de Marcelino Menéndez Pelayo
Brote del labio lo que el pecho siente;
Rompa su cárcel el interno fuego
Que nutrí con amor por tantos días,
Y devorando hasta el postrer rastrojo
Del seco campo de mi amor perdido,
Inflame el pensamiento
Con nueva luz, de dichas precursora,
Y el mundo del espíritu convierta
En realidad radiante de hermosura.
¡Cuánto tiempo pasó, sin que lograsen
En el centro del alma resonancia
Los himnos del placer y de la vida!
Y en la región de sombras encantadas
Y de flotantes sueños y quimeras,
¡Cuánta niebla veló la alzada cumbre!
¡Qué brava tempestad tronchó las flores!
¡Cómo enturbiaba su caudal el río!
Hoy siento que la vida
Llama a mis puertas en alegre coro;
Hoy reverdece mi esperanza muerta,
Hoy se agolpa en tropel mi hirviente sangre
Por un filtro genial vigorizada;
Hoy tienen para mí caricias nuevas
Las fuentes y las auras y las flores;
Hoy despierta mi espíritu abatido,
Más fuerte tras el duelo y la derrota,
Como retoña secular encina,
Cobrando esfuerzo doble
Del hierro mismo que mutila el tronco.
Dejadme bendecir la mano amiga
Que limó mi asperísima cadena;
Si aire de libertad de nuevo inunda
Mis sedientos pulmones,
Si aún puedo levantar la hundida frente,
Si aún soy señor de mí, dádiva es suya;
Suyo el recio valor que ella me infunde
Con la miel de sus labios persuasivos,
Y con el blando, irresistible freno
De su elocuente y clara inteligencia;
Ella me rescató, por ella aliento;
Dejadme que la rinda
Como triunfal despojo mi albedrío.
Nunca amé de esta suerte; ¿y quién negara
Admiración y amor a su hermosura?
Belleza no de estatua
En su divinidad alta y serena,
Mármol que extingue en castas desnudeces
El más osado impulso del deseo,
Sino belleza irresistible, humana,
Que no impera tan sólo
En las líneas del torso peregrino.
Ni se detiene en la gentil cabeza,
Ni en los anillos de la forma muere;
Halago que traspira
De su voz, de sus ojos, de sus venas,
De las místicas rayas de su mano
Y aun del ambiente mismo en que se mueve.
¡Oh, cuántos años de mi vida diera
Por respirar tan encantado aroma,
Por vivir de esa luz y de ese fuego!
¡Quién confundiera nuestras vidas juntas
Como dos gotas de la misma fuente,
Como dos cuerdas de la misma lira!
¡En su cauce orgulloso
Cuál resonara el pensamiento mío,
Si a acrecentarle con amor bajaran
De su espíritu egregio los raudales!
¡Qué mundos se abrirían
Ante mis ojos en los ojos suyos!
De oro y azul estancias fabulosas,
Nunca soñadas de alarife moro,
Alcázares de gnomos y de silfos,
Escondidos talleres
Donde el martillo de los genios suena,
Trémulos lagos donde hierve el oro,
Y un sol que centuplica sus ardores
Sobre el mezquino sol de nuestra esfera,
E infunde en nueva tierra y nuevos cielos
Una oculta virtud germinativa,
De nueva creación producidora.
Y a la luz de ese sol yo acertaría
A perpetuar tu nombre en mis cantares,
Cual hembra castellana
Nunca ensalzada fue, como aún respiran
Las doctas hijas de la antigua musa,
Como en Tibulo, Némesis y Delia,
Como en Horacio, la gentil Glicera...
¡Ven a alumbrar mis vigilantes horas,
A ser la sal de mi desierta mesa!
Te contaré mil fábulas sagradas
De amores de los hombres y los dioses,
Cuanto tejió la griega fantasía
En la serena juventud del mundo,
Hasta que al suave y poderoso halago
De tanta juventud y tanta vida,
Sientas hervir tu sangre generosa
Caldeada por la llama del deseo.
Junio de 1882.
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