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La cigüeña

Ya antes de nacer había mostrado mis dotes prodigiosas. Recostado en la hamaca apañada con el pañuelo anudado al pico de la cigüeña, abrí mis sentidos por pri­mera vez para contemplar, por arriba, el inmenso lienzo azul del cielo primaveral y, por atrás, el pico entrelargo y las alas anchurosas del animal trotamundos que inauguró mi archivo de recuerdos.
A partir de aquel momento todo lo que veía se grababa en mi mente de forma indeleble, aunque no sabía el nombre de las cosas ni para qué servían. Después, conforme aprendía una palabra y su sig­nificado, los relacionaba de inmediato con lo que se me había quedado impreso en el viaje iniciático, y volvía a ver con nitidez fotográfica el objeto divisado entonces desde el cielo, ya fuera un cirro algodonoso, una verde campiña, una manada de vacas tranquilas o la espadaña orgullosa de un cam­panario. De estas últimas llegué a conocer una gran cantidad, pues la cigüeña que me transportaba tenía una marcada afición a acercarse a las iglesias. He viajado mucho de mayor, y en mis excursiones he conseguido identificar casi siempre las espadañas con todos sus detalles, y hasta he reconocido cuáles, al cabo del tiempo, habían sido restauradas o sufrido deterioros notables.
Las demostraciones de mis dones memorísticos habían generado en mis padres sensaciones variadas y contra­dictorias. Unas veces habían sentido un orgullo vanidoso por el retoño que maravillaba al maestro cuando le recitaba de carrerilla no solo los ríos de España y sus afluentes, sino también los pueblos, villas y aldeas que se iban encontrando las aguas, con mención especial de aquellos que atesoraban iglesias con espadañas.
Otras veces lo que sentían mis padres no era orgullo, sino miedo, que iba desde el recelo hasta el pavor según fueran mis exhibiciones, pues aunque conjugaba con eficacia mi memoria superior con mi afición temprana a hojear todos los libros de la casa que contuvieran imágenes y mapas, había co­mentarios, observaciones, respuestas mías que mis padres no podían explicarse por el solo hecho de mi memoria portentosa, pues revelaban que por fuerza tenía que haber algo más que ellos no alcanzaban a identificar.
Así ocurría cuando se planeaba una excursión a algún pueblo cercano y yo añadía datos que no esta­ban en los libros ni en los atlas que teníamos, y que después mi padre comprobaba que eran fidedignos; o como cuando en cierta ocasión fuimos a visitar la granja de unos conocidos y yo pre­gunté dónde estaban las cuatro vacas berrendas que pasta­ban allí hacía seis años. El dueño de la finca debió pensar que el dato lo habría dado él antes y que yo era un niño marisabidillo y pe­dante, pero mis pobres padres volvieron a cruzarse aquella mi­rada angustiada a la que seguían hondos suspiros de desaliento.
Poco más de un año después de aquel recuento retrospectivo de reses vacunas, mis padres empezaron a dosifi­carme informaciones nuevas que hubieran debido provocarme la desilusión y el desengaño, pero también madurez y mejor juicio, si bien yo iba relativizando esas noticias porque ya las conocía o al menos las suponía. Empezaron por el ratón que se llevaba los dientes, siguieron con los reyes de melenas y barbas postizas que regala­ban juguetes y terminaron con lo que más les costaba explicar: el nacimiento de los niños. Con mayor solemnidad que en las oca­siones anteriores se alternaron los dos para contarme no sé qué del amor tan grande que se profesaban, de una semillita que papá ponía en mamá, de nueve meses que habían de transcurrir para que creciera, igual que las plantas que también salen de una semilla…
Fue cuando exploté. Había sido condescendiente con ellos desde que reparé por primera vez en sus contradicciones e inco­herencias, en sus desconocimientos y explicaciones torcidas; pero ya no podía aguantar más, aquello era el límite máximo del ab­surdo que no podía consentir que se traspasara. Querían negar mi propio nacimiento, el tránsito real hasta el lecho donde me encontraron a través de los cielos cautivadores que me habían iniciado en el conocimiento de las cosas terrenas por medio de la impresión imborrable de las imágenes, las formas, los movimientos y los colores. No podía ser. ¿Cómo podían cometer semejante tropelía? ¿Quién les había explicado eso a ellos? ¿Lo creían de verdad? ¿Creían de verdad esa farsa de la semilla? ¿Es que a ellos no les había traído al mundo una cigüeña como a todos los morta­les? ¿Habían nacido de forma diferente a la normal, por ese es­pantoso y estrafalario sistema seminal, y por eso demos­traban tantas carencias mentales? ¿O aquello era una broma como las que se gastaban el día de los inocentes?
Intenté convencerles de la realidad pura y cierta, de cómo re­cordaba con claridad irrefutable la fisonomía y el aleteo de la ci­güeña, el azul estremecedor del cielo, los picos aún nevados de algunas montañas, los dibujos serpenteantes de los ríos, el verdor limpio de los prados, la inmensidad espesa de los bosques, la ondulación de los tejados sobre las humildes casas encaladas, el orden militar de las bandadas de aves que volaban más bajo que nosotros, la pesadez calurosa de los hombres que faenaban en los campos, la algarabía desordenada de los niños en los patios de las escuelas, la altivez broncínea de las espadañas…
