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Inevitable

Hace dos horas que estoy sentada en mi cama. La tensa situación me obliga a permanecer inmóvil. Cuando giro la cabeza para mirar el reloj, una lágrima corre por mi mejilla. Marca las dos de la mañana en punto. Me quiebro en llanto a la vez que intento ocultar la desesperación que lentamente florece en mi interior. Hace dos horas que él debería haber regresado y aún no lo ha hecho. Mi corazón, mi mente, en fin, todo mi ser desea con fuerza negar aquella verdad inevitable. Sin dudas, él está muerto.
¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a explicarles a mis hijos que ahora duermen que su padre, que siempre practicó los valores de la humildad, la honradez, murió por haber hecho matar a un importante funcionario público? ¿Llegarán a entender algún día que lo hizo por nosotros, por nuestro bienestar, para no sumergirnos en un infierno, que fue contra su voluntad y que si lo hizo fue porque no tenía otra escapatoria?
Todo comenzó hace un año atrás. Él era empleado municipal y en ese entonces, por falta de presupuesto, comenzaron a recortar el personal. Ante la desesperación, habló directamente con el intendente para que no lo despidiera pues tenía una familia a la que mantener. Su suerte cambió para siempre cuando, no sólo no lo despidió, sino que le dio otro puesto mucho mejor remunerado: ser su guardaespaldas personal. La cuestión es que se sentía amenazado de muerte por su contrincante político, quien aspiraba a ocupar su puesto.
Pero el asunto se agravó hace un mes atrás cuando Rivero, el intendente, le ordenó a mi marido matar a González, el contrincante. Por supuesto que mi marido se negó.
-O lo matas o... uno nunca sabe cuando puede tener un accidente en la calle- lo amenazó sin dejarle ninguna salida.
Resumiendo, él elaboró un plan: le dijo a Rivero que esa noche lo esperara en un banco acordado de la plaza, luego llamó anónimamente a González y le comentó de los planes de Rivero de asesinarlo, indicándole el lugar exacto en el que se encontraría. Escondido, verificó que éste cumpliera con su deber y así podría regresar a casa sin cometer ningún delito. Pero esta noche, los matones de Rivero lo citaron a las veintidós horas.
Claro que sospechamos que se habían percatado de su plan, pero él intentaría huir. Evidentemente, no pudo.
-Si no vuelvo para las cero horas, agarra a los niños y huye. Vete lo más lejos posible. Te amo. Discúlpame si te he fallado, sólo deseaba hacer lo mejor para mi familia- fueron sus últimas palabras.
Como verán, desobedecí. En cambio, me levanto de la cama habiendo ya esperado el tiempo suficiente. Me visto toda de negro, pues estoy de luto. Pongo todo mi esfuerzo en no despertar a los niños. Me dirijo a la cocina y tomo la cuchilla más grande que poseo. Lentamente, me subo a mi coche, lo arranco y marcho a toda velocidad hacia la guarida de los matones de Rivero.
Detengo el auto a doscientos metros del lugar y continúo a pie. Al ver unas luces que se aproximan, me apresuro a esconderme detrás de un árbol. Avanzando lentamente, observo lo que sucede. Tres de ellos están reunidos en una pequeña habitación oscura limpiando el piso y las paredes, mientras que el que acaba de llegar, fue al baño a quitar la sangre de mi marido de sus asquerosas manos. Indudablemente, es el momento de actuar.
Ágilmente, me muevo en las sombras penetrando en la vivienda. La puerta de aquel cuarto se halla abierta, por lo que no me es difícil entrar sin que me oigan. Rápidamente, corro hacia los dos que se encuentran inclinados en el suelo y, en cuestión de segundos, hundo la filosa cuchilla en la espalda de uno, la retiro, la hundo en la espalda del otro y alcanzo a extraerla y lanzarla a tiempo antes de que el tercero, que se encuentra junto a la ventana, logre reaccionar al girar y ver lo que estaba sucediendo. Corro desesperada a sostenerlo, pues no deseo que al caer su pesado cuerpo realice el más mínimo ruido.
Sin dudarlo, ahora me dirijo al baño. El cuarto matón aún se encuentra refregando sus manos. Es indudable que la sangre de mi marido no se borra tan fácilmente como ellos creían. Sólo me toma tres segundos abrir impetuosamente la puerta y hundir la cuchilla en su pecho, pues él solo alcanzó a darse vuelta.
Cumplí con mi tarea. De ahora en más, ya nadie intentará dañar a mi familia. No debo huir, sólo debo pensar la mejor forma de decirle a mis hijos que su padre murió como un héroe: salvando a una persona muy importante de la muerte. No tienen por qué saber más. O tal vez sí, pero no ahora, sino dentro de muchos años cuando sean más grandes y puedan llegar a comprender lo sucedido.
Sólo espero que él, que en este momento me está observando desde el cielo, me perdone el nunca haberle confesado mi pasado como asesina profesional. Sólo espero que pueda comprender que lo oculté por miedo a perder al único hombre por el que me sentí amada y que me ayudó a salir de aquella profesión turbulenta que me hundía cada vez más. En fin, tenía temor de perder al hombre que salvo mi vida, sin que él lo supiera. Y esto es algo que no deben saber mis hijos. Segura de no tener testigos, nunca nadie lo sabrá.



de Liza Tomci
Argentina
26 Años

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