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EL AGUJERO

Donde antes estaba el cine ahora hay un agujero. Yo me di cuenta desde el primer día, pero a la mayoría de las personas les cuesta ver este tipo de fenómenos. Muchos siguieron yendo, desaparecían por un tiempo y volvían cambiados. Nunca nadie confesó dónde había estado ni qué había visto. De todos modos, se empezó a correr el rumor de que no se volvía igual del cine. Y pronto todos se enteraron de que, donde antes estaba el cine, ahora había un agujero.
Los que volvían del cine afirmaban ver agujeros en todos lados, y no sólo donde antes estaba el cine. A muchos se los llevó el gobierno para hacer estudios psicológicos, pero no se encontró nada anormal. Sumado a esto, empezaron a circular datos sin fundamento, como el que decía que la tasa de suicidios en los “regresados” era un veinte por ciento más alta que en el resto, o que volvían con problemas de socialización. Yo no soy ningún experto, pero lo cierto es que la única característica que los diferenciaba del resto de las personas es que decían ver agujeros en todos lados.
Algunos fanáticos al enterarse de los regresados fueron al cine –Dios sabe por qué-. Esa fue la última gran camada de regresados, ya que las autoridades se encargaron de hacer un cordón alrededor del agujero las 24 horas del día. Los de esta última camada no volvían igual a los anteriores. Estos ya no andaban diciendo que había muchos agujeros sino uno sólo –el del cine- que iba a ir agrandándose lenta pero inexorablemente. Si no fuese porque la gente aún no le prestaba atención a los regresados, quizás habrían producido paranoia en la sociedad.
A pesar de todo, siguió habiendo casos aislados. Por lo general se trataba de oficiales de policía que caían al agujero durante su guardia. Alguien se agarró de eso para afirmar que los últimos regresados tenían razón, y que el agujero se estaba agrandando. Pero tan sólo con conocer nuestra institución policial uno sabe que es más probable que hayan caído por impericia profesional.
Estos policías que volvían se negaban a vigilar el agujero, insistían en que no valía la pena hacerlo. El problema es que tampoco quisieron volver a la calle ya que aseguraban que nada importaba además del agujero. Esta actitud contradictoria fastidió a muchos y esos agentes terminaron siendo despedidos por presión popular. A pesar de que en general se seguía sin aceptar lo que estas personas decía y se adjudicaba a la pereza de los empleados públicos, eso no evitó que empiece a haber temor entre la población.
Los casos de regresados se hicieron cada vez más aislados, en parte porque se emplearon medidas de seguridad más rigurosas alrededor del agujero del cine. Como casi todos los que caían eran policías a mí me pareció ridículo que aumentaran la cantidad de oficiales en el agujero. Pero la gente tenía miedo, y las autoridades no le pueden negar nada a una población con miedo.
A partir de estas medidas de seguridad empleadas y de los despidos de los agentes regresados, empezó a haber escasez de presencia policial en las calles. Ya nadie quería ser reclutado, temían caer en el agujero. Esta falta de policías se notó cuando hubo problemas de tránsito o conflictos domésticos. A diferencia de lo que se puede pensar, los robos, asesinatos o violencia disminuyeron drásticamente: la gente le tenía demasiado miedo al agujero como para pensar en otra cosa. La consecuencia negativa de la falta de oficiales en las calles es que las personas se sentían aún menos contenidas.
A pesar de todo esto, aún había unos que negaban la existencia del agujero. Le echaban la culpa de su creación a “esta sociedad enferma de hoy en día”. También hablaban de manejos políticos. De todos modos, estas personas tampoco podían evitar vivir con miedo. No tanto al agujero, sino que temían el temor de la gente.
