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Cambio de parecer

“Es que no doy más. ¿Entiendes? Es el fin”, dijo al teléfono, casi agonizante. “Estás pasando por un mal momento. Eso es todo. De la forma que viene se va. Todos hemos tenido malos momentos, Ramón”, repuse mirando el suelo. Me había propuesto hacerle cambiar de opinión. “¿Es que no te das cuenta de mi situación!”, agregó con ánimos renovados. “¿Hay algo para mí todavía en este mundo? ¿Qué sentido puede tener mi vida?”, atacó de nuevo. “Eres joven. Gozas de buena situación. Estás sano”, argumenté pero como quien se dirige a tres personas distintas, cada minuto menos convencido de mis palabras. Se produjo un sosiego intranquilizante. “¿Estás ahí todavía?”, quise saber. “Sí”, repuso una voz como a miles de kilómetros de distancia. “Ahora vuelvo. No cortes por favor”, solicitó. ¡Crac! Sonido tosco. Descariñado. Casual. Vislumbré su piso.

Había dejado caer el teléfono sobre la mesilla de cristal. Estaría en el baño. Tal vez en la cocina. Buscando algo esencial en el dormitorio. Pero ¿qué? ¡Hum! ¿No será por otro motivo? Me entraron las dudas. El temor. En cosa de segundos había pasado a la certeza de que estaba tramando algo espantoso. ¿Tengo o no razón? Claro pues. Buscaba un testigo auditivo de su...muerte. La pensaba grabar. Ramón había determinado suicidarse mucho antes de contactarme. Se fueron nuevos segundos larguísimos. Casi me incrusté el auricular en el pabellón de la oreja a ver si se oía algo distinto a mis temores cervales. Quietud fatal. Luego, la estaba orquestando.

“¿Se puede saber qué sentido tiene mi vida? ¡Eh! Yo sí que estoy mal. No tengo un ápice de lo que tiene él. Menos que nadie tengo yo un claro motivo de vivir. Tiene toda la razón. No vale la pena continuar así”, aproveché de preguntarme. Negra vi mi vida. Negro el futuro. Esa llamada me estaba dando la gran oportunidad. Deposité el aparato en el diario. De la cocina saqué un cordón. Lo hice pasar por encima de un tubo. Ascendí la escalera. Introduje la cabeza en el lazo. Convencidísimo de mi decisión me lancé al vacío al tiempo que de un puntapié derribaba la escalera. Al fin libre. Que otro sea todo oídos.



Por Luis Illanes Albornoz
Chile
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