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Economía existencial

“¿Cuánto valgo? ¿Cuántos cuadros y estadísticas tendré que hacer para valerme por mi mismo? ¿Debo asumir que la demanda me provoca? ¿Acaso el dinero me excita?”
— ¿En qué está pensando, señor Gusalli?
— ¿Cómo? —balbuceó el estudiante, disipando pensamientos.
Toda la clase se volvió y observó a Gabriel, esperando que éste arremetiera contra Tamborini, como era lo habitual. Pero nada sucedió.
—Puedo ver que hoy anda tranquilo, señor Gusalli —Gabriel se limitó a observarlo, nada más—. Nada de aberraciones en mi contra ni contra la materia. ¿Puede ser que al fin su cabecita haya madurado? ¿O quizás se haya dado cuenta de que la Economía lo es “todo”?
La sangre de Gabriel había comenzado a enardecer, pero se mantuvo inmerso en su silencio. Más allá del asco que sintió al haber escuchado la palabra “todo” en ese tono tan soberbio.
— ¿No piensa responderme, señor Gusalli?
Gabriel permaneció inmutable. Bajó la mirada y un haz de luz que se coló por la ventana le rebotó en los anteojos, convirtiendo su rostro en una cara sin facciones.
“Usted es un cero, señor Gusalli. Un cero gordo y completamente inútil. Nunca logrará nada en su vida con esa actitud rebelde”, reflexionó Gabriel, mientras la ira del recuerdo arremetía en su interior, “cero, Gusalli, cero”.
— ¿Y bien?
—No, profesor —dijo al fin—, hoy no tengo nada que decirle.
El alumnado enmudeció, al igual que el profesor. La primera vez en años que Gabriel medía sus palabras ante su opresor. Siempre tenía algo que decirle, algún punto que golpear. Esta vez sólo…parecía diferente.
Para la sorpresa de todos, Gabriel tomó sus cosas y desapareció tras el umbral de la puerta, donde se posaba un Tamborini rígido y preocupado.
El profesor sucumbió al pánico. Algo andaba mal. Aquella escena estaba mal. En sus clases, el alumnado, nunca tenía la última palabra. En especial aquél engendro de Gabriel Gusalli. Presentía que su día se desmoronaba de a pedazos.
“¿Qué es lo que me preocupa, si ese chico es un cero?”, pensó, “el cero no hace daño, es un número inservible que solo muestra equilibrio. Un equilibrio que no es bueno, si lo que pretendo son ganancias”.
De repente sonó el timbre, y cuando Tamborini reaccionó, ya no había nadie más allí que sus propios y estadísticos fantasmas. Un viento helado que sopló tras sus espaldas le advirtió que era hora de partir; La Junta de Economistas Rosarinos le esperaba.
El profesor Roberto Tamborini arribó al estacionamiento, al mismo tiempo en que citaba en su cabeza el discurso de apertura que había planificado para ese día.
Un montón de escombros, que se alzaban a lo largo del lote, lo obligaron a rodear el auto. Una vez, frente a la puerta del acompañante, comenzó a hurgar por sus llaves. No las tenía. Se volvió enfurecido para buscarlas en el aula cuando una delgada sombra se materializó frente a él.
— ¿Busca “esto”, profe? —era Gabriel, con los ojos sobresaltados y la respiración acelerada—. Accidentalmente, quedaron en mi mano, esta mañana.
–— ¡Gusalli…
–— ¡Gusalli, nada! ¡Cállese la boca!
Gabriel empujó al profesor, dejándolo en el piso contra la puerta de su auto.
–— ¡¿Qué hace?! —replicó el economista.
Gabriel no respondió, y de imprevisto, levantó una inmensa piedra gris con forma de lápida. Miró a sus costados y se agachó frente al profesor. Tamborini se cubrió el rostro con un cuaderno, y justo antes de que Gabriel dejara caer la piedra, éste le susurró al oído:
—Todo número elevado a la cero, Tamborini, da uno.



de Leandro Román Puntin
Edad: 19
Nacionalidad: Argentina


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