Despertó agitado, tenso, sudoroso… Su corazón aún latía con fuerza, alterado por el perturbador sueño que unos segundos atrás le torturaba. Las imágenes de pesadilla escapaban de su memoria como arena escurriéndose entre impotentes dedos, pero los fragmentados y difusos recuerdos continuaban provocando un escalofrío a lo largo de su columna vertebral. Imágenes extrañas, como fracciones de una vida ajena; sucesos cuyo significado último se le escapaba, oculto tras una densa sombra, a semejanza de una anomalía en el cristal de un objetivo fotográfico que impidiera enfocar con claridad la figura en él encuadrada.
Un significado velado cuya aprehensión le atemorizaba más de lo que le incomodaba su desconocimiento. Inconexas percepciones de grandes masas humanas adorando a alguien -¿a él?-, atisbos de una transformación, de una metamorfosis tanto física como anímica, impresiones de un ser escondido del mundo en un castillo a la vista de todos, de un niño perdido que observa sin comprender a través del cristal de una cápsula protectora, de una burbuja de aire puro aislada de la hostil contaminación exterior.
Siente la acusación, el desprecio, la incomprensión, conoce el obsceno placer del linchamiento del ídolo caído, sufre la decadencia, la demencia, el pánico al paso del tiempo, a los otros, a la vida… De alguna manera sabe que existe un nexo, una explicación para tan extrañas sensaciones, e intuye que de algún modo se hallan a él unidas, pero no sabe cómo y no está seguro de querer descubrirlo.
Procura apartar esos negros pensamientos de su cabeza, fijando la vista en la habitación que le rodea. Una ligera inquietud, como una indefinida señal de alarma, le asalta: no reconoce el lugar donde ha despertado. Aunque ello, en principio, no resulte tan extraño. Las giras se alargan tanto, son tantas las ciudades donde actuar con los chicos, que es fácil perder la noción del tiempo y del espacio. Papá es quien se encarga de la logística, de contratar los hoteles, en fin, de todo eso.
Lo singular, lo que le desasosiega es que, por más que lo piensa, no es capaz de recordar el último concierto. ¿Fue la noche anterior? No… no está seguro. Además, cuanto más se fija más convencido está de no encontrarse en un hotel. Esto es la habitación de una casa… O más bien, de una mansión, pero… ¿de quién? Y aún hay algo más: pese a no reconocer los objetos, el color de las paredes, el tejido de las cortinas… Pese a estar casi seguro de no haber visitado con anterioridad este lugar… Por alguna razón le resulta inexplicablemente familiar, como si intuyera que, de alguna manera, aquella fuera en realidad su habitación. Pero eso no es posible, ¿verdad? ¿Cómo no iba a reconocer su propio hogar?
Cada vez más inquieto se yergue sobre la cama, sintiendo su cuerpo inusualmente pesado, torpe, poco elástico… Él, que sobre el escenario parece un chico de goma dotado de un don natural para el baile, inmune a los efectos de la gravedad o la inercia, maravillando al mundo con sus inusitadas coreografías. Ya en pie observa sus piernas, sus brazos, sus manos… y no logra reconocerlas.
Aterrado se dirige al enorme espejo que descansa sobre el escritorio temiendo lo que pueda descubrir en él. Situado frente a la pulida superficie con la cabeza gacha, y resistiendo el poderoso impulso de correr a esconderse en algún rincón muy alejado de aquella fría luna, lentamente, como si debiera resistir una incontenible fuerza contraria, eleva la mirada… y lo que ve en el cristal le deja helado.
Desde el enmarcado vidrio fijado a la pared le devuelve la mirada un rostro que no reconoce como suyo. En lugar de su familiar y ancha nariz de grandes fosas nasales, de sus mejillas carnosas, de sus labios abultados, del oscuro -casi endrino- color de su piel y de la densa maraña de su rizado cabello, una repulsiva máscara mortuoria aparece adherida a su cráneo. Una pálida faz de edad indeterminada y rasgos angulosos que parece brutalmente estirada sobre los ariscos huesos de su cara; una parodia de rostro de la que ha sido eliminada casi por completo la nariz y desde la que miran horrorizados unos ojos sin párpados. Un atroz rictus en blanco y negro: el cadavérico blanco de una epidermis imposible y el artificial negro de una alisada melena que parece trenzada por el cabello sintético de una muñeca.
Ante tal visión sus piernas amagan con ceder y la habitación se empeña en dar vueltas a su alrededor, mientras una sima abisal rasga sus entrañas, en algún indeterminado lugar entre el estómago y los intestinos, amenazando con devorarle por completo.
Ahora recuerda; por fin entiende. El tímido adolescente que una vez fue ha logrado emerger desde algún olvidado rincón de su interior para observar horrorizado el grotesco ser en el que se ha convertido. Pero lo que le resulta más insoportable, lo más doloroso, lo que provoca en él una pena infinita es que, aquella obscena parodia del niño que una vez fue, aquella insoportable distorsión del hombre que podía haber sido, aquella deformidad era en exclusiva obra suya.
de Ángel Revuelta
España
36 años
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