Biografía de Escritores Argentinos Headline Animator

Auntie Bessie

Clara se sentó en el asiento del acompañante y se abrochó el cinturón de seguridad con un suspiro. Sabía que en algún momento iba a arrepentirse de haberle pedido a Darío que la llevara a lo de Auntie Bessie. La alternativa era tomarse un taxi, pero le parecía mejor ir con el auto por si tenía que traer muchas cosas. Además, de Palermo a Hurlingham iba a salir bastante caro. “El lunes a primera hora voy renovar el registro, si o si”, pensó con fastidio.

- Acordate que a las dos juega la Selección- dijo Darío. –Mirá que quedé con los muchachos que los encontraba en el bar un rato antes y no les quiero fallar.

- Si, si, ya me lo dijiste un montón de veces. No te preocupes, a ellos no les vas a fallar. Además, no creo que esto me lleve mucho tiempo- dijo Clara sin dejar de mirar hacia adelante. No tenía ganas de discutir por tercera vez esa mañana de sábado. A Clara, cada pelea, cada discusión sin sentido, le dejaba sin energía. Y ese día en particular iba a necesitar mucha.

Unos días atrás, el padre la llamó desde Córdoba para avisarle que su tía había fallecido y preguntarle si ella, que era la única de la familia que vivía en Buenos Aires, podía ir a la casa de su tía abuela para rescatar todo los objetos de valor, sobre todo afectivo, y luego poner la casa en venta. Auntie Bessie era viuda y no tenía hijos, solamente un sobrino, Roberto Holden, el papá de Clara. Y como Roberto se estaba recuperando de una fractura de costilla, la tarea recayó sobre ella.

Por suerte había bastante lugar para estacionar sobre la calle Necochea, a una cuadra de la estación de Hurlingham. “Bárbaro”, pensó Clara. “Un motivo menos para discutir”. Bajó del auto, inspiró profundamente y exhaló despacio. Cerró los ojos y se deleitó con el perfume de las flores, el olor a pasto recién cortado, el canto de los pájaros. Los recuerdos de su infancia y adolescencia se agolparon en su memoria: la casona donde vivía con sus padres, sus compañeros del colegio inglés, las tardes de sábado en el club, los entrenamientos de hockey los martes y jueves, su primer novio. Sintió una punzada de nostalgia por esas épocas felices que nunca volverían. Un empujón la devolvió bruscamente a la realidad. Señalando la puerta, Darío dijo -Dale, nena. Dejate de papar moscas.

Clara hurgó dentro de su cartera hasta encontrar las llaves. Una vez dentro de la casa, Darío puso cara de asco y dijo - Qué olor a encierro. Parece un mausoleo. Abrí las ventanas de una vez.
- Abrilas vos, que estas más cerca. Además, ¿sos manco o qué?- Darío abrió la boca para replicar pero Clara no le dio tiempo a decir nada. Le dio la espalda y subió por la escalera.

Clara se refugió en el cuarto de Auntie Bessie. Todavía olía a lavanda. Acarició el cubrecama hecho a mano por su tía durante las frías noches del invierno inglés mientras esperaba noticias de su marido James. Bessie Holden y James Buchanan se casaron en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, en una ceremonia sencilla y austera y se instalaron en una casita en las afueras de Guildford, en el sudeste de Inglaterra. Eran jóvenes y se sentían invencibles, capaces de hacer frente a todo tipo de adversidades, incluso las causadas por la guerra. Sin embargo, las noticias del continente y del frente del Pacifico eran cada vez peores. Pero fueron los constantes bombardeos de la Luftwaffe en territorio británico lo que terminó de empujar a James a tomar la decisión de defender a su patria. Se enroló en la Marina y, después de recibir instrucción militar básica, se embarcó en el crucero HMS Charybdis. Bessie estaba muy orgullosa de su apuesto marinero cuando fue a despedirlo al puerto de Plymouth. Pero también sabía que ese podría ser el último beso, el último abrazo. Se quedó en el muelle agitando su pañuelo blanco hasta que el barco no fue más que un punto en el horizonte. En ese momento, no se imaginaba que un buque torpedero alemán cambiaría su destino irreversiblemente.

