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Buscar el lugar

El propio. Ese del que nadie la sacaría. El suyo. El que debía encontrar. ¿Sería el que soñaba ella repetidamente, donde La Otra, apenas esbozada la intimidaba desde el marco de aquella ventana?
Cada vez que la veía en sueños se sentía frágil, etérea, abrumada durante todo el día. ¿Debería buscar sola ese lugar? ¿Quién la acompañaría?
Cuando me enamoré de Ángel sentí una gran sensación de seguridad. Tomada de su mano fuerte, cerraba los ojos e imaginaba un camino de piedras blancas. Por la noche lo volvía a soñar. De día, intentaba reconstruirlo. Pero se diluía entre recuerdos borrosos.
Le conté mi necesidad de encontrar ese lugar que no podía definir ni precisar.
¿“Encontrar un lugar? ¿Dónde?, ¿Cuál? ¿Qué camino llevaría a él?” Al comienzo lo tomó en broma. Después me ayudó a dibujarlo y al volver de la luna de miel lo construimos juntos con lajas blancas entre la casa y su atellier de pintor.
Pero nunca lo recorría. Sólo lo miraba escrutando cada piedra como buscando en ellas algún secreto. A veces fijaba la vista en la puerta. Pero tampoco la traspuso. Y allí se quedaba imaginando aquel lugar, Ese de donde nadie me sacará, repetía. Debía conocer el final del camino, o encontrarlo, o soñarlo.
Ángel conocía los detalles de sus sueños, se los describía hasta con el mínimo detalle. Sobre todo cuando aparecía La Otra, en el marco de la ventana, al final del camino de piedras blancas. Lo vio sorprenderse cuando le dijo que creía que allí estaba su lugar. Que ese era el camino que ella debía recorrer. Y le pidió que le dibujara la casa y la ventana al final del sendero.
Desde que me convencí de que había encontrado el lugar que buscaba, sólo pensaba en la forma de llegar a él; debía avanzar hacia La Otra, que parecía esperarme para ofrecérmelo. Tenía que recorrer esa distancia que nos alejaba.
En cada sueño fui acercándome un poco más, descubriendo el vestido azul con pliegues, el peinado en cascada. Nunca Ángel estaba conmigo. Pero al despertar, sentía su mano apretando la mía. Entonces le contaba y permanecía en silencio, me abrazaba con ternura. Luego, en su atellier se entretenía en los detalles de su próxima exposición.
Aquella noche durmió mal. En el sueño intentó avanzar por el sendero de piedras hacia la casa donde La Otra la esperaba en la ventana. Sentía el llamado silencioso. A ratos, la imagen se esfumaba. La pesadilla terminó al final del camino. La casa y la puerta habían desaparecido. Sólo la ventana se sostenía con un caballete. Despertó sola en la cama. Un impulso irrefrenable la obligó a ponerse el vestido azul, soltar el cabello en cascada y dirigirse hacia el taller de pintura del esposo.
Cuando recorrí el camino de piedras, me pareció reconstruir el último sueño. Caminé con lentitud con las piernas pesadas. Me pareció que la puerta remedaba a la de mis sueños. Entré. El olor del óleo me invadió. La oscuridad me impidió avanzar. Permanecí en silencio acostumbrando las pupilas a la penumbra. Entreabrí la hoja de madera. Poco a poco fui descubriendo formas y colores, paletas, marcos, el caballete y la tela. Avancé con lentitud. Distinguí el camino de mis sueños, el que había construido con Ángel. Y en el centro del cuadro, La Otra, con el vestido azul y la mirada fija en mí. No dudé.
Ángel llegó a tiempo para ver cómo su ella se acercaba a la imagen cada vez más. Le pareció que las dos, con milimétricos e imperceptibles movimientos se abrazaban y se entrecruzaban, fundían las manos, los pliegues de sus vestidos, los cabellos dorados. La tela tembló como en un suspiro lento y agónico. Luego la quietud.
Vio cómo La Otra salía del cuarto, cruzaba el umbral y se alejaba por el camino de lajas blancas, mientras su esposa quedaba fijada en el centro de la pintura.



de Elsa R. Lombardo
EDAD: 67 años
PAIS DE ORIGEN: ARGENTINA




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