Con paternal paciencia trataron ellos de llevarme a su terreno: adujeron que yo era un niño, sí, pero que ya tenía suficiente uso de razón para comprender que ellos querían lo mejor para mí y que no me iban a en­gañar; les contesté que yo tenía ojos en la cara y buena memoria acreditada como para que me pudieran convencer de ese esperpento de la semilla. Flaqueó mi padre cuando le invoqué como prueba aquella indagación mía sobre las cuatro vacas berrendas de las que nadie había hablado y que se­gún su dueño las había vendido en una fecha que resultó ser unas cuatro semanas después de mi nacimiento. Pero volvió al argumento de autoridad para situar ésta por encima de lo que calificó de fantasías infantiles propias de un hijo único mimado en exceso e insaciable de caprichos. Le reprochó mi madre su brusco cambio de tono. Culpó él a ella de tales mimos y capri­chos. Grité yo en un intento desesperado de que escucharan y asumieran mi verdad. Me abofeteó mi padre, lloró mi madre, pataleé yo, bramó mi padre, se tiró de los pelos mi madre, mordí donde pude, recibí una tunda de golpes, noté que mi madre que­ría separarnos a mi padre y a mí, oí que mi padre la insultaba apelando a cuestiones pretéritas, noté un mareo y unas náuseas incontrolables y perdí la memoria por primera y única vez en mi vida.
Porque en efecto no perdí la conciencia, sino por muy escaso tiempo la memoria, pues nunca jamás he logrado revivir qué ocurrió entre el desaforado alboroto desencadenado por el torpe afán de mis padres de inculcarme la in­creíble y asombrosa teoría de la procreación biológica y el mo­mento en que me di de bruces con el rostro imberbe y pálido del psiquiatra. Me vi sentado frente a él, la vista fija en un cuadro colgado detrás de su mínima cabeza que representaba a un señor, ya algo mayor, que lucía bigote y perilla canos bien recortados. Oí como una letanía de viejas la perorata que mi madre le fue sol­tando, obediente al propósito categórico que me había impuesto de no intentar siquiera convencer a quienes sin duda habían sido embauca­dos en sus principios por padres y educadores abyectos o indo­cumentados. Se explayó mi madre en su relación, y cuando hubo terminado habló el psiquiatra con impasibilidad propia de quien ha escuchado otras veces la misma historia.
– Hay que oir al niño.
Retiré la mirada del cuadro, memorizados todos y cada uno de los rasgos del viejo médico alemán, dudé unos segundos, crucé la mirada con la del psiquiatra, sentí una extraña confianza a pesar de mis recelos de entrada, carraspeé y empecé a contarlo todo, hasta los detalles más nimios, desde el instante preciso en que se estrena mi memoria con el azul del cielo y el aleteo potente de la cigüeña, hasta el triste momento de la noche anterior en que mi padre había sido reducido de su ira frenética por los vecinos de toda la vida que habían acudido asustados por la barahunda. El psiquiatra había puesto toda su atención en mi relato, sin ningún gesto que de­notara desconcierto, censura ni aprobación. Anotó algo en su cuaderno, alzó despacioso la cabeza y se dirigió a mi madre:
– Es necesario que el niño se quede a solas conmigo – dijo –. Conviene que se vea libre de su presencia para que pueda hablar con desembarazo.
Salió mi madre, muy a su pesar a juzgar por la parsimonia con que lo hizo, pero no hablé yo, sino que fue el desvaído doctor el que razonó.
– No debes culpar a tus padres. Tú ahora mismo no puedes entender por qué actúan así. Es por la educación que recibieron, una mezcla de supersticiones, miedos, dogmas, ídolos, mentiras, verdades a medias, fanatismos, apariciones… Esto les lleva a creer las mayores patrañas, sin ponerlas en duda, mientras que son intolerantes con quienes nos aferramos a la comprobación de las realidades. Ya te iré ex­plicando poco a poco, no te preocupes – la voz del doctor me resultaba cada vez más cálida –. Debes tener en cuenta que tú los quieres a ellos y ellos te quieren a ti. No van a cambiar, hay unas fuerzas que los van a llevar siempre en la misma direc­ción de por vida, sin que se pueda hacer nada por ellos. Pero no son peligrosos. Otros programados como ellos sí lo son: justifican cosas injustificables que ya irás conociendo, auténticas barbari­dades. Ellos no, ellos sólo quieren vivir en paz y sacarte a ti ade­lante. Tendrás que disimular. Y seguirles la corriente. Yo te ayu­daré, te enseñaré a fingir para que no los hagas sufrir.
Me quedé paralizado. Unos seres incapaces de ver las evidencias pero dispuestos a tragarse las explicaciones más absurdas. Necesitaba saber que había otras personas como yo.
– Usted – le dije al psiquiatra –, vino también en una cigüeña, supongo.
El psiquiatra sonrió por primera vez.
– Por supuesto. Todos hemos venido al mundo en una cigüeña. Pero somos los menos los que lo recordamos. La mayoría cree otras cosas inventadas, les resulta más cómodo, o no dan para más. Se refugian en creencias que les hacen olvidar sus miedos. Ya hablaremos más tranquilos. Por cierto, el próximo día que vengas recuérdame que te enseñe mi colección de diapositivas de espadañas. Quiero poner al día contigo algunos datos.


de Javier Recuero

Pais: España

Edad: 52 años

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