Clara abrió un cajón, sin tener una idea exacta de lo que estaba buscando. Allí había ropa interior y medias. Decidió llevar toda la ropa de Auntie a la iglesia anglicana de St. Mark’s, también en Hurlingham. Recordó con una sonrisa el día que sugirió, con toda la inocencia de sus siete años, que fueran a la iglesia de Ciudad Jardín donde concurría su amiga Ingrid. Auntie Bessie le clavó una mirada salvaje y le dijo con un tono de voz apenas bajo control:

- Nosotros nunca vamos a Ciudad Jardín. Gartenstadt.- esta última palabra la escupió con desprecio. - Está llena de alemanes. No quiero tener nada que ver con ellos. End of story.

Cuando se enojaba, el acento gringo de la tía se hacía más pronunciado y siempre remataba la frase con expresiones en inglés como para reforzar la idea. Clara revisó los demás cajones metódicamente pero no encontró nada demasiado valioso. En el fondo del ropero de madera tallada, contra la pared, halló una caja de sándalo que despertó su curiosidad. Se sentó en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y abrió la misteriosa caja. Adentro había un manojo de cartas atadas con una cinta descolorida, que podría haber sido negra o azul marino, y algunos recortes del diario. Con cuidado, Clara deshizo el nudo y tomó la primera carta, frágil y amarillenta, la tinta sepia apenas legible.

Estaba por comenzar a leer cuando entro Darío y le pregunto qué estaba haciendo. Sin hablar, Clara le mostro la caja y señaló la que tenía en la mano.

-¿De quién es esa carta?

- De mi tío abuelo James. Me parece que la escribió después de embarcarse. Se nota que pasó por la censura militar, mira, está llena de borrones. Supongo que lo hacían por si caía en manos del enemigo, para que no se enterara de los movimientos de la Royal Navy. Te leo el primer párrafo: My dear Bessie; I hope this finds you in good health…

-Pará, pará, che, sabes que no se hablar en inglés. No entiendo nada.

Clara lo miró entre irritada por la interrupción y enternecida porque sabía que a Darío le costaba mucho admitir sus falencias. Pero no pudo dejar pasar la oportunidad de “tirarle un dardo”, como decían sus alumnos del colegio bilingüe donde trabajaba.

-Ah, viste. Ahora sabes lo que sentía yo cuando tu nonna me hablaba solamente en italiano.

-Con la nonna no te metas. Siempre quiso enseñarte a amasar las pastas que me gustan a mí pero vos nunca quisiste. Vos, mucho colegio bilingüe, mucho hockey, mucho “Queimbrish”, pero no le llegas ni a los talones.

La violencia de esas acusaciones injustas la dejaron pasmada. Lo único que logro hacer fue abrir la boca pero sin emitir sonido alguno. Sentía que las lágrimas se le escurrían por la cara y no hizo nada por evitarlo. Pero, curiosamente, no le importó.

Darío salió del cuarto dando un portazo. Clara oyó sus pasos en la escalera de madera, el golpe de la puerta de calle, el motor del auto y el chillido de las llantas sobre el asfalto. Sus ojos se posaron sobre la carta que todavía tenía en la mano. Siguió leyendo hasta el final. Después tomó otra y después, otra, hasta leerlas todas. La mayoría eran de James. Clara las leyó con avidez, en parte porque quería saber más acerca de su querida tía abuela y en parte porque la cautivaba esa historia de amor imperecedero truncado por la guerra. Cuando leyó el telegrama que anunciaba la desaparición de James en el hundimiento del crucero frente a la costa de Bretaña estalló en un llanto convulsivo como si sintiera esa pérdida en carne propia. La siguiente carta era del hermano de Bessie, el abuelo de Clara, donde este le ofrecía refugio en Argentina, lejos del sufrimiento y las penurias de la guerra. Además, era la única familia que le quedaba.

Clara depositó las cartas en la caja, apoyó la cabeza en la almohada y, con los ojos cerrados, se puso a pensar en Auntie Bessie y su vida: el gran amor que sintió por su esposo, el dolor infinito de su pérdida, el valor que tuvo para dejar atrás todo lo conocido y comenzar una nueva vida al otro lado del mundo. Pensó en Darío. En lo que los unía. Pero fue en vano: ahora tenían más diferencias que coincidencias, sobre todo la idea que cada uno tenía sobre el matrimonio. “Yo no quiero pasarme la vida amasando fideos”. Volvió la vista sobre las cartas diseminadas sobre la cama. “Como Auntie, lo que necesito es comenzar de nuevo”.



de Ana Astri-O’Reilly
Nacionalidad: argentina
Edad: 35



Página web creada por su participación en Letra Universal

No hay comentarios:

Buscar por título o Autor

Búsqueda personalizada