Biografía de Escritores Argentinos Headline Animator

Atropo

Chaqueta negra, abrigo negro, pantalón negro, alma moribunda, sombra en la cara. Vida desdichada, lagrimas, gente que te besa, actos sin sentido. Culpa, sentimiento de culpa. La vida se te atraganta, ya no sientes nada solo pena. Una pena grande, inmensa, ya no te quedan lagrimas. Todo se desvanece ante tus ojos, nada tiene sentido, tu realidad cambia, y no te gusta. Ella o el ya no esta, no volverá, vienes de un funeral. El cementerio ha abierto nuevamente sus entrañas para recibir tu ser querido, o quizás lo guardes en un jarrón, y este permanezca cerca de ti. El cuerpo en cenizas siempre por allí, vives con un muerto, con un trozo de carne que ya no es carne ahora solo es polvo oscuro. Abres el tarro o el jarrón y el o ella no esta allí, esta pero no esta. Ya no existe, tu estas, pero él o ella no. Tardas en encontrarle sentido a todo, algunas más otros menos. Se acaba superando, aunque tienes tus recaídas. Hagas lo que hagas, tu vida sigue, puedes evitarlo. Puedes acabar con tu vida, pero no lo haces, da igual que lo hagas. Él o ella no regresara. Miras sus cosas y no aguantas las lagrimas. Ves esa camisa que ya no se pondrá o su película favorita. Tú la disfrutaras, él o ella no. Sigues sin entender nada, sabes de la existencia de la muerte desde que naces y cuando te la encuentras de cara no te la esperas. La culpa, esa frase siempre perenne en tu cabeza que empieza “si yo hubiera.....”. No te das cuenta que esos “si yo hubiera.....” carecen de importancia. Ya no puedes hacer nada. Nada tiene remedio. Todo esta hecho para esa persona por mucho que la quisieras o amaras. Ya no hay remedio. No pierdas el tiempo, quizás alguien te llore pronto, quizás te lloren dentro de mucho. Pero te lloraran. Prefieres aferrarte a los muertos o a la vida. Tú decides, solo tú. El muerto ya esta muerto, no puedes cambiarlo. Tú estas vivo o viva. ¿Por cuánto tiempo? Yo no lo sé, tú tampoco.

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No era de noche, aun no había comido. Hacia días que no conseguía que la comida entrara bien por su garganta. Tenia hambre, pero no ganas de comer. Regresaba a su casa, que a duras penas reconocía entre tantos objetos que ahora habían perdido todo o el poco sentido que tenían. Ya nada significaba gran cosa. Ni se quito el abrigo. No tenía ni frió ni calor, solo una extraña sensación, lo que su madre de pequeño le decía que se llamaba mal cuerpo. No se quito ni las gafas de sol, le dolían los ojos. Apago alguna luz que otra y se quedo tan solo con una bombilla. Se despojo del antipaz que desvelaba su humanidad. Arrojo las gafas al sofá. Dejo caer el abrigo en el suelo, que importaba ya. Fue a la cocina, llena de recuerdos y fotos. Olía raro, no sabia que era. Miro un poco por la casa y descubrió el misterio. Una olla llena de carbonizado guiso se lo desvelo. Ya ni se acordaba se había dejado la olla puesta. Ese día cocinaba él. Ya no cocinaría más para ella. Ya no haría nada más para ella. Apago el fuego, y dejo la olla justo donde se hallaba. Que más daba cambiarla de sitio. Que más daba nada. Abrió la nevera, empezaba a encontrarse mal. Necesitaba comer, empezaba a estar mareado. Cogió algo de aquí, algo de allí, una fruta quizás. Todo alimento se hacía una bola en su boca, la bola crecía y crecía. Por mucho que masticara la bola seguía allí, y crecía. Bebía agua, volvía a beber, la bola seguía allí haciéndose dueña de su boca. El tiempo, el agua y que él masticara continuamente ayudaron a que la bola acabara desapareciendo. Logro tragarla, y vuelta a empezar con otra bola. Bola tras bola consiguió comer algo. No recogió nada, le daba igual. Quería acostarse y desaparecer en esas horas que te da el sueño. Desaparecer durante mucho tiempo. Tardar en aparecer o no aparecer. No tener que volver a escuchar, “ mi pésame”,“ no somos nadie”, “ lo siento mucho”, “con lo buena que era” o cosas así. Estaba harto, cansado. Estaba y no estaba. Deseaba no estar. Quería estar con ella, ella no estaba. Ahora yacía en un cementerio, las entrañas de la tierra se abrieron para que fuera depositada. Cuando la tierra es abierta para alguien, ese alguien no regresa. Ese alguien queda allí junto a otros alguien. Y ya no regresan, todo queda en la nada. Una nada solo conocida por ellos, a la que todos temen, algunos incluso desesperan por ella. La nada inmortal o la nada incierta.

