"El escritor que hoy conocemos como Sándor Márai nació en la primavera de 1900, cuando el Progreso llevaba a las capitales de provincia más alejadas de los imperios, a Oporto y a Calgary, a Melbourne y a Tacuarembó, los sorprendentes monumentos de la ciencia y la industria. Al pie mismo de esas montañas boscosas a las que alude el nombre Transilvania (durante siglos y siglos, el límite inestable de Europa, de la seguridad, de la civilización, del logos), los habitantes de Kaschau, la segunda ciudad de Hungría, se jactaban, no ya de sus iglesias y de los antiguos hitos de su lucha contra los bárbaros, sino de una espléndida estación de trenes sorprendentemente parecida a la de La Plata; de la flamante red de alumbrado público que permitía, en torno a la estación, el florecimiento de los cafés y en ellos una vida cultural; y por supuesto, de una media docena de palacios en los que vivían los sacerdotes del nuevo credo del "capitalismo sin cese". Entre ellos, la mansión de los Grosschmidt (tan inconcebiblemente compleja como para haber logrado albergar, no solo a cada nueva familia que se incorporaba al clan, sino incluso la sede del principal banco húngaro y un cabaret de lujo disfrazado de restaurante) se destacaba ante todo por la entrada semejante a la de un escenario por donde el gran patriarca salía, cada mañana, obeso y determinado, rumbo a las oficinas que mantenían un imperio financiero; y por donde entró, aquel anochecer del día de San Alejandro de 1900, a conocer al primogénito y a sacarlo, casi inmediatamente, a uno de los doce inmensos balcones que medía la fachada; uno se imagina a los habitantes del Kaschau contemplando allá arriba al recién nacido e intuyendo, ya, algo de esa importancia que nosotros aún no podemos definir. Y al propio chico, que habrá visto también en el horizonte lo que nadie veía: el perfil amenazante del bosque, de la barbarie, del mito.
Como fuera, ese gesto paterno, que en un ámbito feudal habría simbolizado la cesión de una propiedad y un destino, en un burgués como el padre de Márai, era ante todo la revelación de algo mucho más complejo: la ciudad. No la ciudad de Kaschau en sí, adonde la familia había llegado hacía relativamente poco tiempo y a cuyos habitantes, en rigor de verdad, no consideraban súbditos; sino la ciudad como entidad moderna por excelencia, el "burgo", que los de su linaje habían extraído de las sombras del Medioevo como un trozo de oro en bruto y que habían logrado acuñar en una moneda de precisa belleza y defender "con los puños", no solo de los bárbaros, sino de los que se creían con derecho al único poder "porque así Dios lo había querido". A diferencia de la burguesía sudamericana o australiana, tan afecta a fingir origen noble, los Grosschmidt -incluido nuestro escritor- proclamaban no haberse mezclado nunca "hacia arriba". Más que al proletariado urbano, capa con la que se creían capaces de llegar a algún acuerdo, detestaban a los nobles, cuya frivolidad, ignorancia y holgazanería les gustaba ridiculizar.
Más allá de la idealización que Sándor Márai hizo de las ramas de su árbol genealógico, guiadas quizá por el mero deseo de sobrevivir y por esa lógica de la ambición "sin cese" que el capitalismo imponía, es verdad que los Grosschmidt habían pasado, como lo dice el apellido, de meros "acuñadores de monedas" de un burgo de Sajonia a regentes de las minas estatales -lo que a mediados del siglo XIX les había valido un título de nobleza elegantemente menospreciado- y por fin, a contar entre sus filas a este emblemático patriarca, principal abogado de la ciudad, asesor de las compañías multinacionales y del Banco Hipotecario. Ni un solo artista en esa estirpe, no: la pasión por la ebanistería de un miembro de la familia, por ejemplo, era encauzada en la construcción de una fábrica de muebles. Y de esa "tía Julia", oriunda de Budapest, que había crecido en París y escribía novelas, se hablaba apenas, sin censura pero con coqueto menosprecio, como quien luce un pequeño toque de fantasía en un espléndido traje encargado a un sastre internacional. Pero quién sabe si, más allá de sus propias intenciones, el padre no habrá querido decirle, ese día, en el balcón: "Es esta tu ciudad, Alejandro. Escríbela."
