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El libro de los muertos

Una noche, al promediar la madrugada, vagaba por las páginas de la internet en busca de libros raros. Me deparé con una versión belga del Necronomicon: El libro de los nombres muertos. Nunca supe si el libro realmente existía o si no pasaba de un tema ficticio explotado en algunos relatos. Me acordaba de haber leído sobre una versión que decía que una de las escasas copias se encontraba en nuestra Biblioteca Nacional. El libro, escrito bajo el título original de Al Azif (vocablo empleado por los árabes para designar al rumor nocturno producido por los insectos que, supuestamente, era motivo de orgullo de los demonios), se le atribuía al yemenita Abdul El Hazzared en el siglo VI, durante el período de los Omeyas, un clan de la tribu de Qurayshen la ciudad de Meca. Cuando lo vi, vinieron a mi mente referencias hechas por Lovecraft que me remontaran a mi adolescencia.
En la tapa podía leerse en caracteres atemporales: The necronomicon, the book of dead names; Antwerpia 1571. Lo abrí con voraz curiosidad. La edición escaneada y traducida en tipos Arial, debía ser el facsímil de un volumen impreso en formato de octavo español[1]. Pasé toda la noche, y el día siguiente, disfrutando de mi descubrimiento. La noche cayó nuevamente y ahí me encontraba. Los ojos irritados. Sin haber comido nada en todo el día, frente a la pantalla del computador. Entonces me acorde del relato El libro de arena, de Borges y por un instante pensé que, tal vez, debiese librarme de él mientras estuviese a tiempo de hacerlo; pero mi curiosidad fue mayor. Pasé todo el tiempo que mis fuerzas me permitieron deleitándome con los excelentes grabados y con los nombres que habían sido condenados a encerrar eternamente. Luego debo haberme dormido.
Cuando me desperté estaba oscuro. No sabía que día ni que hora eran. Me sentía con el cuerpo dolorido y exhausto. Transpiraba mucho. Mis ropas estaban mojadas. Me levante del escritorio y fui a preparar café. Camino a la cocina me pareció acordarme de un sueño. Fui hasta el baño; lo impostergable. Encendí la luz y me miré en el espejo. Estaba pálido. Los ojos hundidos. Al bajar La vista observe una enorme mancha blanca sobre los hombros de mi camisa roja. En ese momento percibí que no tenía ninguna camisa roja. Vestía una camisa blanca que, sí, tenía una enorme mancha roja. Me quite la camisa con espanto y la enjuagué en la pileta del baño. Parecía sangre. Me quité toda la ropa y me metí bajo la ducha. Busqué una herida, pero no la encontré. Coloqué la camisa, ahora rosada, en un balde con lavandina y me dirigí a la cocina.
Era inverno. Hacía frío. Encendí todas las hornallas de la cocina para calentar el ambiente. Abrí la heladera y coloqué un poco de leche para calentar. Tomé un pedazo de pan y busqué mi cuchillo predilecto en el cajón de los cubiertos. No lo encontré. Busqué en la mesada y tampoco estaba. Tomé un cuchillo menor y corté el pan para tostarlo. Después le pasaría manteca y mermelada, que junto a un café con leche humeante, constituirían una buena elección que me permitiría volver a concentrarme en mi tesoro. Me acordé de que tal vez Delia viniese en esa semana.
No quería perder preciosas horas dedicándoselas a Delia cuando podría dispensárselas a mi libro secreto. Tampoco quería que Delia, ni ninguna otra persona supiese que estaba en posesión de tal rarísimo ejemplar. Si viniese, simplemente no respondería a su llamado y listo. Después inventaría una disculpa cualquiera que me justificase. Ella no iba a saber jamás del libro. Me pertenecía y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie.
Me instalé nuevamente frente a la pantalla. Caliente y repuesto, sin importarme mucho con la extraña mancha de la camisa. Pasé largas horas saciando mi apetito en desvendar los misterios de la muerte a través de los nombres que se sucedían delante de mí. Así conocí: Los Diversos Signos, La voz de Hastur, Kadath el desconocido y las invocaciones a Yog-Sothoth. En el límite de mis fuerzas nuevamente dormí. Al acordar, me pareció que el tiempo no hubiese pasado y tuve, por un único instante, una extraña sensación de inmortalidad.
Fui hasta el baño nuevamente. Mi gata siamesa estaba afuera arañando la puerta del patio. Abrí la puerta y entró rápidamente con la cola erecta. Fue directamente hasta el lugar donde se encontraban su agua y su leche. Las olió y me miró. No las tocó. Enseguida se arqueó erizando todos los pelos de su cuerpo al tiempo que me mostraba sus colmillos y exhalaba aire con fuerza produciendo un sonido característicamente felino. Entonces volvió sus orejas para atrás y, como si hubiese oído algo, se dirigió con cautela hasta el placar del pasillo. Lo olió y retrocedió al tiempo que maullaba amenazadoramente con las orejas bajas y giraba la cabeza tratando de comprender lo que ocultaba la puerta. Fui en su dirección y se asustó tanto que salió corriendo desesperada en dirección al patio. Vio la puerta cerrada y súbitamente cambió de rumbo derrapando. Saltó sobre la pileta de la cocina, haciendo caer el recipiente de la basura, para ir
exprimirse atrás de la heladera. Entonces vi mi cuchillo preferido que estaba en la basura manchado de un rojo carmín mate. Lo tomé y fui en dirección del armario del pasillo. Abrí la puerta y ahí estaba el cuerpo sin vida de Delia. Ensangrentado y frío, miraba fijamente hacia el vacío con los ojos desorbitados en una singular mueca de espanto. Llamé a La policía y explique todo. Con los mínimos detalles. No me creyeron. Es más: dijeron que los peritos verificaron varias veces mi computador y no encontraron ninguna huella de un archivo llamado Necronomicon. Ahora estoy esperando al doctor Echegoyen: mi médico.
Escribo secretamente estas líneas desde el pabellón siete.



FIN

[1]Octavo español: 11x16 cm.


de Enrique Danowicz
Nacionalidad: Argentino
País:Brasil

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es un alivio encontrar un buen cuento después de estrellarme con varios esperpentos publicados aquí. Buen ambiente Lovecraftiano. Me gustó la alusión a Borges también. Buen uso del nombre Delia y su sutil mención para no develar el final.
Las últimas dos líneas, sin embargo, siento que cortan el sabor del cuento, pasándolo muy fuertemente de su atmosfera irreal a la frialdad del pasillo.

Un saludo.
Camilo Roa.

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