El Chevrolet del 57 que me compré por mil pavos en Las Vegas, me dejó tirado en una de las interminables carreteras secundarias del desierto, cercanas a la ruta 66; el viejo motor fallecía de un síncope diesel. Y yo allá, descompuesto con mi chupa de cuero negro que me compré de oferta en Marks & Spencer, y sin poder lucirla con su piel de zorro revistiéndola por debajo, miraba la vasta escena de oscuros y horizontales planos rodeándome. Luego me metí dentro del coche más para protegerme de los peligros mentales de la noche que del propio frío. Pero nadie me acosaba enderredor; sólo yo era mi única inquietud. Y como me sentía inseguro encerrado en la ratonera del coche, hasta que dejé de sentirme una rata acechada por el gigantesco y fantasmagórico gato de la noche, que me miraba con sus mil ojos desde dentro de mí, abandoné mi frágil castillo de arena hacia el campo abierto donde me sentía más seguro. El viento golpeaba mi cara y rechinaba la arena contra el capó del viejo Chevrolet que yacía junto a la cuneta, y la noche era casi oscura con esa vaguedad lunar jugando entre sombras.
Acabé sentándome en el mojón kilométrico 757; lo ví reflectante ante mi, emergiendo del petreo suelo, que, en un mudo grito de piedra, se alzaba monosilábico y monolítico, como un símbolo politeísta que, alineados en la carretera, repartían equidad en la Tierra. Y con una de esas deidades kilométricas besándome el culo, me evadí de mi situación angustiosa arrullado por la noche, y aún con el eco de ese zumbido monocorde y el recuerdo vivo de estar aún recorriéndola, la presentía allí en la oscuridad, persiguiéndola obstinadamente por sus largas rectas, y cómo que la veía desenrollándose de si misma y estirándose incesantemente hacia delante con la obstinación de un surco que ha herido una tierra salvaje y sin ley.
Pero más tarde ya no pude resignarme a mi suerte, y blasfemaba contra el cielo y le propinaba furiosos puntapiés a aquel dios que se expresaba con un lenguaje cifrado en su cara, que sólo me indicaba mi justa situación desesperada en medio de la nada, y me consolé in extremis, sin extremar mi ira, arrancando de un brusco tirón la etiqueta del precio que aún colgaba de la chupa, y en su calidez guardé mis manos frías y recordé dos tetas y maldije mi suerte. Y de repente ví dos luceros en la lontananza, y pensé podrían ser los ojos de alguien que como yo tuvo en su coche una avería y que de éso hacía ya mucho tiempo y ahora sólo aguardaba en la oscuridad para verme a mi también solo y abandonado a mi suerte, o tal vez serían los de un buho distraido que me observaba en lo alto de una rama y al que distraía de sus planes de caza. ¿Y si fueran los faros de un coche acercándose a mí...?, pero éstos no aumentaban su intensidad ni su tamaño. Pero también podría tratarse de dos estrellas gemelas unidas por el destino para siempre, refulgiendo en la oscuridad del firmamento y mirándome desde el infinito. Pero esa mirada era algo tan dulce y aterrador que, si se la entendía bien, a uno le entraba vértigo. Eran millones de años luz mirándome en un instante infinitesimal. ¿Y por qué dos? Yo en una sí, pero la otra, ¿para quién... o para qué...?
Al alba se me desvelaría el secreto. Eran dos farolas aún encendidas, sobre el km. 758, flanqueando la entrada a una solitaria gasolinera, con servicio de taller. A su lado un pequeño motel de dos habitaciones con una que estaba libre. Le pedí un desayuno a la mujer del tipo de la gasolinera, que me lo sirvió a una mesa con dos platos; no retiró el otro, que permaneció allí sin usar, como una suerte de libre albedrío aún intacto. Y ése enigmático número dos, que me rondó obsesivamente toda la noche, insistía en significarse también por la mañana: quizá expresaba la relación indestructible del hombre y su incierto destino, a menudo determinado por la suerte y el azar.
de José Lizana Martínez
Barcelona, España
Edad 57 años
Página web creada por su participación en Letra Universal
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