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UNA VISITA FUGAZ

El barrio está radicalmente cambiado. Ahora hay asfalto, luces de mercurio, todas las casas son de ladrillo y material y casi no se ven perros en la calle. Aún así no sé si es mejor ahora que antes. Las calles de tierra con incrustaciones de cascotes y antiquísimos huesos de puchero que jamás sabremos quién los peló con tanta conciencia, los árboles de paraíso desordenadamente plantados en las franjas de pasto que había entre las veredas inexistentes y las zanjas cubiertas de yuyos; todo eso tenía su encanto. Tengo la inocultable sensación de que los colores de todas las cosas que hoy veo a mi alrededor son opacos, comparados con las imágenes luminosas que guardo en mi recuerdo de hace veinte años. Hasta el olor del aire del que fue mi barrio de la niñez era más intenso, más vivo, más profundo que este.
Estaciono el auto frente a ese extraño enrejado de color negro. Antes de bajarme tomo un poco de oxígeno y de coraje. La casa es un chalet de interminables techos de tejas azules, plantado orondamente en medio de lo que antaño era el patio y la huerta que yo recuerdo con asombrosa nitidez. Un esmerado parque de césped uniforme como el de una cancha de golf suplanta a los canteros con flores que habían adelante, cerca del alambrado endeble que estaba donde ahora están esas rejas tan inexpugnables. Me aliso la corbata y me fijo que el traje continúe perfectamente planchado. Con las manos transpiradas por las ansias toco el timbre de esa casa desconocida, actualmente ubicada conde yo vivía hace veinte años. Dos semanas atrás hice los arreglos por teléfono con la dueña para que me permitiera visitar el lugar. No sé bien por qué tuve ese arranque de melancolía. Volver al barrio me costó más de una hora de viaje en auto por la autopista, y poco me faltó para salir corriendo antes de que ella abriera la puerta. Ahí está; me atiende amablemente, agradece las flores que antepuse entre nosotros y me invita a pasar. Oigo lo que ella dice como quien escucha llover y casi la obligo a atravesar su hermosa casa hasta la puerta trasera. Otro enorme parque de césped perfecto. Veo una pileta azul donde estaban los limoneros, que en realidad eran mis torres de vigilancia o mis refugios en las siestas silenciosas e inmutables. Un paredón gigantesco, blanco, delimita el terreno en la parte de atrás con los gallineros de Don Paco, aunque dudo que todavía existan esos gallineros, ni Don Paco. Mis zapatos dan unos pasos vacilantes ahí donde antes había pisado con desgastadas zapatillas de lona “Flecha”. Ya no hay indicios que delaten mi pequeña casa de la infancia, pero solamente me hace falta cerrar los ojos para que se materialice allí mismo, en ese parque sin gusto a nada. La minúscula casa desgarbada, mitad ladrillos mitad madera, con su borroneada pintura de dudoso color celeste, recupera su humilde pero grata posición en aquel espacio usurpado que le pertenece por derecho. También volvieron mis limoneros, el ciruelo que hacía sombra y del que caían intimidantes gusanos de seda verdes, el exiguo patio de cemento resquebrajado y el de tierra, laboriosamente apisonado sólo por el uso. Todo está aquí otra vez como antes, frente a mis ojos cerrados. “La época aquella, cuando éramos pobres pero felices” suele añorar mi madre, y la comprendo.
Repentinamente, sobre el patio de tierra, distingo al chico que me mira. Flaco, el pelo muy negro revuelto, la ropa sucia de pasto, los ojos brillosos de expectativas que en veinte años ya no brillarán de esa forma. Me reconozco en el acto. Son mis lejanos, irrecuperables siete años, montando una escoba vieja y blandiendo una rama de paraíso pelada a modo de sable. Recuerdo enseguida la capa, el pañuelo para la cabeza de mi mamá, que ya hace añares no se usa. ¿En qué olvidado rincón del tiempo está todo eso? Quisiera volver. Abro los ojos rápido, estaba como dormido, ¡qué pavote! Azoto a mi caballo y con la espada en alto, como El Zorro, cabalgo a toda velocidad hacia el alambrado y después a la calle que a esta hora está desierta. En el camino me olvido de la extraña y pasajera visión que tuve de ese hombre mirándome con cara triste.


de Klaus miembro del Grupo Letra Universal.

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