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Mi Mayor Evita

El toque de diana reventó el dulce sueño de los agotados cuerpos que descansaban profundamente amodorrados en las alineadas literas de las cuatro compañías de infantería del personal de tropa hasta los dormitorios de la villa de oficiales en el Batallón 5to. Guayas; de la pesada noche que se extinguía finalmente interrumpida por el canto afinado de los gallos tenores, encaramados en lo alto de las ramas de los árboles frutales de las casas colindantes; de la guardia nocturna externa combinada entre personal antiguo y atolondrados reclutas, que entre cabeceos turdidos gesticulaban sordos y cansinos bostezos (los clases de menor grado, soldados y conscriptos antiguos dejaban a los reclutas la responsabilidad de la vigilia mientras ellos soñaban a ronquido partido o se iban de “vacile” con las peroleras nocturnas”).

La trompeta esparció por última vez su armonía marcial, anunciando que empezaba un nuevo día de trabajo, de instrucción de combate, de insultos mortificantes, de ¡carrera mar, animales! para luego ir –podridos de sudor- a tomar el desayuno con sabor a un espesoso concho de café pasado en un viejo e inservible colador que utilizaban sólo por costumbre los perezosos y obesos cocineros. Los panaderos, sudorosos, también se afanaban por entregar las decenas de panes que habían laborado la noche anterior encima de esas mesas patulecas por donde se disputaban a diario, los abundantes desperdicios de la faena, un hervidero de asquerosas cucarachas; ese era el preludio que se repetía comida tras comida. Era un asunto de locos lograr llegar a tiempo para alcanzar la comida del mediodía que se les atravesaba en la garganta con permanente sensación de vómito a los reclutas, pero el hambre apretaba la repulsión y poco a poco irían dominando su asco hasta tomarle gusto. Apenas si tenían tiempo para aprovechar los pocos nutrientes que degustaban, pues apresuradamente tenían que engullir la sopa caliente, el arroz caliente, la escuálida presa caliente y correr a los grifos de los largos lavabos a enjuagar con el chorro de agua las mantecosas vajillas que secaban en la tela de la camisa del mugriento y descolorido uniforme de campaña, mientras el clase de semana llamaba nuevamente a formación.

El toque de diana era como un bicho fastidioso que zumbaba en el pabellón auricular con necia insistencia, jodía, reventaba dentro del cerebro alterando la quietud del descanso. Fue entonces cuando comenzó el alboroto de la rutina diaria de las botas huérfanas; de las camisas estranguladas en nudos difíciles con lo que se distraían los centinelas al interior de las cuadras para no quedarse dormidos en sus rondas; de los ¡Putamadre, carajo! ¡Reclutas huevones, fifiriches! Que provenían del proverbial lenguaje militar del clase de semana que aprovechaba la confusión para repartir guachazos a diestra y siniestra; de la advertencia que caía con el golpe certero en cualquier parte del cuerpo ¡No regreses a mirar pendejo, hijo del burro! (¡A este me lo como afuera cuando salga de esta guevada! –El primer pensamiento que explota raudo en la psiquis del recluta- ¡Si, me lo como chucha! !Ya vas a ver...... cuando salga de esta guevada!).

Los conscriptos corrían apresuradamente en busca de la salida, atropellándose en esa hilera de apuro loco mientras terminaban de arreglar artísticamente -cual equilibristas- sus prendas militares, en la carrera.

Los reclutas de la compañía comando (nadie sabía porque se la llamaba de ese modo, pero en ella estaba el personal de varios servicios) se fueron alineando de acuerdo a su estatura y esperaron un poco más calmados ya, al clase de semana, mientras se refregaban los ojos enrojecidos, por última vez.

