Recién al verlo a lo lejos notó que nunca se había visto con Ramiro fuera de la oficina. Le llamó la atención que tenía un traje gris muy oscuro, o negro. Pensó que él no tenía traje negro o gris muy oscuro, que los trajes negros eran para actores de televisión, o para gente grasa, pero que de todas formas le agradaban, que en ningún momento se había planteado la posibilidad de ponerse traje, cualquiera fuera el color, y que debería haberlo hecho. Miró a su alrededor, y distinguió varios hombres de traje, pero no todos, ni siquiera la mayoría. Pensó que ya no era una obligación social ir tan formal a los entierros, que ya la gente ni siquiera va a trabajar así, salvo en algunos bancos. Volvió a mirar a Ramiro. Observó que con el cuello de la camisa el pelo de la nuca parecía más largo. Intentó acordarse cómo iba vestido todos los días a trabajar, para que no se notara el largo de su pelo, recordó que en el colegio secundario no le dejaban usar pelo largo, no podía sobrepasar el cuello de la camisa. En esa época siempre había tenido problemas con su pelo, o por tenerlo largo, o por tener piojos. Siempre que revisaban cabezas le encontraban. Intentó recordar con qué otra palabra sofisticada se solían referir a los piojos, no la recordó, pero sí que le resultaba graciosa, y que además se parecía a la palabra tuberculosis. Se preguntó si Ramiro habrá tenido piojos cuando era chico, por que también tenía mucho pelo. Mientras le miraba la nuca, a unos ocho metros y diez bancos de distancia, escuchó al cura nombrar a Ramiro. Pero no se refería a su compañero de trabajo, sino al padre, el finado. Pensó que no le gustaría llamarse igual que su padre, que tampoco le pondría Gonzalo a su hijo, que no le gustaban los nuevos nombres de moda, que no le venía ninguno a la mente en ese momento, solo nombres de mujer como Mía, Luna, Olivia, Abril, Zoe, India o Ema. Decidió que Ema sí le gustaba, de hecho si tuviera que elegir nombre para su hija la llamaría así. El cura seguía hablando, pero no podía prestarle atención. Nunca prestaba atención a lo que los curas dicen en sus sermones. Lo dicen de memoria pensó, y se preguntó si sentirán y pensarán lo que dicen, si el resto de la gente lo estaría verdaderamente escuchando, o si sólo hacían silencio. El cura terminó de hablar, se dio media vuelta y se fue. Ramiro y otros familiares rodearon el ataúd y lo tomaron de las manijas para empujarlo a través del pasillo. En un primer instante hubo una pequeña indecisión en cuanto a si debían girarlo antes de iniciar el recorrido, hasta que la mano mesiánica de un empleado fúnebre les indicó que no debía rotar, liderando al rebaño desconcertado. Gonzalo entendió entonces que no era aleatoria la orientación de salida del ataúd, y sonrió al descubrir otro génesis de dichos o palabras populares: "de acá me sacan con las piernas para adelante". Era un gran aficionado a este hobby, y repasó mentalmente uno de sus preferidos, el origen de la palabra bacán, ya que hacía mucho no la relataba a oyentes curiosos. Al finalizar la historia de ferrocarriles y holgazanes patrones ingleses con manos detrás de sus cinturas, el cortejo se le acercaba. No sabía bien qué hacer con su mirada. Pensó que las veces que estuvo al borde del pasillo de una iglesia habían sido siempre en casamientos, donde todos buscan la mirada triunfal de los novios. Pensó que si cruzaban miradas con Ramiro no sabría cómo reaccionar, ¿qué gesto pondría?, ¿lo saludaría?, ¿sonreiría? ¿le diría "lo siento mucho"? Con ninguna de estas opciones se sentía cómodo, pero si Ramiro llegaba a levantar la vista y mirarlo, y justo lo encontraba con su vista perdida seguramente no le gustaría. Dio dos pasos hacia atrás y se retiró de la primera línea, para evitar ese cruce incómodo.
Pasó el cortejo sin incidentes y se alineó solo al final, con la vista en el piso. Había mucha gente, caminó entre medio del pelotón observándolos. Pensó en cuántas personas asistirían a su entierro, en cómo se enterarían sus amigos de su fallecimiento, sobre todo aquellos con los cuales no tiene un contacto cotidiano. Probablemente los más cercanos se enteren de primera fuente, ya que quizás alguno de sus amigos esté con él en el momento de su muerte, incluso hasta podría morir con él. Pensó con quién le gustaría morir, si compartirían el entierro y en quien llevaría más gente. Todavía no podía resolver la cuestión de cómo se enterarían los amigos no tan cercanos, que aunque no los ve con tanta frecuencia les tiene mucho aprecio, y le gustaría compartir ese momento con ellos. Se le ocurrió que si tuviera una agenda telefónica de las viejas, las de papel, su madre pasaría hoja por hoja, siempre mojándose la yema de su dedo, y los llamaría uno por uno. Aunque la realidad es que lo mismo podría hacer con su teléfono celular, donde también tenía guardados todos los teléfonos, salvo que su muerte fuera en un accidente muy violento en el cual hasta este aparato quedara destruido. Aunque de todas formas podría utilizar el chip y ponerlo en otro teléfono, lo que no sería tan sencillo por que si mal no recordaba él y su madre tenían distintas compañías de telefonía celular, por lo tanto necesitaría desbloquearlo para poder usarlo, lo que sería una misión imposible dado, el escaso tiempo con el que contaría, y el fastidio que le daría luchar contra la burocracia de estas compañías, y lógicamente, el horno no estaría para bollos. Pensó en quién de sus más cercanos tenía su misma empresa de celular, pero aunque no lo sabía, no dudaba de que alguno la tendría. De hecho no era una mala idea averiguarlo, no por esto, sino para agregarlo en su plan de telefonía como un número amigo y pagar más baratas las llamadas. Pensó que estaba pagando demasiado de teléfono celular, que seguramente en Estados Unidos o en España debía de ser mucho más barato hablar por celular, que era sumamente injusto que en un país donde la gente además de ser más rica pague más barato los servicios, con lo cual era doblemente más rica, pero que son menos afectuosos que en Argentina, que cuando uno realmente necesita de un amigo no tiene con quien contar. Se preguntó si de acuerdo a esta lógica en España o en Estados Unidos los entierros serían menos concurridos. Pensó en los entierros de las películas, y notó que por lo menos en Estados Unidos los cementerios siempre tienen árboles, que las mujeres usan guantes negros largos, que la caravana de autos estaciona en la calle a no más de cincuenta metros de la tumba, que quizás en Estados Unidos los cementerios estén atravesados por calles públicas por que han de ser lugares públicos, lo cual avalaba la teoría de que tenían más plata y además pagaban menos por los servicios. Le agarró la duda de cuánto habrán pagado por enterrar a Ramiro Padre en un cementerio tan lindo como ese, de quién se habrá encargado de hacer todos los arreglos, de si habrán comparado precios, de si uno tendría ganas de ponerse a averiguar precios, de cómo reaccionaría uno si pensara que el precio que le piden es un abuso, de si tendría energías como para negociarlo.
