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LA VENGANZA DE CALIÓPE

Andrés, parado frente al espejo, se notó feliz; a pesar de tener el cabello arremolinado y las marcas de la almohada atravesando la cara como una cicatriz.

Estaba eufórico. Por fin había encontrado el contenido del poema que desde hacía días le rondaba por la cabeza como un gato asustado en una noche lluviosa. Siempre se jactó de ser un perfecto ateo y rara vez cumplía las promesas, que burlonamente hacía a los dioses, cuando se extraviaba su musa. Ahora resultó lo mismo, había ofrecido hasta la vida, por tal de que le naciera la inspiración.

Una vez más había resultado y a pesar de que el texto apareció fugaz entre los letargos del sueño, lo recordaba con nitidez; sin embargo, la visión poética estuvo acompañada de un presagio terrible: Sería su último poema, una iluminación que se nutriría de su propia existencia.

Esta parte premonitoria le causó gracia; considerando que defendía entre sus amigos, con tono de burla, el concepto de que un buen poeta es capaz de morir por su obra; tomó entonces el grueso plumón de felpa roja y sin dejar de mirarse en el espejo, colocó el primer verso sobre la pulida superficie de vidrio.

Dejaré de ser yo, cuando se agote el tiempo.

Luego detuvo la caligrafía y bajó con cuidado la mano, mientras comparaba cada sílaba con la visión que había tenido en la noche. No había dudas, aquel renglón era el inicio del poema que vislumbró en su ensoñación. Quedó pensativo uno instantes y después no pudo recordar lo que seguía, se esforzó en vano y maldijo a su memoria estúpida que le jugaba esta mala pasada.

Dejó de intentarlo y decidió salir a caminar un rato. Tomó sus cosas y partió. En la calle la brisa levantaba el polvo y despeinaba a los transeúntes, Andrés pasó su mano por la cabeza y un súbito estremecimiento lo hizo detenerse. Su cabello estaba corto, reducido a incipientes prominencias. ¿Cómo era posible? - se preguntó asustado - si al levantarse le caían mechones sobre la frente.

Apresurado regresó al hogar. Cruzó el umbral de la puerta y se fue hasta el espejo. Allí estaba el verso escrito en rojo y bajo de este otra línea con su misma letra:

Entonces acudirán los dueños del aliento

Su imagen asustada y temblorosa, con apenas unas pelusas en el cráneo, se reflejaba incrédula, mientras su vista azorada comprobaba que efectivamente era su caligrafía, pero él jamás había redactado aquello. Luego quedó petrificado, movido por una fuerza extraña que lo superaba y lo conducía con inercia incontrolable.

Su mano parecía algo ajeno, incapaz de obedecer a su cerebro. Tomó el plumón y redactó con pasmosa coincidencia las partes olvidadas del poema:

Con sus saldos en rojo y sus balanzas exactas
Para cobrar el secular adeudo de mis actos.
La parte que de otros en mí llevo
Tendrá senderos de retorno
Ocultos caminos detrás de mi otra vida
Fuera de la quietud de estos segundos.


No pudo detenerse más. Poco a poco dejó de ver sus ojos, su afilado mentón, sus hombros fuertes. Sólo refulgía el brillo de su cinto atado a la cintura. La mano fue entonces más veloz y la letra más tenue:

En vano permanecer otros instantes de tregua
Retrasando la llegada de las premoniciones.
Todos hilvanamos los deseos,
Copiamos los éxitos llevando calcos en la proa
Para luego despertar con la obra a los pies
y olvidar las promesas que cohabitan la noche.


Ya nada existía ante el espejo. En el piso rodaba pesadamente el plumón rojo junto a un anillo, una camisa con olor a limpio y un pantalón recién planchado.


de EUGENIO N.
CUBA
39 AÑOS

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