El terror sacudió el corazón de todos cuando los informativos comenzaron a transmitir noticias de personas que encontraban agujeros en su cocina, en su habitación, o en su oficina. Y eran personas comunes, que jamás habían ido a esos cines. De dos casos pasaron a once, después a 36. Eran pocos en proporción con toda la sociedad, pero el número se acrecentaba a cada momento.
Como sucedió con los regresados originarios, estas personas comenzaron a evitar pasar por los lugares donde veían agujeros. Pronto nadie pudo distinguir qué tipo de regresado era cada persona o siquiera si eran regresados o no. Sólo se veía un montón de personas que basaban su vida en evitar lugares donde aseguraban que había agujeros. Lo curioso es que cada persona no veía agujeros en los mismos lugares que el resto. Es por eso que yo nunca terminaba de creerles y seguía pensando que se trataba de un problema psicológico o neurológico que se contagiaban de alguna manera el uno al otro.
Entre los que percibían los agujeros se empezó a adorar en vida a los regresados originarios, a esos que accidentalmente cayeron al agujero cuando iban al cine a divertirse o a pasar el rato con su pareja o amigos. Ellos, que durante mucho tiempo habían sido ninguneados por la sociedad, ahora gozaban de reputación y eran seguidos por los “percibidores”.
El número de percibidores creció tanto que empezó a representar un tema de mayor importancia que el del agujero en el cine. A pesar de que aún se les hacía lugar en algún medio a discursos negadores, ya nadie los escuchaba. Quedó aún más legitimada esta nueva forma de vida cuando en las siguientes elecciones se impuso una persona que decía ser un regresado originario. No había ninguna prueba al respecto, pero tenía mucho carisma. En un principio nadie creía que había solución a los agujeros, pero al menos se sentían representados y entendidos por el poder político.
La extraordinaria imagen positiva con la que asumió el nuevo intendente no tardo en caer abruptamente. La primera medida que tomó fue por decreto e instauraba que todos los ciudadanos se muden de sus casas a otras en el otro extremo de la ciudad. También debían cambiar de empleo y –en lo posible- de pareja. El estado se encargó de los gastos administrativos y de transporte.
Todos los percibidores –que ya eran la mayor parte de la población- accedieron con entusiasmo. Realmente se llenaron de esperanza de poder mejorar su calidad de vida, e incluso de poder retrotraer su rutina a como era antes de volverse percibidores. Es por eso que no escucharon las voces disidentes de otras personas que decían ser regresados originarios. Tampoco les molestó el enorme déficit presupuestario que esto generaba en el estado (para peor, después de todo esto, corrieron versiones de que se aprovechó el gran gasto para robarse dinero de las arcas públicas sin que nadie se diera cuenta o se molestara en controlar “¿Qué le hace una mancha más al tigre?”, dice el refrán).
Por unas semanas, la ciudad fue más feliz que nunca. A las personas les costó adaptarse a la nueva vida, pero caminaban y hablaban libremente, sin temor. Sin embargo, como toda buena noticia, no duró. Al poco tiempo la gente empezó a ver agujeros en sus nuevas casas, en sus nuevos trabajos, en sus nuevos bares donde se juntaban a tomar nuevos tragos con nuevos amigos. Fue terrible. Todo se volvió aún peor que antes.
Nadie volvió a confiar en el intendente, la gente decía que no era un regresado originario después de todo. Afirmaban que sino, habría sabido lo que iba a suceder con su decreto. Pero tampoco nadie hizo ningún tipo de esfuerzo para convocar a nuevas elecciones. Se dejó de creer en cualquier persona que decía ser un regresado originario. Ya nadie escuchaba a nadie.
Hoy la gente camina con los pies pegados a la vereda y con la cabeza gacha. Creo que era mejor la desesperación de hace un tiempo que esta desesperanza. Y cada vez le creo más a los de la última gran camada de regresados, a los que voluntariamente enfrentaron el agujero: sólo hay un agujero, y este creció. No hay lugar donde mire y no vea agujero.




Nombre: Santiago Broide
País de orígen: Argentina
Edad: 24 años




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