Lo que voy a contar no tiene ninguna gracia, se lo puedo asegurar.
Siempre se ha oído que pisar una caca de perro trae buena suerte. El problema es que yo aquél día no pisé una caca. Lo que pisé fue una mierda en toda regla. Yo no entiendo cómo la gente puede tener perros que cagan más gordo que yo. Aunque claro, tampoco entiendo por qué tuve que salir descalzo de la piscina hasta el coche, sobre todo, teniendo en cuenta que había salido a por una baraja y a mí me aburren los solitarios. Hubiese tirado el calzado que hubiese llevado, lo juro, pero no podía tirar mi propio pie, por más asco que me diese verlo con los cuatro churros marrones que salían de entre mis dedos. De modo que miré alrededor para asegurarme que no me había visto nadie; pero era sábado, once de la mañana, puerta de la piscina… Con tanto testigo no me atreví a entrar en las instalaciones deportivas a lavarme, poniéndolo todo perdido a mi paso. Milagrosamente, la tormenta del día anterior había dejado algunos charcos y yo me puse a lavarme en uno que había en la cuneta. Lamentable error. De pronto me vi salpicado por algo. Un coche había pasado junto a mí y no era precisamente agua del charco lo que me había lanzado. La rueda había pasado por encima de otra imponente mierda de perro. Todo lo que faltaba de la mancha que había quedado en el asfalto estaba decorando mi costado en un pestilente gotelé. Entonces vi las otras. Todas del mismo calibre, del mismo perro. Me entraron unas ganas irresistibles de denunciar a quien sacaba allí a su perro a que hiciese sus necesidades sin recogerlas. Decidí entrar de nuevo en la piscina pasando por encima de quien quisiese impedírmelo, ducharme, vestirme e irme directo a la comisaría. Sin embargo, hubo quien me lo impidió. Llevaba cinco años divorciado y, tan sólo una semana atrás, había tenido mi primera cita. No se me dio mal y habíamos quedado en repetirla aquella misma noche. Fue el primer rostro que reconocí en la fila para entrar en la piscina. Iba con unas amigas y, como todas se reían, ella también. Bloqueo mental. No dije ni hola y me di la vuelta. Cambié de planes, cosa que no ha de hacerse si se sufre bloqueo mental. Me ducharía en mi casa, que no estaba lejos. Aunque sólo recordé que estaba en bañador y sin llaves cuando estuve en la puerta de mi casa. Mi hija, claro está, había salido. Me tumbé en un jardín a quitarme lo que pudiese frotándome contra el césped, aunque esta vez me aseguré de encontrar una porción de hierba libre de excrementos. Volví a la piscina a por mis pertenencias y a ducharme cuando estuve convencido de que ella ya habría comprado su entrada y estaría dentro. Cuando regresé a mi casa me duché de nuevo, pues no se quitaba el olor. Me arreglé y fui a la comisaría a poner una denuncia contra el dueño del perro.
En la comisaría me reconoció un policía. Mal asunto. Unos días atrás me había puesto una denuncia por saltarme un semáforo y discutimos fieramente acerca del color del mismo. Yo estaba convencido de que aún estaba ámbar y él de que lo había visto perfectamente en rojo cuando pasaba. Como me indignó que él estuviese tan decidido a denunciarme me desahogué llamándole de todo.
-¡Hombre! ¡Qué bien me vienes! –Me dijo nada más verme.
Yo no quise darme por enterado de que aquél comentario iba dirigido a mí, pero él se me puso delante y continuó.
-El otro día me pillaste de buenas, pero hoy vas a tener peor suerte. El otro día te desahogaste tú conmigo y ahora lo voy a hacer yo contigo. Te voy a denunciar por faltar a la autoridad. Que no se escape éste -ordenó al de la puerta mientras me señalaba despectivamente- voy a por unos formularios.
Yo me acerqué al mostrador mientras me preguntaba cuanto dinero me iba a costar aquello e hice un comentario que pronto descubrí que era muy inapropiado.
-¿Qué culpa tendré yo de que anoche intentase follar y no le dejase su mujer?
Sin que me diese tiempo a reaccionar, una gran manaza tiró de mi corbata y otra de igual tamaño me cruzó la cara de un sonoro guantazo.
-Pues resulta que su mujer no le puso pegas, pero el pobre hombre tuvo un gatillazo y la que se quedó con las ganas fui yo -la señora, volumen doble, que había tras el mostrador, seguía sin soltar la corbata-. Y me vienes de maravilla para desahogarme en este día de perros.
¿Cómo podían decir ellos que tenían un día de perros? ¿Más que yo?
-Puedes denunciarme por lo que acabo de hacer. ¿Piensas hacerlo?
No me atreví a contestar, pero asentí con la cabeza. Acto seguido estampó su zarpa de nuevo en mi cara. La muy desalmada podía haberse cambiado la corbata de mano y haberme sacudido con la otra, pero volvió a darme en el mismo sitio. Dolió mucho más y, sin embargo, hizo menos ruido porque la cara ya estaba hinchándose. Aunque lo peor de todo es que seguía sin soltarme la corbata. Era verano ¿Se puede saber para que me puse la maldita corbata para ir a la comisaría?