El caso es que desde aquellos primeros días, el pequeño Sándor Grosschmidt pasó a ser el protagonista del extraordinario archivo fotográfico de la familia, que acaba de publicarse parcialmente en edición de Ernö Zeltner, y que, aun cuando no se refiriera a un escritor, sería digno de un estudio de Susan Sontag o John Berger. Más que la avidez por fijar momentos y acontecimientos para una posteridad de la que querían seguir siendo los dueños; más que las fotos y fotos de ambientes sin personas, destinadas a exhibir el último mueble de firma o la última pintura pompier adquiridos en el extranjero, lo que demuestra la inteligencia con que los burgueses habían adoptado ese novísimo arte de fotografiar es el propio histrionismo con que el pequeño Sándor posa, tal como los mayores deseaban que apareciese. En una foto, a los cuatro años, lo vemos satisfecho y sonriente, al volver de un viaje por la campiña; el látigo con que posaban feroces los niños destinados a ser amos del latifundio, como aquel polaco que también se rebelaría a su destino de estanciero para convertirse en Joseph Conrad, ha sido reemplazado por un elegante bastón de explorador naturalista. A los cinco o seis años, se lo ve tendido en la sala familiar, sobre la alfombra de Bokhara, gratamente sorprendido en la lectura entre hermanitos que juegan, felices de su destino más leve; o luciendo en la mesa del té sus impecables good manners al alzar la taza de porcelana de Meissen bajo la mirada benévola del padre y la madre, o sonriendo disfrazado de húsar con aire desafiante aunque -según nos confía su biógrafo- el coletazo de una tragedia ha empezado a corromper la transparencia de la atmósfera doméstica: una hermana menor ha muerto muy pequeña y su madre, a modo de revancha, ha redoblado los cuidados del chico con una "pasión enfermiza" que no transgrede precepto alguno, no, pero los exacerba hasta la morbosidad: además del exceso perceptible en la foto del "húsar", la madre viste a Sándor como un príncipe para los mínimos actos de la vida cotidiana y manda fabricar juguetes que ella misma diseña "de modo de ir entrenándolo en su papel en el mundo". Contra la opinión del padre, y con el pretexto tan usual en las clases altas de la época del temor al contagio en los colegios, la madre obliga al niño a tomar clases privadas con una fraulein soltera que apenas si logra enseñarle nada, abrumada por el carácter indomable del chico, por esa seducción de quienes nunca dudan, y sobre todo, por un voraz amor de mujer "estéril de tan pura".
Y de pronto, en una foto tomada a los nueve o diez años, el rostro de Sándor Grosschmidt muestra un trastorno brutal. Vestido aún con el típico trajecito de marinero, de pie detrás del sillón esterillado donde sonríen, tímidamente, sus tres hermanos menores, Sándor mira la cámara con una amargura tal que resulta, más aún junto a los pequeños, casi impúdica: es la actitud de quien quiere decir algo con el cuerpo, una decepción, sí, que lleva como un dolor físico y que acaso llevará toda la vida. Pero ¿cuál? A la luz de su abat jour, durante la Segunda Guerra Mundial, al cabo de una noche en que lo ha despertado su peor pesadilla recurrente (ha vuelto a ser niño), escribe:
Yo no tenía unos padres desalmados ni tampoco profesores perversos o crueles, los educadores no me torturaron a mí con mayor maldad que a otros niños. Y tenía muchas alegrías: innumerables juguetes, juegos salvajes con peleas y desafíos de fuerza, días en los que no era preciso lavarse. [...] Entonces, ¿qué es lo que me resultaba tan insoportable, tan terrible y atroz incluso, de esa niñez [...]? Acaso justamente el hecho de que el horror careciera de nombre y también de forma. [...] Ser niño significa algo así como saber las cosas directamente, sin ayuda, saber algo esencial y terrible del mundo. Más adelante ese saber esencial es sustituido por la experiencia y las dudas.
