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Castillos de naipes

Teniendo en cuenta el estrepitoso pudor que sentía Paula al tener que realizar cualquier tipo de discurso en público, no era de esperar que esto sucediese.
Alrededor de las diez de la mañana el anfiteatro de la facultad de filosofía estaba desbordado de alumnos de primer año, ansiosos murmullos retumbaban la inmensa sala que albergaba a los futuros eruditos, era la primera clase de dicha carrera, ninguna de todas las personas que estaban sentadas hasta en el suelo se conocían, se oye un portazo, un hombre mayor ingresa al aula, sube al estrado y reina el silencio en el lugar.
Sin saludar informa que llamará al azar a un estudiante para que este frente a la multitud “comente” que piensa acerca de la vida. Sin duda esto era un propósito para su satisfacción personal y nada tenía que ver con el objetivo de la currícula, pero así estaban dadas las cosas por el momento además ¿quien va a refutar la palabra de un ilustrado? y menos aun cuando se acaba de ingresar a una universidad.
Toma el registro de nombres y llama a Paula Sparcasse, de aproximadamente cien almas tuvo el infortunio de salir nombrada ¡y con la vergüenza demencial que sentía! esto era lo más calamitoso que podía sucederle, porque si bien todos estamos incómodos al recitar cualquier cosa en público, Paula era un caso extremo, el rubor se adueñaba de sus mejillas, los nudos se acomodaban en su garganta, y el sudor viajaba a la velocidad de la luz por sus manos.
Al llegar a la tarima donde la esperaba con una mirada escrupulosa el profesor, miró hacia la multitud y comenzó
: _ (tartamudeando) la- la, vi- vi, vida podría definirla como…como un castillo de naipes.
La muchedumbre, escudándose en la suerte de no haber salido sorteados, se reía por lo bajo como si ellos tuviesen una definición mucho más filosófica que la de Paula.
: _ (continúa) ¡si, si! Es eso, un castillo de naipes, donde nuestro tiempo juega cada partida al colocar una carta encima de la otra, con perfecto cuidado tratando de que nada se derrumbe, aunque inevitablemente suele acontecer bastante seguido. Algunos sujetos realmente toman este desafío (me refiero al de crear un castillo) como un verdadero juego y nada más que eso, les puede resultar admirable, insignificante, pobre, o todo lo contrario la construcción, pero están felices de haberla realizado y con eso les basta, otros no entienden el sentido lúdico de todo esto y se obsesionan por lograr una gran torre creyendo que de esta manera se obtiene la victoria. Muchas veces mi castillo de naipes se derrumbó, e incansablemente decidí armarlo de nuevo, pero en una ocasión las cartas se cayeron de la mesa, ya no estaban al alcance de mis manos y pensé que sería imposible levantar el castillo otra vez.
Hacía un rato ya que la audiencia estaba muda y ahora esperaba que Paula terminase con su discurso.
: _ (emocionada) En ese momento en el que ya no quería seguir jugando con el azar, con mi castillo y la baraja, algunas personas se acercaron para juntar los naipes caídos, y ellos por mi comenzaron a edificar mi vida, carta por carta, palo por palo, mezclando y dando de nuevo, como unos jugadores empedernidos que lo único que les importaba era mi partida que obviamente para ellos no escondía ningún truco (me conocían demasiado). Esos ludópatas obstinados son mis amigos, mis padres y mis hermanos, los que les dan sentido al juego y que nunca van a abandonar la mesa.
: _ (ahora irónica) Por eso, para mi futura forma filosófica de pensar, la vida seguramente será algo más profundo que un castillo de naipes, hoy en día es todo lo que puedo decirles.
La sala estalló en un aplauso interminable ante la mirada abstracta del señor calificado que poco entendía de naipes, pero de sensación vergonzosa quizás más que Paula.


de Mauricio Mauri


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