Viernes veintiuno de diciembre. Raúl Amoroso llegó a su casa más temprano, sin prisa. Traía los regalos para Navidad.
Estaba contento, había cobrado más de lo que esperaba y quería compartirlo con su mujer. Sus vacaciones ya estaban financiadas.
Entró sigilosamente, para esconder los obsequios. Le había comprado algo que ella deseaba apasionadamente y no quería que lo descubriera.
Añoraba darle un fuerte beso a Marta, su esposa, para ratificarle el amor del día a día.
Al abrir la puerta del dormitorio la encontró con otro hombre en la cama, aquella que se había chamuscado con la interminable pasión y el desenfreno matrimonial.
La pareja, muy concentrada en el entrelazado juego amoroso, no se percató de su oscurecida presencia.
Raúl no dijo ni una palabra, no hizo ruido ni alboroto; se sentó en el ancho living y esperó que terminaran de revolcarse (así lo definía él).
Con el revólver en la mano y la calma de un asesino consumado, esperó a que salieran del dormitorio.
Pasados quince minutos, con rostro pétreo, escuchando gemidos y gritos, vio que la puerta se abría.
Encaró al tipo con voz fuerte y decidida: “pague a la señora el servicio y márchese antes de que esto empeore”.
El sujeto salió corriendo, a medio vestir, sintiendo que la parca le cosquilleaba los talones.
Antes de huir dejó veinte pesos sobre la mesa, todo lo que tenía encima, (o lo que pudo encontrar en ese momento de espanto, de pavor).
La mujer tiritaba de miedo, a pesar de la alta temperatura veraniega. Estaba aterrorizada esperando que el marido la abofeteara por sucia, ladina y adúltera. O algo peor, que la matara.
El hombre medía un metro noventa y pesaba noventa y cinco kilos; podía aplastarla como a una vinchuca.
Él no la tocó, no habló más durante todo el tiempo que el matrimonio sobrevivió. Siempre dejaba veinte pesos en la mesa cuando ella le servía la comida, cuando iban a la cama o en cualquier otra circunstancia servil.
Se nutrieron ambos de amargura, hasta que llegó el día: ella murió primero, con un balazo en el corazón; él puso el arma dentro de su propia boca y disparó.
Conocieron el rencor, que debe ser algo parecido a vivir en el averno.
Durante el tiempo que duró ese martirio no frecuentaron a parientes o amigos, por lo menos en forma conjunta. Todos conocían el traspié del engaño, esos datos siempre suben por el ascensor para llegar con mayor rapidez.
En el velatorio, Pedro Leguizamón, amigo de ambos, repetía lo que había expresado la prima Luisa, “la venganza amorosa es imposible” decía y desarrollaba.
- La venganza no sólo es imposible sino contraproducente, ya que llevada a cabo no hace sentir precisamente bien al agraviado. Es una victoria pírrica, sin corona, sin festejos.
Suponiendo que la venganza se logre temporalmente, se supone que para que siga la relación y nuestra desafortunada acción repercuta, tendrá que haber una reconciliación o replanteamiento de la relación amorosa y así, esa pequeña venganza sólo servirá para tener, de la otra parte, un perfecto argumento para importunar en la siguiente discusión.
Terció entonces Magdalena Ruiz, masajista de ambos: - Entonces, o habrá que pedir perdón o confesar que la venganza sólo fue un acto plagado de dolor y despecho, lo cual inmediatamente le quita poder y dignidad.
Palabras al viento, ni parientes ni amigos supieron jamás la verdad, ya que los argumentos esgrimidos eran válidos para otros casos, no para un crimen seguido de un suicidio.
-Lo extraño de todo esto- y me consta- es que Raúl, el doliente, no se fue con otra, agregó Pepe Molar, dueño del boliche de antigua frecuentación.
Así siguieron divagando, mientras Raúl y Marta volvían a la tierra, quizá para hablar, explicarse y reconciliarse.
Descansen en paz, amantes.
de Carlos Jaglin
País de origen: Argentina
Edad: 67 años
Página web creada por su participación en Letra Universal
No hay comentarios:
Publicar un comentario