Quizás, su muy reciente ingreso en el colegio católico (que Márai describirá como el inicio de un largo combate entre él, ansioso por demostrarles a los curas todo lo que les falta aprender, y estos, infructuosamente empeñados en "bajarle el copete") le había revelado ya que la vida adulta no consistiría en la anulación de ese horror sino, por el contrario, en la evasión por la adopción del papel asignado en la comedia burguesa. Quizá por eso, ya tan tempranamente, Sándor intuya que su verdadero camino era desandar el camino de la experiencia hasta encontrarle otro sentido; la vieja y dura misión de la poesía.
De hecho, los recuerdos más apropiados para destacar de su adolescencia se vinculan, de algún modo, con la escritura. Son recuerdos de su amistad entrañable con el condiscípulo Odón Mihály, con quien encuentran en Tolstoi y Shakespeare, como si les hiciera falta, una fuente renovada de fantasía, ambición y petulancia; Odón Mihály, que moriría muy joven, era tan esnob como para romper la amistad con Sándor al comprobar "lo incurable" de su pasión por los medios de comunicación masiva. A este respecto, una anécdota con evidentes alteraciones de leyenda, correspondiente a esta época, retrata a Sándor profundamente. Un día, al pasar casualmente por los talleres del diario de Kaschau, el "joven rebelde" queda extasiado por el funcionamiento de la imprenta, y el jefe de tipógrafos, a quien solo preocupa la ausencia por epidemia de gripe del jefe de redacción y de la mayoría de los periodistas, le ruega que, como estudiante, escriba algo, lo primero que se le cruce por la cabeza; el muchacho, como quien asiste a una revelación, ve surgir bajo su pluma un análisis sobre la educación tan profundo que al otro día aparece como editorial del periódico. Ofendido, el padre rector del colegio lo convoca a la dirección para prohibirle que vuelva a "distraerse así de sus obligaciones", a lo que Marái, primero, reacciona con el grito: "¡De acuerdo, pero todavía todavía deberán vérselas conmigo en la clase de literatura!" y horas después, con una carta en que les reprocha "no haberles enseñado nada" y les pide que, por favor, si acaso les debe "algo de otro tipo", se comuniquen directamente con su padre. Por supuesto, el viejo patriarca lo ignoraba todo y uno puede imaginar el tenso clima familiar que se vivía durante el veraneo, en que, una tarde, como un mensajero de tragedia griega irrumpe en un drama de Chéjov, el joven pariente que venía a solo a declarársele abre la tranquera y llega temblando solo para decir, en cambio: "Francisco Fernando ha sido asesinado en Sarajevo"; y cuando los Grosschmidt vuelvan de las vacaciones, ni la ciudad, ni la burguesía, ni el resto del mundo serán ya los mismos.
