Mi amante me entregó una cajita con tres patas. En cada una un símbolo mágico destrozaba el corazón de quien mirara. Yo, no obstante el sentido de la vida, quise hacer con eso mi pequeño rito de iniciación. ¿Qué decir del ruido en la montaña del centro de la habitación? Cuando pude ver por debajo de mí misma recortada, los unicornios ya habían comido la mitad de mis rodillas.
Tuve que esperar hasta la segunda cena para conseguir un poco de aceite vegetal en mis pupilas. Sin embargo, todo lo que pude aventurar fue una amarga sensación en las costillas, como sonido histérico y hambre ancestral.
No fue fácil entonces levantarme entre la lluvia. ¿Quién hubiera dicho que mi piel tenía ahora la fragilidad de dos seres que apenas se conocen? Es cierto que las gotas caían y en mi rostro se iban dibujando las batallas de la humanidad. Es cierto también el temblor y la noche roja. A fin de cuentas, nunca quise tanto para mí y mis torbellinos.
Dejé que la voz de mi amante sonara por la casa, porque el tacto en aquellas situaciones provoca menopausias y hasta breve inanición. Aunque tampoco era obra del destino despertar sin mis uñas y en silencio. A fin de cuentas, no había mucho más en mi ofrenda desvelada. Con el breve encanto que aún quedaba en mi sonrisa la noche tiñó mi reflejo y el agua, en un esfuerzo sobrenatural, se transformó para hacer de mi presencia un lugar agradable. El resto es historia conocida.
de Luciana Martín
Argentina
27 años
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