-El caso es que me van a sancionar con trescientos euros y un día de arresto domiciliario, pero esa sanción es la misma para un bofetón que para unas cuantos –una sonrisa malévola no cabía en su ancha cara-. ¿Sigues pensando en sancionarme?
Yo podía haber dicho que no o haber negado con la cabeza, pero me pareció mas expresivo hacer un gesto de rendición levantando las manos, para mi desgracia, por supuesto. Al pobre hombre que había detrás de mí le rompí la patilla de sus gafas y le hice un ligero rasguño.
-Perdone –exclamé sorprendido- no le había visto.
-Tranquilo –se apresuro a responderme con una sonrisa-, no es nada. Las gafas ya estaban casi rotas y esta tarde pensaba ir a por unas nuevas.
-¿Cómo que tranquilo? -intervino sin invitación la tremenda funcionaria-. Yo soy testigo de tan brutal agresión.
Mi desgraciada víctima tenia corbata. Pobre ignorante, mira que presentarse en aquella comisaría con corbata… La señora parecía un luchador de sumo: gorda, pero increíblemente ágil. No vi salir su mano disparada, sin embargo, allí estaba ella tirando de su corbata.
-Le va a denunciar ¿verdad?
-No, si ya le he dicho que eran viejas y que…
Con una sádica sonrisa abrió su mano amenazante y permaneció así un instante para darle un breve margen de maniobra.
-Está bien -me miró de reojo, rogándome disculpas-, pondré una denuncia.
De modo que se sufrí una dilatada burocracia mientras recibía mi par de denuncias. Sólo cuando llegué a mi casa recordé que no había puesto la denuncia que pensaba poner. Obviamente, deseché la idea de volver. Abrí la puerta de mi casa y entré.
Mi hija había dado por seguro que yo estaría todo el día en la piscina, por lo que se había aprovechado de la casa vacía. Al llegar al salón les vi vistiéndose a toda prisa. El quinqui que se acababa de tirar a mi hija era ese que yo le había prohibido terminantemente a mi hija volver a ver. La imagen que vino a mi mente era idéntica: mi mujer con mi mejor amigo, años atrás. Entonces sentí como si mi hija también me estuviera poniendo los cuernos. Por suerte para todos, no reaccioné como en aquella ocasión. Sencillamente esperé impasible a que terminasen de vestirse. Cuando el yonqui cogió su cazadora vaquera se le cayó algo del bolsillo, rebotó contra el brazo del sofá y vino a parar a mis pies. Era una pistola negra. La situación se congeló por un instante, pero cuando él quiso reaccionar, abalanzándose a por su arma, lo hice yo también y llegue antes a por ella.
-¡Dámela! –me ordenó.
-No –respondí con una idea nueva en la cabeza, por fin algo iba a salir bien aquél nefasto día- Te cambio la pistola por mi hija.
Él, muy sabio, lo pensó un instante y tomó su decisión. Se abalanzó de nuevo hacia la pistola.
-No te estoy dando a elegir –dije sonriente mientras apartaba mi brazo de su alcance- me quedo con la pistola. Adiós.
Salí de casa y desaparecí de allí.
Aunque la pistola estaba oculta, la gente me miraba y se asustaba. Supongo que tenía cara de desquiciado. Allí sentado aguanté todo un día sin comer. Incluso aguanté la tormenta de verano que me cayó encima. Esa tormenta que te cae justo cuando piensas que lo mejor de todo es que ya nada puede empeorar. Fue al dejar de llover cuando apareció. No sabría decir si era un perro con aspecto de oso o un oso con aspecto de perro. Aguardé pacientemente al momento crucial, al momento en el que el oso hijo de perra se pusiese a cagar. Y cuando lo hizo, me levanté y le vacié el cargador apuntando a la cabeza. Todo el mundo echó a correr mientras yo me reía a carcajadas de desequilibrado mental. Todo el mundo menos el perro, que se quedó allí, acojonado. No muerto, no, sólo acojonado. Las balas eran de fogueo, por suerte para el animal y para mi sorpresa y desgracia. Tras la última detonación, la fiera reaccionó y se me abalanzó para entretenerse mordisqueándome el brazo, el cuello y mis partes nobles.
Creo que eso es todo, que no olvido nada, salvo comentar que mi nueva ex-amiga, con la que pretendía volver a cenar, no coge el teléfono cuando la llamo.
Ahora, señor juez, yo le suplico que acepte mi sugerencia. Usted olvida mi tenencia ilícita de arma de fuego y mi “perricidio” en grado tentativa y, yo olvido de buen grado que usted llevase su perro sin atar y sin bozal.
Manuel Trigo
de Manuel Trigo
España
Edad: 39
Más información en: http://www.manueltrigo.com
1 comentario:
Muy bueno. En alguan ocasión de la vida me he visto en ocasiones similares. No con cacas de perro, pero sí en situaciones en las que hubiera deseado que me tragase la Tierra. Pero contado así, en clave de humor, pues quita hierro al asunto. Me he reído mucho. Gracias. ¿Escribes más cosas? Voy a entrar a ver ese link a tu web, a ver si hay suerte. Chao
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