Los historiadores marcan el verdadero fin del siglo XIX en 1914; Sándor Márai, nacido con el siglo, evocará los largos cuatro años de la Primera Guerra Mundial ("que mandaba desde larga distancia sus desechos, como un incendio expulsa en humo las pestilentes cenizas") ante todo un cambio radical en la percepción de la ciudad que lo rodeaba. Su primera novela exitosa, Los jóvenes rebeldes (1930), describirá a su protagonista y alter-ego Abel, durante aquel conflicto, ante todo como un cuerpo afiebrado, asaltado por impresiones alucinantes de hechos mínimos: trenes que llevan multitudes rugientes y devuelven ataúdes, el olor a yodo y acaroína que despuebla poco a poco los alrededores de la estación, el mapa en la vidriera de la despensa de artículos escolares en que, durante los primeros meses, el dueño marca de motu proprio los avances de las tropas nacionales y que luego abandona al polvo y las moscas, y por fin, la convocatoria "del pupitre a la trinchera", de la que un humillante y breve examen médico exceptúa por "absoluta incapacidad física". Los motivos de esta excepción permanecen desconocidos. Pero incluso si, como en el caso del protagonista del Gran Gatsby, no se trató más que de "una atención" a la posición encumbradísima de la familia Grosschmidt, las fotografías de Sándor hacen obvio que algo combatía también en el cuerpo de Márai, en contradicción entre la postura aprendida en los mejores colegios y la molicie de la carne que parece querer separarse de su estructura; algo que no puede entenderse como el mero y viejo combate entre la tentación y el temor de pecar, ni siquiera como el diálogo furibundo -que hasta el final de sus días Márai consideraría imprescindible- entre la pasión y la razón. No, algo de lo que se derrumbaba en torno se derrumbaba también en cuerpo, algo que por el momento no podía explicarse a sí mismo, y que sólo podía apaciguar transformando el dolor en furia ciega contra la generación de sus padres. Esta furia, tan pronto termina la guerra, lo lleva a una larga y ostentosa sucesión de transgresiones. Poco después de publicar su primer libro de poemas, Márai se instala en una pensión de Budapest con el supuesto propósito de cursar la carrera de derecho y seguir el destino de sus padre y su tío, Decano de la Facultad. Pero Sándor desperdicia la cuantiosa mensualidad y el tiempo en cafés donde, entre partida y partida al póquer, duerme en el piso, entre colillas; y reparte el tiempo entre amantes y una militancia política que lo lleva a apoyar la fugaz república de los Consejos Obreros, y cuando ésta cae prontamente bajo un gobierno protofascista, al prudente destierro en Alemania.
Un hecho histórico imprevisto puede haber contribuido a esa ya definitiva ruptura de Sándor con el proyecto que su familia tenía para él: en 1921, por una decisión de los vencedores, Kaschau, ahora bajo el nombre de Kosice, pasa a formar parte de Checoslovaquia; y aunque el patriarca Grosschmidt logra conservar su inmensa fortuna, sí es despojado de la posibilidad de ejercer sus mútiples negocios y su enorme ascendiente en la ciudad. Como sea, Sándor reemprende sus estudios, pero en la Escuela de Periodismo de Leipzig, no en la Facultad de Derecho; y por lo demás, encarará su asistencia a clase como un modo de formación ciertamente secundario -comparado con el propio trabajo de escribir para publicaciones periódicas, en las que poco a poco, tras un duro trabajo con la lengua alemana, llegan a admitir sus artículos entre los trabajos de Stefan Szweig y Thomas Mann, autor este último con quien entabla una decisiva amistad epistolar. Este temprano interés por las formas más variadas de la escritura, y sobre todo, este afán de intervenir opinando, muestran que su idea de ser un escritor excede en mucho a la mera ambición de escribir novelas o poemas, y sigue aun muy ligada todavía al "hombre de acción y letras" tan típico del siglo XIX. Al mismo tiempo, esta aspiración y esta imagen temprana de "escritor institucional" no debería hacernos olvidar que, tanto en política como en literatura, siguió sintiéndose muy cercano a las vanguardias: al menos una vez, en Weimar, fue preso bajo la acusación de comunismo; como Borges, fue el gran introductor de Franz Kafka en su país, tradujo La metamorfosis al húngaro, e hizo pública su admiración por Georg Kaiser, Gotfried Benn y el expresionismo cinematográfico cuya influencia, quizá, se haga evidente en sus primeras obras poéticas, teatrales y aun narrativas. Sabemos -aunque sobre este período sus confesiones fueron más reticentes que ningún otra- que derivó por muchas otras ciudades alemanas, y que permaneció mucho tiempo en que conoció el "alocado Berlín" de los años 20 -porque fue allí donde un día recibió una llamada que volvió a encauzar su vida -y derivó en una escena típica de sus grandes novelas futuras."
Fuente: El best seller que volvió de la muerte, Por Leopoldo Brizuela, el Sábado 22 de setiembre de 2007, en La Nación
Lectura:El Ultimo Encuentro
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