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BECA DE INTERCAMBIO

Es imposible mirarlo a los ojos sin sentir pavor, sin sentir cómo ese terror indescifrable sube viscosamente por el cuello hasta la nuca, desenlazándose en un violento escalofrío que pone la piel de gallina llenando las palmas de tu mano de un sudor frío y sepulcral. Algo en sus grisáceas pupilas refleja las llamas de un odio sin tiempo, una crueldad sin límites que te llena de espanto al tan sólo rozarlas con una leve turbación de la mirada.
Y tal vez es eso, o al menos estoy segura que también influye el no saber definidamente el porqué de esa imponencia en su ser, de esa vaga costumbre de mirar alrededor sonriendo maliciosamente y llenarte de desasosiego al sólo compartir un espacio físico contigo, haciéndote desear ser tragada por la misma tierra. No saber qué es exactamente, en su cuerpito de diez años de edad, en su pelo rubio, en su nariz respingada, en su cuerpo menudo y flaco lo que despierta tal aprensión y reparo a quien sea que esté a su alrededor.
Su voz, aguda pero cadavérica, joven pero lejana; una lejanía de tinieblas y siglos, una reverberación inconsistente pero severa, casi como oír una grabación proyectada en una profunda caverna y un susurro en tu oído, ambos al unísono.

Casi me parece irreal recordar su llegada, y cómo era todo antes de eso. ¡Las cosas han cambiado tanto! Los días ahora sumidos en una interminable consternación, aplacando los sentidos, dilatando de a poco el recuerdo de alguna vez haber sido feliz.
Era la novedad del pueblo, cómo no ir esa tarde a conocer al rusito de intercambio, la importancia para Manouver, que ahora aparecía en los diarios, salía en la televisión; todo por supuesto gracias al estúpido de Emanuel Santino y su increíble promedio y la beca para el extranjero y la oportunidad de intercambio etc, etc, etc. Estrangularía personalmente a ese maldito Emanuel Santino, preferiría sentirme una asesina, una criminal, antes que seguir viviendo en estas condiciones infrahumanas.
Llegó en un taxi pagado por la intendenta, con su valija marrón y sus zapatos de charol al término de las blanquecinas piernas y el traje negro demasiado elegante para niño de tan corta edad. ¿Cómo no conmoverse con su delicadeza de modales? ¿Con sus movimientos tan diestros? ¿Con su seriedad casi divertida?
Las ancianas enloquecieron de ternura, las muchachitas de amor, los jovencitos de adulación, los adolescentes de simpatía y los adultos de comprensión. Y así fue como el rusito comenzó a meterse a la población de Manouver en el bolsillo, casi como si no lo planeara, sembrando la paz antes de la tormenta.

No transcurrió demasiado tiempo hasta que la fascinación de los niños de su edad se transformó paulatinamente en respeto y luego en temor. Bastaba observarlos en los recreos, tímidamente ordenados a su alrededor, obedeciéndole cada capricho, sufriendo en la espera de cualquier repentino enojo; presas de un indescriptible miedo que les impedía alejarse, que los ataba a permanecer a su lado a pesar del espanto que esto les produjera. Pese a esto, pensábamos que sólo eran juegos de niños, era el nuevo y por lo tanto el privilegiado. Nosotras que tanto habíamos temido por su integración ahora nos sentíamos casi felices de verlo acompañado y que todos estuvieran prontos a satisfacerlo, aunque sin saber cual era la verdadera razón que dictaba dicho comportamiento.
Empezaron las quejas de los padres, que mi hijo casi no come, que esta pálido, ya no nos cuenta lo que hizo en el colegio, ahora llora al levantarse y no quiere ir, tanto que le gustaba al pobrecito. Quejas que no escapaban de lo común pero que empezaron a ser sospechosas por su cantidad. El teléfono no paraba de sonar y las maestras ya no dábamos a basto con las conferencias de padres. Intentamos encontrar el foco de esta supuesta epidemia infantil, atribuyéndolo al estado de la comida, a la limpieza de los sanitarios, a mala praxis en la enseñanza, pero nada nos conducía a resolver el dilema cuyo afluente era tan difícil de socavar.