Entro en el dormitorio. Miro en una estantería y agarro como si de su vida se tratara un álbum de fotos, dentro una vida de recuerdos. Ya no pondría fotos nuevas de los dos. Todas las fotos ya estaban hechas, no habrían más. Ni recuerdos nuevos, tan solo le quedaba desgastar los ya existentes. Nada más. Pero sabia que en algún momento la realidad seria confundida y difuminada por los años que tenían que llegar. Miro una foto, la saco y se la llevo consigo. En ella únicamente la imagen de la amada fotografiada mientras se dejaba llevar por sus ideas. Se puede decir que era la amada en toda su pureza. La radio que cada mañana ponía a toda voz seguía en su lugar. Como si nada hubiera sucedido. Todo en aquella casa continuaba igual, intacto, inmóvil, en la quietud de un impactante silencio que antes no existía. Encendió la radio en el intento de dejar de pensar. No conseguía dejar ninguna emisora. El día era de tormenta, pero no llovía. En los días así solían salir y ver los rayos. A veces hacían fotos. A ella le encantaban esas cosas que hacían del mundo algo emocionante. De pronto entre las interferencias se escucho una voz que le dejo pegado en la silla. La voz decía su nombre, constantemente. Era una voz que parecía salida de algún inframundo. Era la voz de su amada. Y le llamaba. La voz sólo decía su nombre: “ Roberto”. A veces parecía solo un susurro, otras un jadeo, en ocasiones un murmullo que se confundía con las interferencias, una que otra vez se oía perfectamente, un grito alguna vez parecía. Incluso en algún momento él creyó oírlo en tono de suplica. Era inquietante, esa voz moribunda llamándole en la soledad de una habitación que poco a poco caía en las sombras. Al escuchar la voz por primera vez, algo extrañamente familiar le hizo dejarlo y no tocar más el tunning de la radio. Se creía que empezaba a caer en la locura cuando se dio cuenta que aquella era la voz de su amada. No entendía nada. No quería creerlo, se levanto y ando de un lado a otro. Por un momento la voz pareció desvanecerse, corrió hacia ella y ya no se despegó. Le daba igual que fuera aquello, que se tratara de algo real o irreal, no tenía importancia. Aquello pertenecía a su amor perdido, y no podía, no debía dejarlo escapar. Ese atisbo de existencia. Pensaba que se quería comunicar con él, que no estaba bien. Algo pasaba. Cada vez que acababa de decir su nombre esperaba insaciablemente la llegada del siguiente Roberto. Con cada Roberto él tenía la esperanza de poner oír un mensaje del más allá que dijera algo, lo que fuera. Algo, tan sólo algo. Permaneció en la silla, algo le pegaba a esa extraña conexión. No quería perderla, dejarla, abandonarla. Permanecer junto a ella era su mayor deseo, si algo así sucedía era por algo. No era por casualidad. No podía ser una creación de la mente, era real. El no había perdido la cabeza, la pena era inagotable, pero no la locura no llegaba aún.

