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Vladimir Nabokov

(1899-1977)

Nacido en San Petersburgo en el seno de la aristocracia, se exilió con sus padres en Alemania huyendo de los bolcheviques. Estudió en Cambridge la vida de los lepidópteros (polillas y mariposas) y compuso la primera mitad de su obra en ruso, hasta que en 1938 comenzó a escribir en inglés. A la segunda etapa de su producción corresponden sus novelas más difundidas: “Lolita”, “Pálido fuego” y “Ada o el ardor”. El escritor Luis Chitarroni, tal vez quien más y mejor ha leído a VN en la Argentina, emprende un reflexivo recorrido por todas las novelas del gran autor ruso.

En un período que incluye a James Joyce, Marcel Proust y Franz Kafka, llamar a Vladimir Nabokov “el novelista del siglo” parece una exageración fanática. Puede ser.

De los nombrados, el ruso tiene dos ventajas de índole cuantitativa: es el que escribió más novelas, es el que vivió más. El beneficio corre el riesgo de sonar, tres siglos después del de las Luces, meramente cuantitativo. Hasta su muerte en 1977, Nabokov pensó que la famosa era Lolita, su personaje, que él era un oscuro escritor exiliado con un apellido casi impronunciable. Desde entonces, las cosas han cambiado tanto que hasta el siglo decidió imitarlas y ser el siguiente.


Escribir en ruso. En Mashenka (1926), su primera novela, el descuartizamiento del mobiliario de Frau Dorn funciona como esquema de la distribución y la estructura dramática. Primero, se cuenta el rechazo; después, el enamoramiento. La serie de particularidades no afecta el género (en este caso, “primera novela”), como el autor advirtió en el prólogo a la traducción al inglés de la novela, largo ejercicio de contrabando que terminó cuando el idioma se hizo uno. En Rey, dama, valet (1928) visita por primera vez el tema del adulterio, que estudió en tesituras diversas (la apoteosis, el cuento Primavera en Fialta). Es un relato límpido, perfeccionado por la miopía de uno de los personajes (oblicuo homenaje a Anna Karenina) y por la participación de la deidad antropomorfa conocida como el autor tras el disfraz anagramático Blavdak Vinomori.

Del mismo año, 1930, es El ojo, con su fatal desenlace “por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres” y el concurso de voces que se resignan a comparecer en una mesa espiritista (entre ellas, la de Lenin). Cínico y calculador, veintidós años más tarde, en La dádiva, Nabokov dará un paso al más allá en su asimilación del marxismo y pondrá en verso libre algunos párrafos de El capital (con el propósito, dirá, de hacerlo más legible).

A El ojo le sigue La defensa (1930), que es el paraíso y el infierno con escaques de Alexander Luzhin, un hombre obsesionado por esa forma de vida en blanco y negro donde se ocultan todos los matices del orgullo y de la denigración, no sólo intelectuales.

Glory (1932) –traducida como Tiempos románticos– es en cambio una fantasía ascendente con una fuga final imprevisible. Contiene cápsulas autobiográficas irrepetibles –la vida en Cambridge que Habla, memoria tratará con ligereza–, escenas fragmentarias de la vanguardia dejada atrás –el poeta Alexis Pan– y a uno de mis personajes favoritos: Archibald Moon, el profesor cleptómano que se ha robado Rusia para él solo. “La guerra civil era absurda para Archibald Moon: un lado peleando por el fantasma del pasado, el otro por el del futuro y mientras, silenciosamente, él se había robado Rusia y la había encerrado en su estudio”.

Las tres novelas siguientes son, además, solicitudes de supervivencia de un exiliado que alternaba las clases de box, la actividad de extra y el raro consuelo que muchas veces niega el ajedrez. Cámara oscura (1932), transformada después, para simplificar, en Risa en la oscuridad, divide de nuevo –mal– el triángulo amoroso. El amor es una sustancia parecida al veneno que sólo puede absorberse de a uno, uno que además debe quedarse ciego. Fábula adversa, deja asomar a una ex nínfula de la estatura de Lolita –Margot Peters, que en el cine encarnaría la deliciosa Anna Karina, musa de Godard– mientras el destino golpea la puerta de casa. Una vez adentro, cambiará todas las cerraduras. En Desesperación (1936), el escritor de San Petersburgo ajusta cuentas con un predecesor (a quien consideraba el más sobrevalorado del mundo, teniendo en cuenta que el mundo no era, a pesar de ambos, ruso): Fedor Dostoievski. El tema del doble y de la culpa se cruzan, sombras que uno sólo esta vez puede ver: el crimen como laboratorio y taller de la introspección (en el film que hizo Rainer Fassbinder con guión de Tom Stoppard, y que probablemente hubiera enfurecido a Nabokov, también Gógol deja su huella). Invitado a una decapitación (1938) anticipa con menores riesgos la gran novela malograda de Nabokov, Barra siniestra (1947), ya de su período norteamericano: vasto catálogo de temas que encontrará mejor cauce en relatos y poemas con la bendición de dos fantasmas de blancura imperturbable: Stéphane Mallarmé y Herman Melville.

