Miguel llamó esta mañana y sin rodeos me dijo que habías muerto.
Y a partir de ese extremo, siento como mi corazón desahuciado no tiene consuelo. Es que el pobre todavía no podía olvidarse de aquella tarde de nuestro encuentro, cuando la ramera existencia le cierra la única puerta por la que se asomaba cada tanto la esperanza.
Anocheció, por la ventana contemplo las luces de la ciudad de Córdoba, tan lejanas a mí como el amor de laura, la mujer que de manera casual y sin anunciarse previamente, sacudió el resto de la vida que me queda. Fue un aguacero de estío que empapó esa piel seca y pálida que me recubría antes de su aparición.
Si su vastedad fue a costa de mi cuadro de abatimiento o realmente ella era un serio camino hacia el amor, es la eterna pregunta que no voy a resolver jamás y que devorará mis horas hasta el hartazgo.
En el punto que nuestros hilos existenciales se entrecruzaron, yo deambulaba en un desierto sin estribos y cuando uno sucumbe ante la impotencia real que marca la soledad, se entristece, pero no siempre se da cuenta que está en problemas.
Solo quien supo de esos tormentos da fe de ello.
En esas tempestades de la vida, como si fuese un relámpago, el contorno de nuestra materia, ensaya eternamente una salida lógica para la desolación y tontamente instiga a su egolatría en la búsqueda de cuerpos a quien amar, agolpándose como tropel por las mismas calles, siempre distintas pero al final siempre iguales.
Y a su vez, la mente deambula concentrada, sin permitirse tregua, a pesar de la feliz resistencia que el sentido común imponga, especulando, invariablemente, con las místicas pero no menos irreales maneras de conectarse con una mujer.
Entonces las horas y los días se licuan en una monótona búsqueda tanto física como cerebral por amores y amoríos de primera o segunda mano y uno arriesga en cada sueño encuentros fantásticos con las hembras más hermosas, profundas y tiernas.
Yo, aún en mi desconcierto más austero, siempre soñé con ese encuentro magnánimo que elevase mi condición de miserable a un cenit solo logrado por los felices de alma. Pero mi ansiedad estuvo siempre atropellada por la déspota realidad y en vano fueron los sueños urdidos por toda la gama de mis etéreos sentimientos.
La presencia de laura fue el remedio a todas mis aflicciones.
Nos conocimos en la Falda, un pueblecillo entre la sierra, casto aún de salvajismos burgueses. Fue en una muestra de oleos, mi primera muestra, mi primer concurso y mi primera mención.
Nos presento Manuel.
Ella estaba acompañada por su deslustrado marido a quien no recuerdo.
Y en decir verdad en ese primer cruce, de ella recuerdo poco y nada.
Me viene al presente, cuando esfuerzo a mi memoria para revitalizar aquel momento, la figura de una mujer delgada, de pelo corto y con una piel blanquísima sentada en un banco como de plaza detrás de la figura de su hombre y estirando a cuentagotas la mano para contestar mi saludo y la voz de Miguelito en off resaltando, “Laura también es pintora” y mi humanidad asintiendo con un desidioso gesto aquella reflexión tan ajena a mi actualidad como el polo norte.
Es que la ansiedad de debutante no tardó, aquella noche, en apabullar casi por completo mi empalme con la realidad y entonces mi organismo flotaba en el ambiente desentendido del mundo que lo rodeaba.
Mas quiso el destino redimir mi desafortunada percepción de esa primera vez y a los pocos días me dio una segunda oportunidad para conocerla y para mi fortuna no deje escapar la ocasión.
El lugar escogido por la providencia, fue la intersección de las calles Belgrano y Del Valle apenas pasada la seis de la tarde.
Yo, solitario, esperaba el colectivo azul para ir justamente a lo de Miguel, cuando una silueta de mujer, sin ni siquiera pedirle permiso a mi fantasía, cruzando la acera se paró justo frente a mi sombra.
“Hola, te acuerdas de mi…” me dijo aquel ángel fantasma con una voz tan equilibrada que retumbó en mi ahuecada cabeza volviéndome a la realidad.
Contesté con un lacónico “Si, como no” mientras acomodaba mis ojos y mi mente ante tanta belleza.
Laura no solo era esa espigada figura de pelo corto y piel blanca que mi mente se esforzó por reconstruir cuando el recuerdo se transformó en presente eterno.
Laura, descubrí aquella víspera, era la dueña de ojos que desbordaba un celeste tan intenso como el mejor cielo cordobés del mejor verano y tenía una boca amplia que invitaba al mordisco constante de sus labios finos y sus pechos… sus esbeltos pechos que en aquella remera ajustada parecían enfrentar desafiantes al mundo todo.
Ella me hablaba de la muestra y de mi mención y algo dijo de Miguel, en verdad no recuerdo con lucidez el diálogo porque toda mi concentración estaba puesta en su figura, y en su voz rosada, en sus modos simples y elegantes, en sus silencios y en su sonrisa melancólica.
Lo que si recuerdo y hasta ahora lamentándome de que su evocación sea tan nítida; es de las horas que sucedieron aquel encuentro. Yo me olvide de mi cita y del mundo y no dude en acompañarla cuando me invitó a hacerlo.
