Con mi primo Aldo teníamos que ir desde Bolívar hasta la estación Recalde, en el partido de Olavarría, por no se que asunto que a un adolescente como yo poco interesaba, pero como siempre me gustó el campo por la amplitud del paisaje, era algo así como hacer una práctica de libertad que complementara a mi espíritu no atado a esquemas estrechos, participando humildemente de ese grandioso espectáculo del desierto verde que bien pudiera haber sido representado por la “Sinfonía del Nuevo Mundo”.
Como a las tres de la tarde llegó el famoso “Carreta”, tren local que paraba en todas las estaciones desde Constitución. Interminable viaje monótono en el que luego de varias horas, la espalda quedaba marcada por las maderas transversas de los asientos de los vagones de segunda clase. Esa era la única posibilidad de viajar que teníamos y veíamos a la primera como un lejano mundo prohibido.
Esta vez íbamos más allá de Bolívar, lo que para mi era toda una novedad ya que no conocía sino hasta la siguiente estación Vallimanca cuando, con el camión de mi tío Pedro, solíamos ir a buscar bolsas de trigo algunos años antes.
El viaje fue placentero y nos divertimos mucho porque Aldo conocía al maquinista del tren y nos permitió viajar en la locomotora de vapor entre Vallimanca y Paula en una experiencia inolvidable.
Recalde no era más que un empalme ferroviario con un caserío donde sobresalía un lugar de comidas no lejos de la estación. Mis primos me habían contado que la fonda adonde íbamos a comer era muy particular ya que durante el verano el dueño atendía en camiseta sin mangas y traía el pan debajo de sus traspirados sobacos. Esta forma desagradable de contarlo no era más que una de las tantas bromas que solían hacerme y que conmigo a veces daban resultado. Lo cierto es que yo estaba atento a lo que iba a ocurrir durante el almuerzo, pero no se trató más que de una broma para tenerme en ascuas y ver mi reacción cuando el cantinero apareciera. Ellos lo disfrutaban y yo sufría hasta que comprobé que todo era normal.
Al sentarnos me llamó la atención el aspecto de una ventana cuyos vidrios estaban adornados de manera diferente al resto del ambiente. Había sido muy arreglada y sobre ella estaban pintadas figuras que no semejaban paisaje alguno ni a formas definidas.
Me levanté atraído por la curiosidad de saber que podía llegar a interpretar de lo expresado allí y preguntándome que había querido decirme su anónimo autor. La imagen tenía la perspectiva de un sentido único hacia el interior de la misma, como si al encaminarse a ella no se pudiera regresar. Parecía que la conocía, aunque no creo haberla visto en otro lado, más que en la sucesión de sentimientos que anidan en nosotros y que se manifiestan a través de la metamorfosis de la pintura.
A medida que me acercaba me adentraba en ella, era una atracción involuntaria e indefinida, de tal suerte que intenté tocarla y en ese momento Aldo me tomó del hombro mientras me preguntaba que iba a comer. Me di vuelta como aturdido, me dirigí a la mesa casi guiado por mi primo, pero por el rabillo del ojo pude observar que por lo que parecía un sendero, algo se deslizaba hacia el fondo de la pintura.
Me senté muy confundido y miré fijo a la ventana, pero nada parecía moverse. Pensé en las sombras indirectas o cruzadas que a veces proyectamos en esos ambientes mal iluminados, pero todo era demasiado objetivo y real como para creer que estaba en una especie de sueño dentro de la realidad. Mi conciente tampoco quería pensar en algo más mundano como una cucaracha que suelen abundar en estas fondas y que me hubiera producido una reacción de asco tal como para rechazar la comida. Bastante tenía con la versión del cantinero en camiseta trayendo los panes debajo de los sobacos.
“¿No oíste que te llamaba?” me preguntaba como si de esa manera me sacara del éxtasis en el que parecía encontrarme y añadió “tenemos que comer porque luego voy a la estación a hacer un trámite y enseguida nos vamos en el carguero que viene de Bahía”.
Al terminar la comida Aldo llamó al cantinero para que nos cobrara el almuerzo. Mientras lo hacía le comenté sobre lo peculiar que me parecía la pintura en la ventana. Me dijo que cuando compró el restaurante la pintura ya estaba y la dejó tal como la encontró, porque a la gente parecía no molestarle y el creía que lucía mejor que una ventana que daba a los fondos sin nada que mostrar y además se ahorraba algún adorno que cuidar como las cortinas.
Parece ser que la había pintado uno de esos genios locos que viven entre dos o más mundos. Si bien tienen más imaginación que arte, en este caso las dos cualidades iban parejas y nosotros no éramos conocedores como para juzgarlo. Solamente disfrutábamos o no de esa expresión que en mi caso particular me fascinó por alguna razón que desconocía.
Terminamos la comida mientras manteníamos una amena y animada conversación. Sin embargo yo sentía algo extraño que me hacía ver todo diferente aunque no podía afirmar que así fuera.
Me levante y nuevamente me dirigí hacia la ventana, al tocarla me percaté que podía abrirla. Lo hice, dejándola de par en par y para mi sorpresa vi que daba al interior del restaurante en el que estaba, como reflejo de lo que estaba viviendo. Cuanto mas lo miraba todo se hacía extraño y quedaba congelado en un cuadro penumbroso donde en una mesa unos parroquianos comían en silencio. Cerré la ventana y lentamente me fui alejando hacia el interior de la perspectiva que mostraba la pintura desapareciendo en sus detalles. Hoy paso las horas y días viendo llegar a los parroquianos y sentarse a la misma mesa en la que creo haber estado algún día.
Carlos Luján D'Andrea
Argentina
66 años
Página web creada por su participación en Letra Universal
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