La anécdota trabajosa de Invitado... tiene demasiadas palabras como para asemejarse a Kafka y a Buster Keaton, dos víctimas de admiración nabokoviana que utilizaban palabras e imágenes como si tuvieran la obligación de devolverlas al día siguiente. Algunas observaciones tal vez alcancen: la taxonomía humana a partir de las maneras de sacarle punta a un lápiz y la siniestra jovialidad del autor del acápite (pocas historias de VN tienen acápite), Pierre Delalande, el verdugo: Como un loco se cree Dios, nosotros nos creemos mortales.

La dádiva (1938) podría ser el libro al que todo gran escritor aspira. En ella convergen las espirales de las vidas imaginarias que uno se priva de respirar, los poemas que nos devuelven otras identidades verdaderas, la nacionalidad, el exilio, el amor y la muerte. Permiso para un leve sobresalto: es que Horacio Quiroga está contando las sílabas.

“La espiral es un círculo espiritualizado”, escribió luego el VN memorialista. Antes de despedirse de su amada lengua rusa, sin embargo, en un gesto en el que hace coincidir el apretón de manos y el encogerse de hombros, Nabokov ya había escrito en inglés La verdadera vida de Sebastián Knight (1941, por los tiempos en que Jorge Luis Borges se obstinaba en Pierre Menard y Herbert Quain), tarjeta de presentación en el siguiente país que le deparó la errancia del exilio, los Estados Unidos.

Belleza americana. El sedentarismo de su etapa norteamericana lo hizo engordar, ganar prestigio como profesor extravagante y escribir dos de las novelas por las que es posible acceder más fácilmente al universo nabokoviano: Pnin (1957) y Lolita (1955).

Pnin es un señor escrupuloso y tímido que enseña ruso, uno de los personajes más entrañables de la literatura: con su memoria, su humor, su dolor íntimo, su dramatismo sin desenlace. Para volverlo literatura, Nabokov apeló a un conocido –el profesor Szeftel, colaborador frecuente de Roman Jakobson en los Estados Unidos– y a sí mismo. Tras el mago de la percepción, el atleta del escepticismo y el deportista políglota, había también un actor de cine mudo capaz de tropezar ante la más chinesca de las sombras. Ese actor, parecido inicialmente a Harold Lloyd, terminó asociado a Robert Morley, aunque quien lo imitaba mejor fuera Peter Ustinov. En cuanto a Lolita, ¿qué decir del libro que convirtió la voz desafinada y descarriada de un coro de niñas en una misa solemne y única en la carretera norteamericana cruzada mil veces por Jack Kerouac?

Pálido fuego (1962), escrita en fichas rectangulares en un hotel suizo, es la apoteosis de la literatura: un poema de novecientos noventa y nueve pareados, preciosa paradoja, sobre el que proyecta la pérdida del reino que estaba para él un pedante literario sin límites, el temerario Charles Kinbote, alias “Carlos el bienamado”, primo político de uno de los transeúntes de Lolita, el proustiano Gastón Godin. Quien escribe confiesa que, aparte de su ejecución genial, es la novela más divertida del mundo.

Convertido en un hospitalario y nunca menos arrogante emigré internacional con residencia en el hotel de Montreaux, VN diseña y compone su novela más larga, la despareja y erótica Ada –o el ardor– (1969), pirámide o torre que amplifica y disuade el género epistolar, mezcla el álbum del coleccionista con los cálculos botánico/incestuosos de un dandy licencioso obsesionado con el tiempo –“La textura del tiempo” es el ensayo interior y termina de fundar –o empieza a fundir– la América de la madurez con la Rusia de la infancia. En homenaje al lugar común: digno broche de oro.

Sin embargo, los setenta y siete años de vida como tripulante de un siglo le permitieron a Vladimir Nabokov escribir otras dos novelas magistrales: Cosas transparentes (1972) y Mira los arlequines (1974), que tradujo con brillo Enrique Pezzoni.

Como muchas de la las novelas anteriores –Mashenka, Sebastián Knight, Lolita–, Cosas transparentes empieza con el nombre. El nombre del protagonista es Persona –Hugh Person–, y esa persona habita un mundo de transparencias que agota muchas posibilidades, muchas experiencias, desde memorizar la corta vida feliz de un lápiz de carpintero hasta importunar el nervio ciático de un editor enamorado que trata de ascender desoladamente la ladera de un monte nevado tras una musa engañosa e indiferente.

Finalmente, Mira los arlequines es una autobiografía estilizada, burlona de VN, que en este caso deja de ser el feliz marido de Véra y el padre de Dmitri para convertirse en un escritor mujeriego con una perpleja percepción del espacio: la enumeración de su obra se parece a lo que el lector ha leído, aunque los nombres todos han sido cambiados, adulterados (Lolita, por ejemplo, es En un reino junto al mar, verso de Annabel Lee de Edgar Poe).

Para otra ocasión dejamos los cuentos, las memorias, los poemas, los problemas y las obras de teatro.

Fuente: Por Luis Chitarroni, en Diario Perfil

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