La incasable voz continuaba llamándole, las horas pasaron...... el día acabo y dio paso a la noche. La habitación permanecía en penumbra. Solos la penumbra, la voz y él. Solos en intimo contacto. Una seria de indescriptibles sentimientos se daban en su cabeza que no sabia si dejarse llevar o atormentarse. El hambre dejaba de existir aunque renaciera una y otra vez. Al sueño lograba sobrevivir como podía. Y la noche paso, y noto en el ambiente los matutinos rayos solares. El hambre reclamaba atención, no la recibía. El sueño gritaba a los cuatro vientos que viniera a él. La voz seguía sonando, él allí. Ciertas necesidades llamaron a la puerta de su atención con insistencia. A esas si hizo caso. Fue corriendo al baño y regreso en un salto, el miedo ante la perdida de aquella misteriosa conexión le recorría todo el cuerpo. Regreso y aun estaba allí. Respiro tranquilo, con él llevaba un cubo para posibles necesidades y algo de agua. Aun pensaba en la vida. Aun no se le había olvidado que estaba vivo. De nuevo le sorprendió la noche, y el día y otra noche y otro día.

El cuarto día, escucho alguien que llamaba a su puerta. Primero sonó el timbre, despacio, rápido insistente. De pronto recordó que el teléfono había sonado. Alguien llegaba a molestar a meterse en esta nueva vida que llevaba escuchando la constante voz. Que ya se oía como una tímida canción de antaño. El timbre dejó de sonar. De nuevo la tranquilidad. Pero no había acabado allí. Alguien, algún vecino seguramente dejó pasar a la persona de la que todavía no conocía su identidad. Sonó de nuevo el timbre, esta vez el de la puerta. Cada vez sentía a ese ahora extraño mas cerca, pensaba que el final de lo que ahora era su vida llegaba a su fin. No quería que aquello sucediera. No, aquello no podía pasar. No era posible. No. No. No. No. No. No. No. Era pronto, nadie tenía derecho, nadie lo entendería. No.

Como Roberto no contestaba al timbre, se comenzó a oír como aporreaban la puerta. Roberto no contestaba sentía el miedo, la resolución fatal en cada poro de su piel. Alguien empezó a gritar, su hermana era la intrusa. Ella no lo entendería. La hermana gritaba que le abriera la puerta, le hacia preguntas como: ¿Estas bien? ¿ Por qué no contestas? ¿ Te pasa algo? Y cosas así .... finalmente clamo al cielo medio llorando y hablo de llamar a la policía o a la ambulancia, los bomberos. Roberto al oír aquello decidió que tenia que hacer algo, su hermana era una cosa pero la policía, la ambulancia, no, no podían entrar en aquello. Quizás su hermana lo entendería. Abrió la puerta, el aspecto de Roberto denotaba la vida que había llevado en los últimos días. Su cara antes de un alegre y atractivo color, ahora estaba blanca, pálida como la de un murto. Las ojeras de apoderaban de gran parte del rostro, las mejillas tenían un extraño color blanquecino. Su ropa, él olía mal. La casa apestaba a cerrado a no sé qué. El pelo sucio y repartido en aceitosos mechones. Era una pena verle, antes alto, fuerte, guapo. Ahora encorvado, débil. Casi se tambaleaba. Los labios secos, hambrientos. Y en cara un sentimiento nunca visto antes por su hermana en la cara de Roberto. Era tan irreconocible aquel sentimiento en la cara de su hermano, que no sabia que le ocurría. Ella que lo había cuidado tantas veces, ella que había sido el confesionario de las cosas malas y buenas que Roberto hacia. Si algo sabia era que estaba atormentado, eso lo entendía. Su hermano necesitaba ayuda urgente o lo perdería. Entró como un huracán en la casa. Abrió ventanas, y recorrió la casa. Entro en el dormitorio donde el se encontraba escuchando la voz. Entro allí y al ver el cubo, su hermano en la silla casi venerando una radio. Se aterrorizo, aquello no podía ser posible. Respiro hondo muy hondo. De un gesto rápido desconecto la radio. Se apago. Roberto creyó que su mundo se acababa, le arrancó el cable de la mano. Casi le hace sangre. Roberto vio el abrecartas y en un segundo atravesó a su hermana con él su largo cuello. Su hermana alucinaba, ¿en qué se había convertido su hermano? ¿Qué había pasado allí? Su hermana calló muerta mientras se agarraba la garganta que quedo rodeada de un charco de sangre. Él enchufó corriendo la radio, busco y busco la voz entre emisoras e interferencias.


de Ainhoa Bárcena Escarti
País: España
Edad: 24




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