Un gordo alto, colorado, con bigotes chistosos y de cara maliciosa hizo su aparición, se ubicó frente de la hilera y empezó a ordenar ¡alinien... arrrrrrr, reclutas mal amansados, mamarachos! Y la hilera se movió como una serpiente asustada, contorneándose de un lado a otro, intentando la rigidez uniforme de una formación disciplinada ¡Atención... firrrr! Los cuerpos se templaron y los dedos de las manos apuntaron hacia el suelo como puntas de lanzas suspendidas. ¡Vista a la deeeeeeee re! Las cabezas hicieron un medio giro en dirección a los primeros hombres de las filas (algunos cuellos crujieron con el movimiento) mientras la odiosa voz del militar de cachetes rojos e inflados atronó nuevamente en el espacio ¡numeren... arrrrrrr!, Números veloces se desprendían de los labios de los reclutas... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, ocho, nue... nue ¡vuelta la cuadra hijos del burro, carrera mar! Al tiempo que los cuadrúpedos se desbocaban en loca velocidad alrededor de la cuadra para cumplir con la orden del uniformado ganadero.

Una y otra vez fueron enviados a galopar alrededor de la compañía (cuadra), el sudor empezaba a despertar agrios olores en las axilas de los reclutas, corría desde las sienes en líneas profusas hacia el cuello, por entre sus partes íntimas, los empapaba. Una y otra vez obedecieron las mismas ordenes, acostumbrados, desde luego, a ese maltrato psicológico diario, llevando en el interior de sus pensamientos cada uno a su manera, la forma en como se desquitarían allá, afuera, “en la vida civil” todas las humillaciones recibidas (promesas personalisimas que jamás se cumplirían pues la costumbre mata la motivación y las excepciones eran mínimas). Por fin, el grasoso cachetón colorado dio la voz de mando de ¡a la deeeeré... marrrrrr! Y los reclutas hicieron un medio giro a la derecha en dirección al patio central.

La voz roncona del Mayor Evaristo Panchis, comandante encargado del Batallón, borracho de serranía, de páramo húmedo y de imponencia se prendió como un chispazo eléctrico en el naciente amanecer custodiado de un poderoso sol que ya empezaba a quemar.

“Eva”, así lo llamaban a escondidas los oficiales de menor grado, estaba sumamente furioso, tenía los ojos enrojecidos por la ira y su cholo mechón de pelo necio al estilo hitleriano se le venía hasta la mitad de la frente. Se podía notar con facilidad las gruesas venas que se le inflaban en el delgado cuello cuando empezó a gesticular después de la ceremonia del parte diario (Eva, le había dicho su histérica mujer, Evaaaa -justo a las dos de la mañana- hay un ruido extraño en la cocina –insistió tanto que Evaristo tuvo que levantarse, rastrillar la pistola de dotación y seguir el rastro del ruido hasta el descanso de la escalera de acceso a los pisos altos del condominio de oficiales, fue allí cuando, a través, de la puerta de rejas sorprendió al clase y al recluta de la guardia exterior nocturna profundamente dormidos bajo el almendro-, un gato callejero pasó sobándosele por el pijama, estuvo a punto de dispararle), miró en dirección de la tropa; la guardia nocturna de los dos últimos turnos había sido sorprendida en un dulce descanso. Su cuerpo maduro y entrado en años adquiría una rigidez máxima, se esmeraba en componer la figura militar, los brazos un tanto hacía atrás, las manos ubicadas a la altura de los muslos, el pecho firme y la barbilla formando un ángulo disciplinado. Parecía luchar contra un ataque de ansiedad poderoso, su impaciencia le desesperaba, con el ceño fruncido agilitaba la recepción del parte, la lectura de la contraseña del día, el informe de plaza y ascensos de soldados y clases para el fin del semestre (Evita, Evaaaaaa –cuando lo llamaba así sentía un tibio ardor en los testículos-, que mismo pasó mijo; apura, ven Evita que me estoy muriendo de miedo –le repitió una y otra vez-).

El centro del patio quedó desierto, los oficiales una vez terminado el parte regresaron al comando de sus compañías a esperar las ordenes de su comandante; la formación dibujaba una disciplinada U que ocupaba los tres cuartos del patio o plaza de partes y ceremonias castrenses. Los clases de menor grado, soldados, conscriptos antiguos y reclutas en actitud profundamente silenciosa parecían pegados al suelo, clavados, por un peso martillante, desesperante, que los estresaba hasta el colmo.

