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Caramelos de frutilla

Lo que me terminó convenciendo fue que no había nadie en la calle, ya otras veces hizo este frío y siempre algunos de sus amantes salían a empaparse con sus caricias frigoricenses. Pero esa mañana no, ni basureros ni vendedores de diarios ni policías, nadie.
Hacía ya algunas cuadras que la idea me venía latiendo en las sienes, pero intentaba ser un hombre racional : no es posible, pero como harían para ponerse todos de acuerdo, alguien tendría que haber y sin embargo.
- Tranquilo esteban, me dije a mi mismo ( cuando me hablo generalmente lo hago en minúscula, para mantener mi autoestima en sus cabales).
Cómo es posible que desde Colón y Cañada hasta Colón y Gral. Paz no haya habido una sola persona, por más que sean las cinco de la mañana y quince grados bajo cero, siempre, siempre alguno o alguna. Ya en mis últimos delirios febriles productos de una angina la idea se había presentado de las más diversas formas, incluso en la pasajera lucidez que otorga la novalgina la posibilidad no parecía tan descabellada.
La pregunta era porqué yo, un tipo sencillo , que no se metía con nadie, con unas ambiciones que no llegaban a ser tales, podía ocupar la mente de los poderosos.
Este siniestro plan, que no sabía muy bien en que consistía tenía por finalidad la destrucción de mi persona, la aniquilación de mi conciencia pero ignoraba el como ni porqué.
Lo que me terminó de convencer fue que no había nadie en la calle.
Mis pasos se hicieron sigilosos, todos mis sentidos de autoconservación estaban agazapados. La ausencia de otros humanos ya no me pareció tan inconveniente, podría extremar las precauciones sin caer en el temido ridículo.
Momento, porque ni siquiera los colectivos, taxis, remisses y demás ( es), nadie, nada, yo contra mi destino.
Mientras, seguía por Colón hacia la calle Maipú.
Esperaba que la traición se consumara a través de una agresión o un secuestro por lo que daba algunos pasos y de golpe giraba hacia atrás de un salto, bastante logrado por cierto, esperando sorprender a mi agresor. Nada. Nadie.
La respiración se me dificultaba, mitad por el intenso frío mitad por el intenso sigilo. Cada vez era más difícil seguir, seguir hacia donde, para qué, pero la quietud era inconveniente, no sería una presa fácil.
Hasta que de repente ,sucedió. De la manera más inocente que, de no haber estado yo prevenido podría ,incluso, haberme alegrado. Rodando, en la limpia calle, un billete de dos pesos impulsado por el viento cómplice vino a encajarse justo bajo mi pie. Ahí, entre Bartolomé Mitre y yo una mirada intensa. Jamás en toda mi existencia había encontrado dinero , ni diez centavos, ni veinte, nunca.
Estuve unos diez minutos mirando el billete y llegue a la siguiente conclusión: esto debe ser solo una parte del plan, lo peor debe venir después, entonces se me presentaban dos opciones, a saber: A) dejar que el billete siga su cauce, ir a mi casa y olvidarme para siempre del maligno plan; o, B) alzar el billete y valientemente enfrentar mi destino, ignorar el temblequeo de piernas y como corresponde hacerme cargo de lo que vendría. La decisión me tomó unos 15 minutos más y sin demasiada convicción alcé el los 2 pesos.
Con el billete en la mano no me quedaba más que esperar, dejar que el macabro plan transcurra tal como había sido tramado por sus ideólogos. Las calles seguían desiertas, los postes luminosos desprendían una tenue luz, era la única iluminación ya que ni negocios ni edificios ni semáforos contaban con alguna lamparita prendida, nada. Faltaba bastante para amanecer así que mis ojos ya se habían adaptado a la semioscuridad y distinguía a la perfección lo que a mi alrededor se encontraba.
Seguí caminando, mis pasos retumbaban, los vapores que desprendía al respirar se entremezclaban con la espesa niebla. Todo parecía adaptarse, ningún detalle habían dejado al azar, solo contra mi destino.
