La primera vez que le vi llevaba a cabo uno de sus indelebles descuelgues de labios frente a una rubia, en el Café La Pampa de la calle Buenos Aires.
Primero levantaba el labio superior hasta que dejaba ver las piezas pulidas de su boca, momento en que solapaba el labio inferior llenando el vacío entre su cuerpo y el de su presa. Al culminar concedía su sonrisa tallada y sacaba del bolsillo una tableta de chocolate con la que abanicaba unas pupilas, siempre envueltas en azul, que seguían el título de Koppers como hipnotizadas. Después las sacaba del bar y regresaba a la mañana siguiente, con una tableta nueva y el tupé reconstruido.
Cuando no había ojos azules en el bar se quedaba en la barra, cantándome una canción o hablándome de sus días en Argentina. Decía que era embajador estadounidense, y cuando lo hacía mostraba orgulloso las barras y las estrellas de sus gemelos. Yo no me lo creía porque siempre estaba en el bar, buscando ojos azules o cantándome. Cantaba:
Al margen de las glorias del Campeonato Sudamericano, y de que nunca mencionase el gol de Paraguay, no hablaba mucho pues casi siempre había alguna rubia ansiosa por encontrar buen material que llevar a casa, o que vender. Todavía creo que siempre eran las mismas.
Koppers se mecía de mesa en mesa, entre besos de licor y manecillas chifladas en el reloj.
Las cartas de Peter Hamond llegaban al bar, ya que aseguraba no poder dar su dirección a cualquiera, era peligroso para su seguridad y para la de Estados Unidos.
En agosto de 1938 lo encontré tendido en una acera de la Ribera de Granderos, envuelto en una manta por la que asomaban sus calcetines blancos. Con los labios morados, abatidos sobre la barbilla, y el tupé revuelto.
Aún llevaba una tableta de Koppers en el bolsillo. No me atreví a quitársela, aunque al día siguiente pude vender los gemelos de barras y estrellas. Me pagaron bien porque pertenecieron a un Embajador de los Estados Unidos.
de Jorge Jiménez Ríos
Madrid (España)
23 años
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