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Suerte de principiante

El muchacho llega puntual a la cafetería de la esquina, y se baja de la moto despacio… despacio muchacho…, bájate con una paciencia irritante… y así desesperarás a tu comprador… quien te espera y mide tus movimientos desde el fondo de la cafetería… pero no tiembles…; si él se da cuenta te dará una miserableza por lo que le vas a vender. Eso es, si tienes miedo repasa los cuatro extremos de la esquina, los transeúntes que pasan a tu lado son gente normal, pero porqué ahogas en tu garganta conmocionada esa oración inaudible, estúpidamente horizontal, llana, a nuestro Señor Jesucristo; a si no te la escucha, date cuenta que estás cometiendo un delito, y si no tienes suerte aparecerá el verde limón de la policía y hará explotar tu corazón asustado. Ahora, muchacho, si vas atravesar la ventana de vidrio de la cafetería, hazlo con un brillo distinto al brillo sombrío que tienes en este momento en tus ojos; hazlo con unos ojos agudos y claros, que centelleen un poco, porque Don blanco está bien acomodado a su mesa, esperando si tu mirada se inclinará ante la suya y observará si tus manos permanecen serenas. Te aguarda aparentemente tranquilo pero con la cara secretamente ansiosa de los criminales.

-Buenas… Don Blanco, has dicho tú, muchacho, con los ojos tímidos y los dedos temblorosos.

Don Blanco te recibe con una mirada abrasadora, pero cordial. Y yo te recomendé que te cuidaras de tu propia mirada, demasiado dócil e intrascendente, sobretodo que no viera cómo te acomete esa trombosis repentina en los dedos. Mírate, muchacho, cómo tiemblan entre tus manos los sobres que les vas ofrecer a Don Blanco. No, no creo que te dé lo que realmente valen esos sobres.
-¿Siéntate, una aromática?, pregunta Don Blanco, adivinando tu temblor.
Pero tú que aún no logras acomodarte bien en tu silla, no le respondes, afianzando su poder sobre ti; el miedo que te zozobra responde mas bien a cada mesa, cada rostro, cada borde sospechoso que se mueve en la cafetería.

-Me caerá bien para el cansancio, he recorrido hoy muchos kilómetros, le dices a Don Blanco, después de un largo y torpe silencio.

Pero él sabe, sin decirle yo nada, que te servirá para el desacierto de tu tacto y el temblor de tu cuerpo entero. Relájate, muchacho, tranquiliza tus emociones. Concéntrate, por ejemplo, en el mantel de la mesa, blanco como una nube sin lluvia, sobre el que tienes puestas tus manos sucias (aunque las vea limpias la ávida atención de Don Blanco), más hermosamente blanco, íntegro, que el apellido de Don Blanco.
-Muéstrame lo que traes, te ha dicho por fin Don Blanco, y mira cómo saborea sensualmente la interpelación que acaba de hacerte. Y lo hace al tiempo con la lengua y los ojos.
-¿Dos sobres nada más? , te interpela de nuevo con una dulzura lujuriosa.
Pero ¡ojo¡, muchacho, negocia primero esos dos. Luego mete lentamente tu mano en el bolsillo interior del chaleco de tu moto, saca despacio…, despacio… los otros dos sobres y extiéndelos sobre la mesa fulgurante de blanco. A si Don Blanco experimentará una tortuosa delicia de espera.

Enseguida Don Blanco, con una fina y cortante hoja de aluminio que parece de colección, rasga de un tajo los lomitos de los cuatros sobres de oficio. Lo hace con la complacencia exquisita de los matarifes cuando abren las barrigas de las vacas. Enseguida fluye por el lado de los lomitos descuartizados, el resplandor cegador de unas tarjetas de crédito, unas doradas y otras plateadas y chorreantes y apetitosas como la carne roja de las vacas. Ahora, muchacho, atácalo, aprovéchate de su codicia sazonada de lujuria, pídele todo lo que puedas por esas láminas; de paso recuérdale que él no es el titular de las mismas, si no le da el cargo de conciencia de dejarlas limpias; sobre todo ten tú conciencia que si él tiene acceso a ellas, si se llena más los bolsillos, si se vuelve más criminal, es porque tú lo haz permitido. Sobre todo, muchacho, si no te importan todas las estupideces que te acabo de decir, porqué hurtas y acudes a una cita ilícita temblando como una niña, porqué entonces no te pones firme y cierras un buen trato…

Aunque las tarjetas eran de un buen cupo, el muchacho se subió de prisa a la moto con una suma miserable en el bolsillo, todavía temblando. Esta vez la suerte estaba de su lado; alrededor sólo vio el verde de los árboles y un parque de igual color. A través de la ventanilla de un carro de marca que pasó cerquita de él, oyó una voz confiada que le decía, “buen trato, muchacho”.



Seudónimo: John Edwin Isaac
Edad: 44
País: Colombia

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