De vuelta en el modesto apartamento, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta con sigilo. Una de las lámparas de la sala seguía encendida. Sonrió para sí y tras arrojar el portafolio y el saco sobre el sofá caminó hacia la alcoba. El eco de sus pasos en el corredor era más un rumor cauteloso.
Casi en el umbral, con la mano en el picaporte, desistió de entrar para no despertarla. Ya era muy tarde. Volvió a la sala para dejarse caer sobre el sillón y con la cabeza reclinada reposó unos minutos.
Sabía que si lo hacía por mucho tiempo se quedaría dormido, así que de un salto se reincorporó y se dirigió hacia la cocina. Abrió el refrigerador, se preparó un sándwich y calentó café, procurando no detonar el ruido afilado que producen al tocarse el vidrio y el metal.
Luego enfiló hacia el estudio, encendió la lámpara del escritorio y sacó a la computadora de su estado de hibernación. Por tarde que fuera, se había impuesto la disciplina de arrebatar las noches a los extensos horarios que le imponía a su vez su trabajo de bibliotecario, que necesitaba como sustento.
Con taza de café en mano, acometió la escritura. Las frases comenzaron a fluir a buen ritmo y de un modo convincente hasta que perdió la noción del tiempo. El silencio nocturno era su mejor aliado.
Durante hora y media, absorto, hilvanó frases hasta que el cansancio empezó a vencerlo. Adolorido por la espalda, bostezó. Levantó los brazos para estirarse un poco y meneó la cabeza como un trompo para distender el cuello. Frente a la pantalla blanca e iridiscente del ordenador los ojos le ardían.
Guardó el trabajo sin darle una última revisada, minimizó la ventana del procesador de palabras y cerró la tapa del portátil con resignación; apagó la lamparita del escritorio y se dirigió hacia la alcoba.
Como en piloto automático, pero a punto de aterrizar, se enfundó en ropa más cómoda, se lavó los dientes con desgano y se recostó con delicadeza sobre su mitad de la cama. Entredormida, su mujer alcanzó a sentir cómo él se acurrucaba y fue hasta entonces que pudo abandonarse a un sueño profundo. Consciente de las aspiraciones literarias de su marido, aunque mal acostumbrada a esos hábitos nocturnos, prefería postergar para la mañana siguiente los requerimientos amorosos.
***
Ella solía despertarlo con un beso en la mejilla. Si saliendo de su letargo él se mostraba indispuesto, se encargaba de reanimarlo con dulzura. Y sin oponer mayor resistencia, él terminaba por someterse.
de Octavio Pineda
País de origen: México
Edad: 36 años
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