En el tomo dos de la novela “Los miserables”, libro que adquirí en una subasta la semana pasada, encontré intercalado entre sus páginas un par de hojas manuscritas en idioma italiano que traduzco y transcribo a continuación:
“Tanto la luz de la mecha del candelabro que en este instante ilumina las hojas y las letras que escribo, como el resplandor incesante del sol que fluye durante el día, fueron alguna vez los responsables de la claridad necesaria para poder apreciar la realidad que nos rodea. Hoy, ya viejo y atestado, vencido por una tos que de mi pecho arranca esputos mezclados con sangre, la oscuridad, la verdadera oscuridad me acecha y me condena sin piedad. (No sé por qué utilizo la palabra piedad, ya que ésta no existe, pero si analizo muy a fondo la situación caeré irremediablemente en la conclusión de que muchas cosas no existen o, mejor dicho, si existen, carecen de sentido absoluto, por lo cual voy a tratar de limitarme a decir lo que tenga que decir sin demasiadas interrupciones, si es que puedo.)
He dicho que la oscuridad se ha posado sobre mí, y no estoy alardeando ni mintiendo, desde hace cientos de días sólo me limito a esperar la muerte, que por cierto es el único destino. Muchos darían lo que no tienen por saber lo que yo sé, otros darían lo que no pueden dar por demostrar lo que creen, varios darían su propia vida por creer en algo, yo daría mi vida, la de mis hijos, los corderos, el caballo, mi deteriorada casa, mis tierras, el cuchillo cuyo mango fue tallado por mi bisabuelo y que guardé mucho tiempo celosamente en el fondo de un cajón, las monedas antiguas, el mortero de madera que elaboré siendo niño con la ayuda de mi padre, hasta daría el beso de la traición si pudiese volver atrás para evitar esa revelación y vivir los últimos años de mi vida de otra manera.
Dicen que detrás de las colinas, la avaricia, la codicia, el engaño, la mentira, la maldad y cuanta lacra se nos ocurra, corroen continuamente a los hombres, pero eso no es de ahora, en la época de Moisés ya existían tales atributos; desde que el hombre es hombre, traiciona, mata y se rinde ante la tentación, lo cierto es que nunca pudo enderezarse y está muy lejos de hacerlo, lo terrible es que lo logre o no lo logre, sea cual sea el resultado, el problema nunca será resuelto, y es más, está muy lejos de requerir una solución. El problema existe, está y punto; no hay salidas, y si las hay, ya no tiene sentido que las haya.
Más de una vez me he preguntado la razón por la cual no se quiere revelar el contenido de la carta que la Virgen de Fátima ,a través de una aparición, le hizo escribir a una pastora, la cual luego le llevó el misterioso documento al sumo pontífice. De hecho, creo que si alguna vez se da a conocer el contenido, éste no será el verdadero. Comprendo la decisión de mantener el silencio, de apostar por el impedimento; la comprendo no por el hecho de saber lo que dice el texto, sino porque me ha tocado llegar al mismo punto. Ciertas revelaciones supremas deben morir con quien las ha percibido. Me han llegado a través del tiempo distintos comentarios sobre el tema y uno de ellos asegura que la expresión en la cara del Papa que abrió el sobre y leyó la carta fue de espanto; yo diría que fue de pánico y desconcierto, el mismo gesto que alguna vez yo engendré y que (creo) volveré a formar segundos antes de mi muerte.
Miles de veces me he preguntado: “¿Por qué, por qué a mí? ¿qué he hecho o qué no he hecho para merecerlo?” La pregunta carece de respuesta, la verdad es dura y sometedora, a veces los ojos me pesan pero no quiero cerrarlos, otras quiero cerrarlos para que no me pese la conciencia.
Recuerdo claramente aquel día. Estaba en la parte trasera de la casa degollando un cordero, la sangre bañaba mis manos y oscurecía el verde de los pastos. Por un instante sentí la inevitable necesidad de levantar la vista, y allí estaban ellos, inmutables, observando mi accionar sin pronunciar palabras. Los tres estaban vestidos con ropas del mismo color y mismo corte, uno de ellos tenía un libro entre sus manos y parecía apretarlo con energía, los otros dos escondían sus manos entre las prendas. Arrojé el animal muerto al piso, dejé caer el cuchillo al lado de una cubeta con agua en donde seguidamente me lavé las manos. Ellos querían hablarme, yo de alguna forma ya lo había intuido, por eso dejé mis actividades y los hice pasar a mi humilde morada.
Con asombrosa facilidad comenzaron la tarea por la cual habían recorrido miles de kilómetros soportando sed, hambre y sorteando todo lo que se interpusiera en el camino. Ellos, quienes dijeron ser teólogos, sólo podían decirme la verdad si primeramente yo les daba mi consentimiento; ese instante fue clave, mi empedernida obsesión por saber la verdad me condujo hacia una luz tan intensa que rápidamente me dejó en las tinieblas. ¿De qué sirve ser dueño de algo que uno no puede alcanzar? Lo extraño es que no necesitaron más que el lenguaje para convencerme de que lo que estaban diciendo era la verdad absoluta. Cada palabra era exacta e irrefutable; combinaban, entremezclaban y perfilaban una tras otra de una forma perfecta e irrepetible, hasta formar frases que yo asimilada asombrosamente, y aunque a veces me hablaban en un idioma para mí totalmente desconocido, yo podía entender lo que ellos me comunicaban. Mi padre solía decirme: “Nunca subestimes el poder de la palabra”. Ahora entiendo lo que me quería decir; ahora sé que no hay acontecimiento sobre la tierra (y me atrevo a decir sobre el universo) que pueda superar esa terrible declaración que los teólogos me brindaron aquel día.
Soy consciente que aunque quisiera revelar el secreto no podría hacerlo. Puedo recordar claramente lo que esas personas me han dicho, pero no puedo recordar cómo me lo han dicho; de todos modos la revelación fue tan precisa que obviar aunque sea un monosílabo alteraría el contenido por completo.
¿Por qué me han elegido a mí? ¿Por qué?
Tal vez no sea el único en saberlo, pero al igual que yo, quienes hayan corrido la misma suerte tendrán que llevarlo como un peso hasta la tumba. Pero lo más aterrador es saber que indudablemente todo lo que he escrito hasta el momento en estas hojas, es y seguirá siendo extremadamente inútil.
de Gonzalo Martínez
San Francisco, Córdoba
PAIS : ARGENTINA
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