El Mayor Evaristo se adelantó unos pasos, lentamente, repasando con la mirada una y otra vez la formación de la tropa, se detuvo y empezó a exprimir un severo y confuso discurso militar, Que ¡yo recuerdo cuando era apenas un muchacho, uno de mis profesores decía que la disciplina y la letra entran con sangre y hoy reconozco que tenía mucha razón! ¡Reclutas mal amansados, hijos del burro, nenas, mariquitas muérganos! Y él sentía que esos imbéciles conceptos e insultos insulsos le eran recíprocos por parte de sus agredidos subordinados.

¡Mis soldaditos de plomo también “rucos” en la guardia, dando el mal ejemplo a esta tarea de inservibles mariquitas civiles!. Los reclutas murmuraban en voz baja, en sus pensamientos más íntimos ¡Tu madre! ¡Eva, Evitaaaa, viejo gorila maricón!

Panchis se ubicó justo en el centro de la plaza de ceremonias, asentó los puños sobre los costados de su cintura y ordenó poseso de ira a toda voz ¡Todos los clases mayores ubicarse detrás de estos costeños maricas hijos del burro! Algunos sargentos de la costa sintieron un cosquilleo insubordinado a dos cuartas del ombligo, pero al fin eran militares y había una orden que cumplir.

Parecía que todo estaba listo en ese mismo momento para convertirse en una pequeña mañana negra, de pronto un mensajero se acercó hasta el mayor para llevarle un comunicado ¡Solicito permiso mi Mayor para hablar! ¿Si, que deseas? –Respondió ásperamente Evaristo- ¡Con la novedad mi Mayor que tiene una llamada urgente en la P1! –Contestó el mensajero- ¡Esta bien; Capitán Huerta hágase cargo un momento, vaya suavizándomelos un poco que ya regreso! ¿Entendido? –Enfatizó- ¡Si mi Mayor! la mueca morbosa del oficial subalterno se dibujo en el rostro como una máscara diabólica, al responder.

¡Permiso, me retiro mi Mayor! –El mensajero saludo con la punta de los dedos en la visera del casco, espoleó las botas en un golpe seco y sonoro; dio un medio giro y salió disparado a su puesto de guardia-.

* * *

El Mayor –sumamente contrariado- se dirigió a la oficina comando para solucionar el pequeño contratiempo. Lo hizo muy rápido, apenas pasaron unos cuantos minutos. Ya de regreso, observó al comandante (encargado) como se deleitaba propinándole golpes de puño en la mejilla de un recluta ¡haz pucho, muérgano! –Le decía el capitán a su indefenso subordinado, mientras a este le corrían gruesos hilos de sangre por la comisura de los labios de los fuertes golpes asestados- (un odio profundo se revelaba en el interior impotente del joven recluta).

Conscriptos reclutas y antiguos empezaban a sentir nuevamente el meloso sudor que les empapaba la piel después de un par de vueltas por detrás de las compañías y las oficinas que rodeaban al patio de ceremonias del Batallón. De los lados de las cabezas blancas y rapadas supuraba un liquido lechoso de las llagas hechas por el sol canicular de la mayoría de los días.

¡Capitán Huerta! –Le dijo el mayor Evaristo- ¡Prepare al personal de inmediato! ¡A la orden mi Mayor! -respondió el malicioso oficial-

¡Alinien... arrrrrrr! – sonó la voz del capitán, como un trueno, en el silencioso espacio de las miradas y pensamientos sorprendidos del personal de tropa de las cuatro compañías-.

Cada compañía formaba con el oficial de semana a la cabeza, le seguía el clase de semana con un tablero con mango (en la mano) cubierto por una funda plástica a la medida, en el que se introducía la hoja de partes; los clases por orden de antigüedad, soldados y luego los conscriptos. En el momento de los partes (en el patio de ceremonias), el clase de semana se colocaba frente a la compañía para anotar las novedades del día, luego lo hacía llegar al oficial de semana que se encontraba tras de él y este a su vez se dirigía al mismo tiempo con los otros oficiales al centro superior del patio donde se hallaba el comandante del batallón (titular) para la recepción del parte.

¡Numeren arrrrrrr!.... ¡Uno, dos, tres, cuatro... cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y seis! -Se equivocó un recluta- ¡Bruto, tarado, sáquenle la madre! –Murmuraron una multitud de voces iracundas- ¡Vuelta a las compañías, muérganos, carrera marrrrrr! –Surgió la orden rabiosa de la boca del capitán Huerta- ¡Alinien... arrrrrrr! ¡Numeren... arrrrrrr! ¡Vuelta a la compañía Comando, carrera marrrrrr!.

