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Las cuencas

Homenaje al arenero de Hoffman


Apenas las sábanas tocaron mi cuerpo lo supe. Algo era diferente en el conocido paisaje de mi habitación.

Aunque nada indicara que alguien hubiera tocado o movido los objetos, ellos irradiaban una vibración deferente.

Sin proponérmelo las palabras brotaron de mi boca—Que ridículo, dije, --suponer que alguien estuvo aquí.

Ninguna persona había entrado hacía meses a mi casa. Por decisión no invitaba a nadie.

Hacía rato que me molestaba la presencia de extraños en mi departamento.

Me arropé con la manta que había traído del norte, y me dispuse a leer aunque solo fuera unas pocas hojas de la novela que había comenzado unas semanas atrás.

Lentamente el libro fue deslizándose de mi mano, sentía como si un puñado de arena se hubiera apoderado de mis ojos, y caí en un profundo sueño. Algo raro en mí, ya que desde hacía unos años me costaba mucho conciliarlo.

La plaza estaba desierta, yo cruzaba el sendero del medio apurando los pasos, escuchaba otras las pisadas detrás de mí, sobre la grava crujiente. Casi corriendo pensé en despistarla. Estaba segura de que era una mujer, olía su perfume empalagoso a flores. Agitada y sudorosa desperté.

A la noche siguiente la misma sensación de que alguien había estado en mi cuarto me invadió, pero de inmediato pensé en otra cosa y dejé que ese sentimiento se esfumara mientras realizaba el ceremonial nocturno de la lectura. En breve caí nuevamente en el sueño precedido por esa sensación ardiente en mis ojos.

Me arrastraba por la arena húmeda tratando de huir de la playa, hundía mis dedos haciendo palanca para avanzar. Mis manos se lastimaban con los caracoles. Una figura femenina estaba casi tocándome. Su talle era breve, perfecto. Oía de cerca sus leves suspiros. Yo miraba fijamente sus ojos, dos cuencas oscuras, semejantes a la nada. Envuelta en un sudor frío y ensortijada entre las sábanas desperté.

La tercera noche no quise ir a dormir. Apelé a todos los artilugios para no hacerlo. Prendí el televisor. Acomodé la ropa, los libros. Ya cansada y diciéndome que el temor era una insensatez, me acosté. Casi de inmediato me dormí. Mis ojos eran dos carbones encendidos.

Subía por una escalera de caracol. El ruido del mar ensordecía mis oídos. Aferrada a la baranda de lo que parecía ser la pared de un faro, trepaba los escalones de dos en dos.

Mi corazón palpitaba deprisa, la mujer estiraba sus brazos queriendo alcanzarme. Con las manos crispadas a la manta desperté.

Estoy en mi cuarto. No pienso dormir, un termo de café me acompaña, aunque su aroma se apaga por la fragancia floral que invade la habitación. La mujer está delante de mí. Su blanco vestido compite con su palidez. No me resisto. Un sopor envolvente me lleva hacia el negro total de sus negras cuencas. La mujer me abraza. No tengo temor. Estoy cobijada en sus brazos de madera.


de Amaranta
Rosario, Santa Fe, Argentina

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