El reino de Valpurgia rezumaba desesperación y ruina. Las flores se marchitaban, las cosechas se perdían. Los soldados de las tropas enemigas acababan con todo lo que se cruzaba en su camino. Incendiaban las casas, mataban a los niños, violaban a las mujeres.
Él era el príncipe, y sabía que debía hacer algo.
La magia era sencilla y práctica. El hechizo no era complicado, pero una caligrafía redondeada le advertía que el ritual debía repetirse cada veinte años. Y el sortilegio exigía tres humildes ingredientes: una gota de su propia sangre, una rosa blanca... y otra gota de sangre.
Las flores crecieron, las cosechas prosperaron. Los soldados de las tropas enemigas murieron envenenados al beber el agua del río.
Pero nadie le agradeció su magia. El príncipe fue mancillado e insultado y obligado a vivir en cautiverio en el palacio de su padre.
En los calabozos sólo se oían sollozos y se percibía la electrizante presencia de algo que olía a cobre y sabía a lágrimas.
Finalmente, un día se le otorgó la libertad. Pero la vieja herida aún no había cicatrizado.
—¡Sucio hechicero!
Una joven descansaba bajo un olivo. A lo lejos, el río, un oasis que reflejaba la luz de la luna como si estuviese sólo hecho por una tela tejida por las manos de una hilandera cansada.
—¿Lo ves, allí, sentado en la roca? Tiene rosas blancas de fantasía en el cabello y una herida aún abierta —dijo el olivo, con el suave ondular de sus ramas—. Él es tu padre, Dámaris.
—¡Pero si es un niño!
—Él es tu padre —repitió el olivo—. Él es Caos, el hijo del emperador.
Dámaris sonrió.
—Caos... mi padre.
—Ve hacia él. Ayer recobró la libertad, luego de diecinueve años de encierro. Él es el Hechicero que te dio la vida.
—Caos... ¡Hechicero!
—Sólo ten cuidado, Dámaris —susurró el olivo.
El hombre se dio la vuelta. Su rostro, enmarcado por un largo cabello lacio y negro. Sus ojos, dos pozos sin fondo, puertas al abismo.
—¿Quién es usted, joven?
Dámaris se acercó al Hechicero, se agachó y tomó su mano izquierda. Lamió la herida de su mano, aquella hecha la noche del ritual.
—Soy Dámaris —se inclinó hacia él y olió el perfume inexistente de las rosas blancas de su cabello—. Soy Dámaris... y soy una asesina.
El Hechicero se separó de ella, atemorizado. La observó.
—Usted es demasiado hermosa para ser una asesina, joven —exclamó. La hermosa joven frunció el ceño.
—Acabé con un hombre por haber matado a mi hermana.
—Usted sólo hizo justicia con sus propias manos…
—Pero sigo siendo una asesina.
—No tan asesina como el que acabó con la vida del que le hizo bien. Del que salvó muchísimas vidas, pero no se pudo salvar a sí mismo.
Otra luna se mecía en el firmamento, como un globo de cumpleaños recortado sobre un manto de papel celofán. El murmullo de las bestias nocturnas oscilaba entre los árboles y el aroma a flores silvestres llenaba el prado de una magia trémula, distinta.
—¿Qué te sucede, Dámaris? —preguntó el olivo.
—Dime, ¿acaso es un pecado... amar a tu padre?
—¿Amas al Hechicero? ¿Amas a Caos?
—Sí.
—Eso significará tu muerte, Dámaris. No deben verte con el Hechicero. No deben verte con ningún humano. ¿Por qué no eliges alguien de tu especie?
Dámaris suspiró. En el palacio, el Hechicero practicaba su magia.
—¿Por qué suspiras?
—Suspiro percibiendo el aroma del que me dio la vida. Y del que me dará la muerte.
El olivo se sacudió y Dámaris percibió su miedo a través de la corteza, de cada hoja y de cada fruto.
—Ten cuidado, Dámaris: en Valpurgia corre el rumor de que la mujer que mató un hombre por arrancar una rosa blanca huyó de la cárcel. No te acerques al Hechicero. No te acerques a Caos. No te acerques a tu padre.
Dámaris sonrió.
—No me importaría morir. Ése es mi destino. Sé que luego renaceré bajo una nueva forma, más completa y perfecta. Y podré estar junto a él... eternamente.
De sitio y persona desconocidos llegó un obsequio para el Hechicero: una rosa blanca con dos manchas de sangre. Los siervos la colocaron en un jarrón de oro, mientras él se bañaba. Cuando salió del hammam, la rosa estaba sobre el lecho y cuando el Hechicero volvió del hammam, sobre el lecho estaba Dámaris.
—¡Joven!
—Hechicero... No he podido dormir pensando en usted. No he podido seguir con mi vida viendo que usted está encerrado en este palacio. Siendo tachado como brujo por los aldeanos a pesar de que usted salvó sus vidas.
—La magia está prohibida en el Imperio. Ese fue mi pecado. Valpurgia habría preferido morir antes de que vivir gracias a la magia que tanto desprecian.
—Es usted hermoso, Hechicero…
Sonrisa triste.
—Usted lo es más.
Dámaris se acercó a Caos, con lentitud. Grácilmente, se sentó junto a él sobre la alfombra que decoraba el suelo de mármol.
—Muéstreme su magia. Le prometo que no le contaré a nadie acerca de sus hechizos.
Caos volvió a sonreír.
—¿Podría decirme su nombre, joven? No le preguntaré cómo ha hecho para colarse en mi habitación –dijo el hechicero, risueño.. La joven se sonrojó y bajó la mirada, avergonzada.
—Me llamo Dámaris. Tengo veinte años.
—Dámaris… —repitió Caos, saboreando cada sílaba como si fuesen de un almíbar prohibido y exquisito…
El amanecer se cernía sobre el palacio, indolente y precioso. El sol se asomaba por el horizonte pintando de dorado las gelatinosas nubes que presagiaban el desastre… A esas horas, el príncipe dormía. A su lado no estaba Dámaris. Allí sólo había una rosa blanca, marchita, manchada con dos gotas de sangre.
Luego de aquellos veinte años, era tiempo de volver a realizar el ritual.
de Nimphie
País: Argentina
Edad: 19 años
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