Entró primero en una librería de Sarmiento y revolviendo los saldos se llevo un libro de poemas de Pablo Neruda, su autor preferido según me dijo; después la seguí por entre cientos de almas por la peatonal Alsina y terminamos sentados frente a una mesa de café en la esquina de Lavalle, ella tratando de cambiar al mundo y yo solo mi suerte.
“Me gustas cuando callas porque estas como ausente,
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca
Parecen que los ojos se te hubieran volado
Y parece que un beso te cerrara la boca.”
Me leyó, casi sin ojear, la página de su reciente libro. Mirándome directamente el alma, calando mi historia y cambiando definitivamente su rumbo.
Pasada las nueve, miro su reloj y excusándose volvió a su mundo.
Se despidió besando primero mi mejilla, tan cerca de mi boca que me fue imposible no sentir el ardor de sus labios… y después besándome en la boca, empapando mis labios con mieles de su boca.
No quedamos en volver a vernos, a pesar que se marchó con un “Te llamo” que sonó inmortal, mas allá de los murmullos cómplices, los silencios culpables, las miradas cortantes y los roces continuos de nuestras manos en esas largas horas.
Por su lado, mi imaginación maratónicamente construyó mil castillos en el regreso a casa.
Me dormí aquella noche abrazado a su mustiante sonrisa y creo que me desperté con ella la mañana siguiente.
Difíciles fueron los días posteriores.
En aquella nueva alborada, temprano, lo desperté por teléfono a Miguel para excusarme por no haber ido a su casa, pero no me animé a confesarle que me había cruzado con Laura. En definitiva creía que no estaba bien que el se enterase del encuentro por mi; si ella le contaba, yo a lo sumo asentiría con respetuoso silencio.
Mi dilema era dar con la dirección de su casa o teléfono, pues, aunque parezca mentira, ella se esforzó por mantener a ambos en secreto y dio vueltas cada vez que uno le preguntaba como volver a verla.
“Dame tu número que yo te llamo” fue su mejor respuesta y mi ego sucumbió ante la posibilidad de que esa bella mujer lo despertara un día con su voz. Pero el sol del nuevo día disipó las nebulosas de mis sueños y resalto la certeza de lo cotidiano y con ella, el martirio de la expectativa de aquella llamada se hizo inaguantable.
Mis horas se movieron dependiendo del sonido del aparato telefónico y cada vez que éste zurría su castigado timbre, mi ente todo se sacudía con emoción desesperada y en cada intento, y en cada revés, mi corazón dejaba un gajo de sí, tirado en un rincón de la casa.
Laura no llamó y pasado el tercer día mi ansiedad abandonó la espera tirando la toalla de la desesperación y consternado hasta el tuétano marque el número de Miguel para saber de ella.
Fue entonces que escuche azorado cuando pregunte por ti, mintiéndole a mi amigo sobre un supuesto concurso de pintura, que hacía dos días te habías marchado a Buenos Aires.
Peor me puse cuando me explicó que en realidad eras de Buenos Aires y sólo habías ido a Córdoba a firmar los papeles de una civilizada separación de bienes.
Recién después de ordenar mis desbandados sentimientos pude confesarle a Miguel de nuestro fortuito encuentro.
El, me comentó entonces, que solo te conocía de vista, pues si bien era amigo de la infancia de tu marido, hacia rato que no los veía y fue una jugada del azar encontrarse en aquella muestra de La Falda.
Después de aquella llamada sentí que lo nuestro había sido, ni más ni menos, que un malogrado ensayo de pirueta que intentó el destino.
Córdoba se empecinó en seguir siendo igual para el mundo entero, pero nunca más lo fue para mí.
Mis mañanas integras, cuando reunía fuerzas para levantarme, las pasaba trazando fantasmas de ojos celestes y bocas amplias, sonriéndome, siempre sonriéndome en telas muertas… e infinitas tardes, todas tristes, las pase peregrinando por la peatonal Alsina hasta el café de Lavalle, buscando el ángel de tu figura; y en largas noches abatidas, eche de menos tu presencia, recitando de memoria la cuarteta que me regalo tu boca.
Todo en vano, no se… quien lo dice…
No me animé nunca con vivir con la idea de perderte.
Mi corazón desahuciado abrigó siempre el consuelo de volver a cruzarte en cada librería, en cada concurso, en cada mesa de café.
Pero esta noche es diferente.
Cerrar definitivamente la idea de no verte es inejecutable y retroceder el tiempo, para vagar por las mismas calles, siempre diferentes… sería una torpeza del alma…
Quien sabe, digo y mientras desinhibidas lágrimas caminan por mis mejillas buscando suicidarse, abrazo en mi regazo los veinte poemas con los que Pablo pudo retener la esencia de amores perdidos y los releo hasta que mis ojos se quemen de dolor y hasta que la luz de Eos, caminando descalza por mi jardín, me aliente a seguir viviendo.
de Macció Roberto Omar
Nacionalidad : Argentino
Edad 52 años
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