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Hermes y Afrodita

Se separó ligeramente de lo que estaba comenzando a considerar su obra maestra y se llevó la mano derecha a la barbilla en un gesto mecánico que reflejaba un estado anímico de concentración. Por fin había terminado su Hermafrodita y se sentía plenamente satisfecho de su escultura. Cubrió la pieza con un lienzo de lino blanco y salió del taller con el propósito de buscar a Claudia y enseñarle su creación. Pensaba que por fin la muchacha de ojos verdes de la que se había enamorado accedería a ser su esposa al ver su escultura de bronce. Claudia se había mostrado esquiva diciéndole que no podía casarse con él hasta que su nombre comenzase a ser conocido en la bética como un escultor admirado. Mientras traspasaba el umbral de la casa de su amada una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios.
Claudia estaba sentada al borde del pequeño estanque en el que con la llegada del buen tiempo solían chapotear y reír las damas y que en pleno otoño estaba cubierto de nenúfares. Un esclavo tañía un laúd y una esclava peinaba lenta y suavemente el rubio y lacio cabello de la joven. Cuando Marco entró en el atrio con la sonrisa de triunfo que había esbozado al entrar en la casa, Claudia supo que por fin su pretendiente había logrado crear una verdadera obra de arte y sin poderlo remediar un intenso rubor se apoderó de su rostro.
Salieron de la casa de Claudia con cierta precipitación producto de la curiosidad de la chica. Marco la miraba con el orgullo del que sabe que pronto van a compartir sus vidas y en el fondo con el temor a que a su novia no le gustase su escultura de bronce. La joven iba a ser la primera persona que viese su obra terminada. Claudia giró su cuello y miró a Marco con unos ojos brillantes, al tiempo que cogió la mano de él y la apretó con la suya.
En el momento en que cruzaban la calle, repleta en esos momentos del día de gente y caballerías, los caballos de una biga se asustaron y salieron al galope. Claudia ni siquiera llegó a verlos y el golpe que recibió en la cabeza con uno de los cascos de las manos delanteras de uno de los equinos le impidió el darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Cuando Marco, arrodillado a su lado, se dio cuenta de que Claudia no vería jamás su escultura, lloró, y dos lágrimas recorrieron sus mejillas para morir en los labios de la joven.

Aunque había nacido en Córdoba, en plena judería, Carmen jamás había estado en el museo arqueológico de su ciudad. Desde que dos meses atrás se había mudado a un piso próximo a la plaza de las Tendillas, tenía en mente visitar ese museo en el que su padre había pasado largas horas de disfrute. Así que esa soleada pero fresca mañana de sábado salió de su casa con el propósito de ver en directo lo que su padre le había ido explicando a lo largo de mucho tiempo.
Recorrió entre interesada y distraída algunas salas hasta que la vio. Le faltaban ambos brazos y reposaba sobre una estructura de metacrilato. Se detuvo ante la escultura con una extraña sensación, como si hubiera estado toda su vida esperando a estar frente a ella. Acarició suavemente el bronce deteniendo las yemas de sus dedos sobre las mejillas de Hermafrodita antes de notar una intensa sensación de mareo. Se agachó y lo último que vio antes de perder el conocimiento fue una especie de nube que le cubría.
Despertó en medio de una calle sucia en la que los olores y las voces del gentío que la rodeaba le produjeron nauseas. Un joven sujetaba su cabeza y le acariciaba las mejillas. Al verle abrir los ojos, una gran sonrisa apareció en el rostro del chico y la ayudó a incorporarse preguntándole si se encontraba bien. Ella asintió con un gesto y miró a su alrededor sorprendiéndose de estar en lo que parecía el plató de unos estudios cinematográficos en el que se reproducía una calle de una ciudad del antiguo imperio romano. El joven sacudió las ropas de ella en un intento de limpiar el polvo que en ellas se había adherido y tomàndole del brazo la dirigió hacia la entrada de lo que parecía una casa. Una vez dentro descubrió que se encontraba en un taller de artesanos. Caminaron hasta una pequeña sala en la que sobre una tarima, un lienzo blanco cubría lo que parecía ser una pequeña estatua o acaso una escultura. Antes de que su acompañante quitara el lienzo, supo que debajo del mismo estaba la escultura de Hermafrodita. En todo su esplendor, con brazos y sobre una base de mármol. Durante unos segundos todo perdió importancia, solo existían ella y la escultura. Luego el joven la acompañó a una estancia en la que había un diván en el que la ayudó a tenderse. Se sentó a su lado, y le tomó la mano con ternura. Se durmió pensando en lo agradable del sueño.
Cuando volvió a despertar se encontraba en el suelo del museo. Varias personas se habían arremolinado junto a ella y uno de ellos que parecía tener el mando de la situación pedía que dejaran espacio. Cuando al fin se levantó tranquilizó al hombre que le había ayudado diciendo que solo había sido un desmayo porque a veces tenía la tensión muy baja y salió de la sala y luego del museo con la sensación de que durante el sueño en el diván, había hecho el amor con el joven escultor.
Mientras entraba en su casa se preguntó con una sonrisa si algún día nacería en la Córdoba actual el hijo de un escultor nacido casi dos milenios atrás. Pensó de nuevo en el hijo de Hermes y Afrodita que había visto con brazos y sobre base de mármol.



de Guillermo de José Cencillo
España
56 años

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