Por fin hubo orden, el cansancio empezaba a manifestarse en los cuerpos cansados de los reclutas que en diez días más se convertirían en antiguos; pero eso no era todo, se venía algo más fuerte, ellos lo sabían en su interior (habían aprendido en esos cuatro meses a percibir), sin lugar a dudas, cuando la cosa se ponía muy fea.

El Mayor Evaristo también percibía el miedo, la rabia impotente, la fatiga, la desesperación que reinaba en el personal de tropa (con excepción de los Cabos primeros hasta los oficiales) y sentía que la adrenalina del poder lo estimulaba hasta la locura (el comandante titular, el teniente coronel Carlos García se encontraba con licencia de quince días, era una alma de Dios). Colocó las manos a la altura de la cintura, abrió un poco las piernas hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados, escupió un par de veces y exclamó ¡Reclutas! ¡Ah, mis Reclutitas! Como si se tratase de una gran reflexión filosófica.

Había llegado el momento esperado (¡Eva, Evitaaaa, algo está haciendo ruido en la puerta del pasillo le había dicho su mujer a las dos de la mañana) en que los músculos de las piernas asumían una independencia total del cuerpo, temblaban, tiritaban. En el pensamiento miles de ideas disparatadas se arremolinaban ¿Qué nos irá a hacer este Evita? ¡Evitaaaa, tu madre que te parió, viejo maricón! ¡Eva, Evitaaaa, milico saco largo!

¡Trípode colocarse, muérganos reclutas! Las pobres cabezas rapadas se zambulleron en forma inmediata (los guachazos caían como lluvia en la demora) sobre las piedrecillas del piso que se incrustaban dolorosamente en el cuero cabelludo. La multitud de cabezas rapadas se movía de un lado a otro, buscando acomodo con el mechón sobreviviente de su cabello trasquilado, hasta quedarse sumisamente quietas; parecía que la sangre se convertía en un océano incontenible que buscaba salirse por los ojos, por la nariz, por las mejillas, por los sudorosos poros dilatados. En esa posición tenían la impresión de que las voces provenían desde un planeta distante; algunos cuerpos caían a los costados, encima de otros y volvían a la posición obligados por los latigazos de las varas con los que los azotaban los clases mayores.

¿Y ustedes soldados muérganos, que miran? ¡Vuelta al policlínico! ¡Vuelta a las oficinas comando! ¡Vuelta a la oficina comando! ¡Vuelta a la oficina de comunicaciones, carrera marrrrrr! -los soldados se iban de bruces, tropezaban en el tira y jala de la carrera con los cuerpos clavados de cabeza en el piso-.

Como se sufría en esa terrible posición, el rostro arropado de un rojo sanguíneo se templaba dolorosamente. Comenzó el relajo de los golpes traicioneros; de las puntas de las botas que chocaban contra los muslos firmes; que buscaban la suavidad de los flácidos estómagos de los pocos obesos reclutas; que se aplastaban contra cualquier parte del cuerpo empujándolos a cualquier lado en dirección del golpe; de los latigazos de las ramas que dejaban surcos de sangre en las abombadas carnes de algunos glúteos casi desnudos.

¡Ah, el trípode! ¡Evaristo, Eva, Evitaaaa, viejo muérgano, saco largoooo!

El dolor se hacía cada vez más intolerante, insoportable. El desmayo iba llenando el cerebro con un cansancio fatal, fatigoso, la voz del mayor vuelve a sonar ronca y burlona ¡Levantarse bellas durmientes! ¡Vuelta al policlínico, carrera marrrrrr! Y salieron como borrachos en loca carrera desde la saliente posición, pero con rabia, con ñufa, con ñeque, apretando los puños, gritando con el pensamiento ¡Serrano homosexual, Eva, Evitaaaa saco largo!. Sentían ganas de llorar interiormente esa impotencia que se encerraba pecho adentro con una dificultad maldita que les impedía la respiración normal, pero no se dejarían vencer ¡No, chucha, no!. Caían y levantaban del suelo, pies traicioneros aparecían de pronto y les cortaban el paso con salvaje violencia. Ya no había más reclutas, de allí en adelante no se lamentarían más; en esa mañana creció indudablemente su máxima hombría, ellos seguirían la tradición.

