Lo de tajearme el cuerpo vino después. Cuando descubrí la forma de perdurar por siempre, de perpetuarme, no tener fin. Pero en la eternidad comencé a pensar de chico.
Poco después de cumplir los siete años, mi abuela, que vivía sola, enfermó y la trajeron a casa. Ahora sé que no era tan vieja pero para mis ojos de entonces era una anciana. La recuerdo con el pelo blanco siempre recogido en un rodete con una peineta de carey, una pañoleta tejida sobre los hombros, zapatillas de abrigo y vestida íntegramente de negro en un eterno luto que la añejaba aún más. Cada noche le armaban una camita a los pies de la mía. No vivió mucho más mi abuela.
Una tarde no se sintió bien y temprano la acostaron en mi cama. Tenía mucho frío, recuerdo que murmuraba, y después se durmió. Esa noche, para no molestarla a mi me acostaron en la camita que le armaban a ella. Mi abuela murió mientras dormía. Por la mañana me sobresaltaron los gritos de mi madre llamándola y agarrándole las manos. Tuvo la mejor de las muertes, oí decir a alguien esa tarde. Hasta ese entonces no sabía que había muertes peores y muertes mejores. Todas me resultaban terribles. Aún hoy. Lo cierto es que a la noche siguiente antes de acostarme me puse a pensar: ¿y si la muerte me buscaba a mí y sin querer yo la había engañado al cambiarme de cama? Después de horas de pensar y pensar esa misma madrugada armé un bulto con ropa, lo acomodé sobre el colchón, lo cubrí con la frazada y dormí sentado en el sillón. Y volví a engañarla. Mi plan dio resultado, por la mañana seguía vivo.
Fue así que cada noche, en mi afán por evitarla, empecé a dormir en un lugar diferente: sobre la alfombra, en el placar, en la bañera, dentro de los armarios, sobre la mesa, bajo las sillas, donde sea; y de vez en cuando, para despistar, cada tanto dormía una noche en mi cama y a la noche siguiente volvía a repetir los otros lugares, siempre alterando el orden anterior. Mis padres me llevaron a médicos, psicólogos, psiquiatras... Me dio igual, jamás dormí dos noches seguidas en el mismo lugar.
Han pasado más de veinte años desde entonces y hace casi ocho que ya no estoy en casa, lo sé porque desde que me trajeron acá, cada semana me hago un tajo en el cuerpo para llevar la cuenta. Un tajo a la semana, cuatro tajos al mes, cuarenta y ocho tajos al año. Trescientos setenta y siete tajos llevo; el último fue hace tres días. Me los hago con lo que sea, una piedra, un vidrio, un clavo, una chapa, un azulejo, y si no encuentro nada me arranco un pedazo con los dientes. A veces me atan a la cama o me encierran en cuartos acolchados o me duermen.
¿Lo de acostarme dos veces seguidas en el mismo lugar? ya no me importa. Desde que empecé a tajearme descubrí que soy eterno. Tan eterno como el luto de mi abuela.
de Garri
Argentina
44 años
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