¿Podía ser posible? A lo lejos como a tres cuadras de distancia una gran luz rompía con la monotonía, sería una casa, sería alguien que se rebelaba contra los mandatos o , y esto era lo más probable, era el lugar donde finiquitarían la cuestión. Primero pequeños pasos, después cada vez más rápido, corriendo las últimas dos cuadras llegué al lugar. Era un quiosco y estaba abierto. Sin más dilaciones entré, una señora de unos sesenta años me miró como sabiendo que yo y solamente yo llegaría a ese lugar en ese momento. La mujer presentaba un aspecto inquietante, refugiada tras unos anteojos a medio poner, su mirada ,por encima de los lentes, parecía escrudiñar mi espíritu. Una abundante cabellera teñida de rojo le daba marco a un rostro demasiado pálido, una estufa a cuarzo con solo una vela prendida en un rincón del local, solo un pullovercito del mismo color que su cabello. Sentada, dejó a un costado un crucigrama que estaba resolviendo y con la lapicera aún en la mano me preguntó: _ ¿ Que le andaba haciendo falta?
Perfecta actuación pensé, debía haber ensayado aquella frase una y otra vez, frente al espejo, con otras personas, hasta lograr la naturalidad necesaria. Tras haber corrido, mi agitación era evidente, me costaba respirar, luego de unos breves instantes me sobrepuse y mirándola a los ojos le di a entender que sabía todo, que su actuación, aunque buena, era inútil, incluso trate de entrecerrar un poco los ojos y poner un tono de reproche a mi mirada. ¿ Cómo podía haberse prestado a ese vil juego, cuanto valía su dignidad ?
El lugar estaba bien decorado, solo alguien que ya sospechaba la trampa podía darse cuenta de que eso no era realmente un quiosco, incluso el relojito en un plástico amarillo de chicles Adams marcaba mal la hora ( 18:27 decía).
_ ¿Señor, que le hace falta? Dijo demostrando que la impaciencia propia de los quiosqueros también estaba en su repertorio.
Ya va, pérfida mujer, tanto te molesta ensuciarte las manos que querés terminar el asunto rápidamente, esa impaciencia te juega en contra, actriz, pensé, mientras mi mente a mil revoluciones por hora buscaba una razón, algo que justifique tamaño montaje.
El billete de dos pesos en la mano era como un boleto, un pasaje hacía lo que vendría. Justo un quiosco, primero dos pesos, que casualidad. Una sonrisa surcó mi rostro, la sonrisa del que comprendió todo y aún así sabiéndose perdedor de antemano se dispone a jugar la última ficha, no pude evitar que mis ojos se humedecieran y levantando la vista ya sin esperanzas, le dije: _ ¿ Que precio tienen esas galletitas de ahí? Aunque la mujer sabía perfectamente a cuales me refería, seguiría con la farsa hasta el final. _ ¿ Cuales, estas?, dijo señalando unas inmundas galletas de agua. Ella sabía que yo me refería a las pepitos, los dos sabíamos de que galletas hablábamos.
_ No, esas. Continué con la farsa.
_ ¿Estas, pepitos?
_ Si, le respondí. Traté de cargar mi sí con toda la ironía posible, pero la brevedad de la afirmación tornaba casi imposible darle un tono irónico, la ironía, pensé, requiere de una frase bastante extensa si no ,es imposible.
_ Uno con ochenta, señor.
Ya jugado por jugado acepté las galletas y extendiendo el billete le dije: _ Por los veinte centavos deme caramelitos, señora, traten que sean de frutilla, por favor. Dándome las galletas, se agachó a buscar los caramelos, vaya a saber donde, se puso de pie y con su puño cerrado mirándome a los ojos como pidiéndome perdón colocó los caramelos sobre mi mano extendida, yo, sin apartar mis ojos de los suyos cerré mi puño. Con las galletitas en una mano y los caramelos en la otra salí del quiosco.
La traición se había consumado, sabía que el plan había resultado a la perfección. Guardé las galletas en el bolsillo de mi campera y dedique toda la atención a mi puño cerrado, mi mano temblaba y ya no era de frío. No me importaron los insultos de los transeúntes que me llevaban por delante, las bocinas de los automóviles no conseguían sacarme de mi mano cerrada, toda mi atención estaba en ese puño. De repente me sentí cansado, todas las tensiones de esa noche repercutían en mi cuerpo, estaba amaneciendo. Otras personas entraban al quiosco ignorando que era una escenografía montada para mí.
El gran plan estaba llegando a su fin, todo les había salido tal como lo habían pautado.
Tomando aire, cerré los ojos y abrí mi mano.
Cuando por fin abrí los ojos comprendí todo, sólo dos caramelos por veinte centavos, sólo dos caramelos. Uno de naranja y otro de limón.

Julio César Cacciamani.
Córdoba, Argentina.
29 años.



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