Fue una mañana temprano. No me voy a olvidar nunca.
Agotada y algo fastidiada por el trabajo que la falsa epidemia nos estaba provocando, cuando descubrí que el rusito de intercambio no estaba prestando atención a la clase, sino dibujando distraído en su bloc de notas. Me acerqué despacio para luego taconear forzadamente los últimos pasos hasta su banco, pero el pequeño continuó su labor sin dar señal alguna de preocupación.
- ¿Qué hacés dibujando? ¿Por qué no prestás atención y copiás el pizarrón? – exclamé irritada arrepintiéndome al instante sin saber por qué. El salón quedó en completo silencio, y todos los alumnos me observaban perplejos.
- Dame ese lápiz – exclamé quitándoselo de la mano mientras mi corazón latía desaforadamente.
Se tomó su tiempo para enderezar su postura y mirarme, y yo creí no haber sentido nunca tal falta de autoridad y seguridad sobre mi misma como en ese instante.
- Marcelo copia por mí. Devolvéme ese lápiz – espetó en un perfecto castellano.
Roja de vergüenza, con un nudo en la garganta que me impidió contestar, le devolví su lápiz y volví con un lento caminar arrastrando los pies miserablemente hasta mi silla. La clase transcurrió en absoluto silencio, y contemplé con premura su semblante tranquilo e inmutable con unas mal reprimidas ganas de llorar, sintiéndome ultrajada e inferior.
Derrotando mi embarazo, confié en un recreo el episodio a Lucas, el profesor de música; éramos muy amigos y era el único que me inspiraba la confianza para deshacerme de la pena que me agobiaba, sin embargo no bien terminé de relatarle lo sucedido su rostro empalideció notablemente y tartamudeando me contestó que raro, a mi nunca me hizo problema ese chiquito, ¿El de intercambio? ¡Para nada! Mirando a su alrededor, y sudando copiosamente, terminó su vaso de café y casi huyó de la sala. Angustiada me recliné en mi asiento y crucé un par de palabras con la de ciencias naturales. Casi no me asombré al notar el mismo comportamiento que Lucas, la mujer me miró con sus ojos casi saliéndose de las órbitas y proclamando no se qué excusa se retiró de la sala inmediatamente. Esto no hizo más que preocuparme aún más, y llenar ese agujero en el estómago de intriga y miedo. ¿Por qué reaccionaban así? ¿Acaso habían sufrido alguna experiencia similar? ¿Era pudor lo que les impedía contarlo o algo mas fuerte aún? Fuere lo que fuere, por el momento no lo sabía y eso me hizo sentir aún más fuerte la soledad que siempre acompañó mi vida.

Hacía un mes del episodio del lápiz, y ya el pequeño ruso reinaba en el colegio. Imperceptiblemente había logrado su dominio, un imperio de silencios, de negaciones, de vergüenza por un miedo atroz que había tomado presa a cada uno de los dirigentes estudiantiles impidiéndoles conversar, unir fuerzas, hablar de lo que sucedía tan claramente y que permanecía bajo un manto de solitarias tinieblas. Mientras Emanuel Santino seguro disfrutaba su beca plácidamente, aquí estaban pálidos los semblantes, angustiados los rostros que cada día se presentaban en el establecimiento sombrío para transcurrir un día más del interminable ciclo lectivo.
Todavía recuerdo cómo el rusito de intercambio se paseaba pedante por los pasillos, jactándose de su superioridad al observar a sus súbditos que agachaban las cabezas prestos a llorar, obedecer, huir o perecer al menor tacto u orden del maldito rey que no era rey, del niño bastardo que ejercía su poder invisible trazando sus telarañas impalpables por las aulas y corredores, envenenando de espeluznante supremacía los corazones.
Las horas las pasaba yo esperando salir de ese lugar, mas cuando lo hacía, y creía encontrar la libertad al otro lado de la puerta corrediza bajando por los escalones, sentía la amargura de saber que al día siguiente volvería, que todo era ficticio, que el poder de ese demonio era tal que podía fingir liberarnos sabiendo con toda seguridad que al amanecer volveríamos nosotros la muchedumbre desolada a besar sus piecitos y sucumbir a su deseo y orden. Entonces llegar a casa era el miedo a su mirada, la cocina era el miedo a su mirada, el baño, la cama, todo era el miedo a su mirada, el pavor de su presencia, el terror de oír su voz, el pánico de saberlo amo de tus sentidos y no poder hacer absolutamente nada al respecto.

