le pusieron feos los ojos, y empezó a gritar al mismo tiempo que arrojaba todas sus cosas a la calle, pero nadie quiso llevarse nada por miedo a que entre los objetos se enredara algo que perseguían los buscadores. En la esquina, tío Daniel dobló a la calle principal y la citroneta casi se desarma:

-Anda, dile a tu madre que me buscan, me siguen por todas partes y anotan con quiénes me junto, adónde voy y qué cosas tengo. Quieren llevarse todo lo que haya visto o tocado, objetos y personas.
Paramos en un semáforo.
-Sigue haciendo los movimientos de trotar aunque no avances, dijo tío Daniel,
-y hazme el favor de acercar la cabeza de nuevo ahora que estamos parados. Mira de frente, no te olvides. Debes entenderlo, no les importaría la edad que tienes, igual te pescarían para hacerte en el encierro lo mismo que a los grandes.
Incliné la cabeza hacia el codo que se retiraba, el viento desde atrás empujó una bocina y entonces él sacó su boca fuera de la ventanilla y mientras yo no dejaba de mover los brazos, tío Daniel me besó el pelo.

-La mitad del beso es para ti, la otra parte se la llevas a Marta, dijo.
-Tío Daniel, ya no lo puedo seguir. Me duele mucho el pie.
Él miró por el espejo quebrado de la citroneta, luego a la izquierda y derecha, hizo sonar la palanca al pasar el cambio justo en el momento en que dos vehículos nos adelantaron. Bruscamente viró a las calles laterales, hacia donde están los sitios eriazos que sirven para encumbrar volantines.
-Chao, dijo,
-perdóname, espero ver sano tu pie.
Entonces pensé que se parecía al retrato triste de papá, y que iba a querer a tío Daniel toda la vida. Me dieron ganas de seguir corriendo hasta alcanzarlo, y quise subirme a la citroneta desteñida y vieja para acompañarlo adonde él fuera, con mamá sentada al medio, a pesar de la incomodidad de los asientos, oyendo el caset que a mí me gusta, con el volumen bien alto, desparramando la música por el aire limpio de incendios. Me dolía el pie y me arrepentí como nunca de haber quemado la verruga y de querer faltar a la escuela casi todos los días. Todavía pude sentir el ruido de unas latas que arrastraba la citroneta sacando chispas del cemento, pero el grito que me salió del alma no pasó por mi garganta, se me atascó adentro, ronco y chato. Resignado, pensé que no habría servido para nada gritar. Tío Daniel no me iba a oír con la sonajera del helicóptero que volaba en redondo arriba, sin avanzar casi. Pensé que esa bulla ponía nervioso a tío Daniel, y el humo que levantaba el tubo de escape no lo dejaría ver hacia atrás. Me di cuenta que por mamá se le olvidaba el peligro, ahora no venía por el tonto interés de buscarle debajo de la blusa. También comprobé rápidamente que me quejaba de dolor sólo con el pensamiento porque igual seguía trotando por la huella de aceite quemado. Sentí que avanzaba feliz a encontrarme de nuevo con tío Daniel. Podía correr sin fatiga, y me entraron ganas de sanar pronto del pie para ir a la escuela y completar las tres vueltas a la cancha que mandaba el profesor de gimnasia, sin dejarme caer a los pocos metros, cuando el pecho me dolía de tanto salir y entrar el aire. Crucé tres sitios eriazos, hice el rodeo a una carpa de circo con músicos ensayando afuera bajo el sol que empezaba a retirarse. El helicóptero vigilaba los incendios y las búsquedas, iba y venía haciendo recorridos cortos.

Divisé un incendio chico en medio de la calle, allá lejos, por donde se me había perdido la citroneta, y una brasa empezó a latir debajo de mi camisa.
Quise volver, pero ya todos los deseos se me quedaban atrás, en el pensamiento, porque seguía adelante, tratando de alcanzar a tío Daniel. Me acercaba, pero la hoguera no crecía nada. Se iba haciendo más chiquita y sólo el montón de materiales de donde salía el humo se veía cada vez más grande. Ya casi encima, no podía creer que fuese cierta esa desolación de latas color guinda seca, el asiento con su esqueleto dado vuelta de campana, tío Daniel encogido de lado, sin una queja. Un perro ladraba acercándose y alejándose, corría y frenaba. Entonces se me hizo difícil respirar, sentí que el cuerpo se me iba muy lejos, que dejaba mis pensamientos tendidos boca abajo en la calle. No tenía ojos, ni dolor de pies, ni nada, pero seguí, respirando y viendo a través de la cortina de lágrimas en la cual llevaba suspendida la placa blanca con los números negros y un pedazo de la calcomanía yo amo a mi país. Traté de armar las piezas en mi cerebro, quería ver a tío Daniel adentro, sentirlo acelerar la máquina, y luego apagar el motor para recorrer la cuadra, en pendiente, con el impulso.

Cuando me había alejado unos cuantos metros, miré hacia atrás. Ningún ser humano. El perro intentaba acercarse a buscar entre las latas, asustado por el pequeño incendio. Sin embargo, levantó una pata y orinó.
Al llegar a mi cuadra no supe calcular el tiempo que había pasado. Del incendio en la casa del barrio, quedaba una mancha oscura, sin humo, pero en los ojos sentí mis propias llamas, muy ásperas. Los tres chicos que jugaban a la pelota se detuvieron a mirar los rápidos saltitos de mi pie sano arrastrando al otro enfermo. Vi al caballero de bigotes cuando entraba con el sol a su casa y me dio frío y dolor de cabeza. Pensé que unos segundos más tarde yo estaría frente a mamá, buscando sus ojos y pensando algunas palabras para decir. Y no sabría mover los brazos y los labios. Me atravesó el miedo, peor que si tuviera adelante al profesor de matemáticas, el miedo horrible de parar y entrar en casa, y entonces me dije, haciendo al mismo tiempo un saludo a mamá que barría la grada: voy a dar otra vuelta.

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