Llegaron al lugar donde lo enterrarían. La gente formó un círculo al rededor de la tumba. Empleados del cementerio colocaron el ataúd sobre el mecanismo que lo descendería, repartieron flores a la primera fila del luto, y comenzaron a bajarlo, en silencio. Luego de que el primero arrojara su flor al cajón que desaparecía el resto lo imitó, en silencio. La madre, Ramiro y su hermana rompieron en llanto. Se abrazaron, en silencio. Gonzalo pensó en su padre, se imaginó a él en el lugar de su amigo, siendo su padre el que se sumergía a la tierra, y esta imagen sumada al lamento contagioso de Ramiro, provocaron que su rostro se frunciera en un pequeño espasmo de llanto. Esta imagen desapareció instantáneamente al advertirse llorando en un funeral ajeno. Rápidamente limpió el gesto afectado de su cara. Pensó que si bien a nadie podía llamarle la atención verlo llorar en esa situación, le invadió la culpa de estar usufructuando un funeral ajeno, derramando lágrimas por alguien que además de no estar ahí ni siquiera había muerto.
Los familiares comenzaron a recomponerse de su congoja, y los seres queridos se les acercaban de a uno a abrazarlos. Nuevamente le llamó la atención la similitud de ese momento con aquel en el cual la gente se acerca a saludar a los novios al final del casamiento. Pensó que debía acercarse a abrazar a su amigo, ya que hasta el momento no habían tenido ningún contacto. Se puso en la fila, detrás de dos o cinco personas, según el orden y la dirección hacia la cual Ramiro saludara. Esperó algunos segundos, hasta que le llegó endeble turno. Por supuesto tuvo que permitir que una señora le arrebatara el saludo. Pensó que debía ser de esas mujeres cincuentonas que en el colectivo o subte son capaces de atropellar, pisar y golpear a cualquiera con tal de conseguir un asiento. Finalmente sus miradas se encontraron, Gonzalo todavía no sabía bien qué hacer o qué decir.
- Gonza! Gracias por venir, en serio, no tenías por que venirte hasta acá.- Le dijo su compañero mientras se daban un fuerte abrazo.
- Cómo no iba a venir. – Respondió Gonzalo, agradecido de que su amigo hubiera dicho la primera frase, para que entonces a él no le quedara más que responderle su agradecimiento.
- Gracias, en serio, muchísimas gracias.
- No, que gracias. – Fueron las últimas palabras que se dijeron mientras duró el abrazo. Gonzalo pensó en que había otra gente detrás de él esperando su turno, y que a él ya se le había acabado el tiempo socialmente aceptable de saludo. Lo miró a los ojos y supuso que su amigo, aunque le seguía agarrando los dos codos en un medio abrazo, ya quería dar por terminado el saludo y proseguir con el siguiente. Así que se apresuró en finiquitar el asunto y le dijo: "Bueno loco, suerte, cuidate" mientras le palmeteó dos veces en el hombro. Se dio media vuelta y abandonó el lugar.
Dio unos pocos pasos y se preguntó si de verdad le había dicho "suerte, cuidate". No estaba seguro. En realidad si lo estaba, pero quería pensar que quizás le había dicho algo menos estúpido. Suerte con qué pensó, ¿y que se cuide de qué?. ¿Suerte con sobrellevar la muerte prematura y repentina de su padre? ¿Que se cuide de que no se le muera otro familiar, de que se muera él, de qué? Se sintió un verdadero idiota, y no podía parar de mortificarse con sus palabras poco apropiadas. Y como para aumentar más aún su martirio recordó que su infeliz frase había comenzado con "Bueno loco". ¿Por qué le habría dicho "loco", si jamás de los jamases lo había llamado así?
Se subió al auto, sintiéndose un perfecto idiota, odiándose, odiando los funerales. Decidió nunca más volver a uno. Salvo que fuera el de su padre, o el de su madre, o el de cualquier familiar o ser querido. O el suyo, claro. Pero en ese caso no se sentiría incómodo, sabría perfectamente lo que tendría que hacer. Pediculosis recordó, pediculosis era la ridícula palabra que usaban en el colegio para referirse a los piojos. ¿Habría sido Ramiro un pediculoso como él?
Autor: Matías Palacio
Nacionalidad: Argentino
Edad: 31
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