Pero entonces ya no pude más. Ya se me hacía cada vez más insoportable convivir con ese pavor eterno y para colmo entrar en la sala de profesores y Lucas tieso, pálido, la lengua amoratada colgándole del labio inferior, los ojos semidesnudos por las inertes pestañas, sus pies a veinte centímetros del suelo, la soga atada al ventilador y a su pescuezo simultáneamente. Ni siquiera grité, solo esbocé una especie de llanto que venía de lejos caminando lentamente por la garganta, mientras las tristes lágrimas resbalan hasta estrellarse contra el suelo donde mis rodillas fueron a apoyarse cuando la angustia me hizo flaquear las piernas. Entonces basta. Salí de la habitación con un ímpetu demasiado fuerte para mi inseguridad y allí estaba frente a la puerta de salida.
Sus ojos, por favor sus ojos, dos esferas de gris fuego, dos catapultas al olvido y al terror infinitos, la mueca retorcida de su boca, los cabellos dorados acariciando la amenazante nariz arrugada. Jamás lo había visto tan feroz y demoníaco, sin embargo me invadía algo que ya había superado todo temor, una tristeza, un vacío, una soledad tan inmensa que aunque no me hacía más valiente, me hacía sentir que nada podía ser peor, que ese frío que recorría mis venas no iba a prevalecer sobre ese abismo de zozobra, dueño de mi pecho. Di media vuelta y entré en la dirección, sintiendo sus zapatitos de charol repicando sobre los mosaicos. Salté por la ventana con el temor de llegar a ver mi corazón saltando de su sitio o explotando dentro, tal era la forma como sus convulsiones azotaban mi caja torácica.
Corrí hasta el auto, las llaves resbalaron, volví la mirada, su cabeza rubia asomaba desde la ventana y sus ojos brillaban a pesar del sol del mediodía. Los primeros kilómetros fueron un andar borroso y desencajado, con un pánico que me nublaba la vista hasta que de pronto la policía, señas para bajar a la banquina, documentos, papeles del coche, salga afuera por favor señorita. Emerger del vehículo presa de atroz cansancio y la cara del oficial que empalidece, que desenfunda su pistola y grita ¡Quieta ahí! ¡De espaldas contra el auto! ¡Levante las manos! Darme vuelta estupefacta y observar mi reflejo en el vidrio y descubrir mi camisa manchada de rojo ¡Refuerzos por favor! Abra el baúl. Caminar despacio asustada mientras mi cabeza se nubla aún más. Colocar la llave, abrir y entonces el cadáver de Emanuel Santino, los magullones en el cuello, la sangre en su vientre, el oficial vomitando luego de haberme golpeado y yo resbalar contra el auto y empujar el inerte cuerpo que ahora está tirado al lado mío y del bolsillo se cae el chocolatín, y mirar su envoltorio y no comprender por qué el rusito de intercambio sonríe tan feliz y sus ojos ya no inspiran terror.


Nombre: Matías Andrés Fagés
Pais: Argentina
Edad: 21 años



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