Martha vino a la ciudad forzosamente, pues en el campo lo tenía todo, todo aquello que le permitía vivir dignamente. Siempre creyó que envejecería y moriría allí mismo donde nació. Por lo menos una vez a la semana visitaba un enorme árbol, que con su frondosidad la cubría del sol de mediodía. Era una sombra bajo la cual se cobijo durante años, en soledad y sin comunicárselo a nadie. Pretendía que esta sombra natural la cubriera eternamente, quería ser enterrada bajo las ramas de su compañero de soledad. Pero ya no podrá hacerlo, a nadie se lo comunico, pensaba hacerlo más adelante cuando los años le indicaran el momento oportuno. Pero ya nadie conocerá ese deseo porque Martha jamás volverá a su árbol, ni siquiera cuando muera.
Hace cinco años que está en la ciudad, en la capital del país. Desde que llego y hasta el día de hoy no puede sentir este lugar como suyo. No logra acostumbrarse a la aspereza de la gente y del paisaje, es por esto que suele ir todos los fines de semana a un parque ubicado en el occidente de la ciudad que es lo más parecido al lugar que tristemente dejo. Pero allí en el parque, en ésta leve semejanza artificial, no hay ningún árbol parecido al que ya no vera, al que la recogería un día en sus raíces fundiéndose con él como agua mortalmente cristalina.
No frecuenta a otras personas; es una manera de tener una continuidad de los hábitos que trae del lugar dejado y que el desarraigo no podrá quitarle. Además la gente de la ciudad tampoco tiene interés en conocerla y por el contrario las personas de su entorno prefieren ignorarla. Cosa que a ella no le importa, pues en el campo fueron pocos amigos los que tuvo, a excepción de tres, que distan mucho del acartonamiento de la gente de aquí. Tampoco los culpa, ni a aquellos ni a estos. Los tres se quedaron y sin duda así lo prefieren, pues para ellos la posibilidad de elección no fue velada. Por otro lado Martha cree que la gente de la ciudad no está en la obligación de comprender en su compleja simplicidad a la gente del campo, seguramente es una tarea tan colosal que es más fácil hacer como el niño cuando esconde sus manos tras su cuerpo, para ocultar el objeto de la travesura, para negarle e la vista de su madre eso que ella busca y que él quiere mantener tan inasible. Así es, no es principalmente la gente de la ciudad la que permanece absolutamente inasequible para Martha. No, aunque suena sorprendente es ella quien se niega a ser accesible porque se considera a si misma como el tremendo producto de una no tan inocente travesura, que no debe ser mostrada. Es mejor hacerse creer que ha olvidado todo aquello que la desplazo de su lugar de origen, todo lo que la expulso hacia el lugar más lejano, más distante, donde ya no fuera posible verla, escucharla, vivirla.
Como aquí en la cuidad Martha ha adoptado obligadamente una forma de vida solitaria, ha logrado ahorrar algo de dinero con el que pretende comprar una «casita», así es como le dice a su ansiado proyecto, que más bien podría considerarse como su necesario e impostergable refugio.
Es curioso pero Martha no contempla la posibilidad de regresar al lugar del que fue desterrada, el solo recuerdo del momento en que le advirtieron que debía marcharse en el termino de ocho días, le produce un frió estremecimiento, quizás más helado que el clima de la ciudad. Por eso su «casita» es absolutamente importante para lo que le queda de vida, solo para ella a trabajado estos cinco años, solo ésta frágil esperanza la retuvo en la ciudad, fue esta «casita» imaginaria la que la rescato de la muerte, también imaginaria en algunos momentos de su vida. Por fortuna prevaleció aquella.
Hace tres días, cuando Martha iba camino a su casa que ya estaba por construirse completamente, vio a alguien que le trajo los peores recuerdos de los últimos cinco años; vio con cierta imprecisión el rostro del hombre que un lustro atrás la había amenazado de muerte. No supo con certeza si realmente era o no. Este reconocimiento incompleto no la tranquilizo, sino que produjo en ella un estremecimiento tan frió como el invierno ártico y quepa decir que ella nunca ha salido del país. Razón por la cual tomo una decisión decisiva: su casa no tendría ventanas. Prefiere no ver la peligrosa inmensidad del mundo, sino, ampararse en la oscuridad de la pequeñez.
Ya no la llama casita, pues, es una especie de prisión en la libertad que muy a pesar suyo no puede dejar. La esperanza que en otras ocasiones la salvo de la muerte hoy la empuja hacia ella con una desmesurada fuerza. Esta casa que la encierra sin que aparezca una escapatoria viable es su suplicio permanente. Es tan oscura que no se puede permitir tener plantas y todo el día debe tener la luz encendida, con unos pequeños bombillos se abastece de la luz necesariamente artificial. Pero Martha es enteramente conciente de que el sol es irremplazable y menos aún por unos infames bombillos.
En un acto de desespero y confusión Martha decide salir de la casa, lleva consigo una maleta mediana, es domingo, se dirige al parque. Cuando llega comprueba por centésima vez que no hay ningún árbol parecido a aquel en el que muchas veces se imagino enterrada, todos los árboles del parque tienen una simetría insoportable, ninguno de estos árboles merecerían ser su tumba porque todos escapan a la belleza de lo excepcional. Martha busca con su mirada y no puede ver ninguno diferente. Siempre que vino al parque lo hizo al mismo lugar, sin interés por conocer la inmensidad de éste, sin embargo hoy viene decidida a recorrerlo por completo, en su artificiosa amplitud. De pronto cuando ya se encontraba agotada por el insatisfactorio recorrido, Martha diviso un árbol ligeramente parecido a aquel que tanto quiso, con su frondosidad, no tan absoluta porque era uno de cuidad. Martha se acerca toca su áspero tronco con ambas manos y lo mira desde las raíces hasta su copa; no es tan inmenso, pero es verde y fortachón. Se da cuenta de que tiene algunas ramas bajas que le permitirían subirse a él, como los peldaños mas rústicos jamás conocidos, para estar sutilmente más cerca del cielo, así lo hace Martha y siente una brisa que le llena la mente de recuerdos, solamente de trágicos recuerdos. Abre la cremallera de la maleta que esta bajo su axila y saca una gruesa cuerda con las que suelen amarrar a las vacas. La lanza por encima de una rama ubicada sobre su cabeza, hace un nudo con la especialidad del mas puro campesino y de pronto siente que esta bajo las raíces del frondoso y verdadero árbol que una vez quiso con toda su fuerza. Ahora sentía que se convertía en agua cristalina que alimentaba al guardián de su tumba, y que dejaba un residuo, un bello residuo que se evaporaba y subía finalmente al cielo, ya casi sentía que tocaba el cielo.
Andres Verano.
Bogota, Colombia.
21 Años.
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