Así pasarían al Rancho, fuertes, agresivos; recordando a los débiles civiles que fueron, cuando bajaron desordenadamente desde los buses por primera vez hasta el patio militar.

* * *

Los buses militares y civiles fueron colocándose uno tras otro, la gritería de los jóvenes que venían a cumplir con el servicio militar obligatorio despertaba las huellas del ¡carrera marrrrrr!. Rostros felices, ingenuos o amalandrinados se asomaban con júbilo por las ventanillas, bromeándose, llamándose por sus chapas o alias, imaginando que aquella experiencia en las filas militares sería sumamente divertida.

Empezaron a bajar de los buses y fueron conducidos hasta el patio central, allí los recibió el Tnte. Coronel comandante del batallón, un hombre amable y disciplinado, blanco, alto de estatura, de dulces ojos verdes; les felicitó por su actitud cívica y delegó al capitán Huertas junto a un grupo de clases y soldados para que les indicaran las dependencias. Ellos (los reclutas) se sentían divinos, esto era buena nota; y mientras desfilaban, perceptiblemente ordenados, por las dependencias del batallón iban siendo interrogados ¿entendieron reclutas? ¡Sí! –Contestaban, con una afirmación displicente y monótona-. Al tiempo que las respuestas salían de sus gargantas inexpresivas y burlonas, un racimo de guachazos perceptiblemente molestosos que caían sobre sus cuellos acompañados de voces que los iban adaptando a la disciplina militar, les sugerían... se dice ¡Sí mi capitán, reclutas mal amansados! ¡Y todos hablan al unísono, civiles fifiriches!

La voz del tosco oficial preguntó socarronamente, por pura costumbre ¿Se encuentran a gusto, señores? Esta vez, la respuesta lejos de ser indiferente fue más bien temerosa y unísona pero aún débil ¡Sí mi capitán! Los guachazos volvieron a caer como lluvia torrencial sobre los desacostumbrados cuellos, la respuesta fue entonces explosiva, fuerte, ensordecedora ¡SÍ, MI CAPITÁN!

Muy pronto las cuadras se llenarían del olor pestilente a pezuña; a sudor hediondo; a maletas plagiadas; a bolsillos huérfanos; a almidón humano en las sabanas; a camisas estranguladas en nudos difíciles y a la desesperación irrefrenable de desertar; a ese deseo inevitable de que ¡me voy a largar un día de estos, porque ya no aguanto esta guevada!

* * *

¡Eva, Evitaaaa, contestó su mujer, al otro lado de la línea del teléfono, apenas tomó el auricular! El personal de tropa esperaba afuera, a unos metros de la oficina comando.

¿Eva, Evitaaaa, no estará castigando a los pobres reclutas, verdad que no mijo? ¡Verá mijo, le llamaba para recordarle que esta noche tenemos la reunón con esos de los Derechos Humanos...!

Evaristo asentó el auricular a un lado, hizo una seña cómplice al centinela y salió. La señora Panchis presintió (las mujeres tienen un afinado sexto sentido) que hablaba sola y empezó a llamarlo ¡Eva, Evitaaaa, contéstame! ¡No me dejes hablando sola; no seas pécora carajo! ¡Eva..... Evitaaaaaaaaaaaaaa!

¡Trípode colocarse, hijos del burro! ¡No faltaba más, reclutas muérganos! ¡A mi nadie me ordena que hacer! –Vociferó el Mayor-

¡Tú madrecita, milico mariconcito!........ -responde un pensamiento extenuado-

¡Eva, Evitaaaa, viejo pécora... maricón..... mandarina! –La saeta léxica de todos los reclutas emerge del contenido gris que está a punto de colapsar- !Evaristo, Evaaaa…… Evitaaaaaaaaaaaaaaaaaaa….. no seas tan putasssssssssss¡




de Seudonimo: Martín Relata
Página web: http://www.poetasypoesia.galeon.com

Huaquillas, El Oro, Ecuador
Edad: 45 años

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