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EL OLOR DE LA TABAQUERÍA

Volvía de comprar el periódico. Era domingo, casi mediodía, y me entretuve girando medio cuerpo para mirar las caderas de las chicas que a esa hora pasaban por mi puerta. Lentamente metí mi llave en su cerradura.
Entré por fin al edificio donde vivo, y pasando su amplio vestíbulo, subiendo ya las escaleras, estaba allí el olor.
Un olor que no había vuelto a sentir objetivamente desde hacía cuánto tiempo… De inmediato, asocié a ese olor la impresión de la primera vez que lo olí; lo reconocía como si hubiera estado en el fondo de mi memoria, detenido como un tren demasiado tiempo.


Era un olor a tabaco deliciosamente embriagador y bueno. Un olor que a nada se parecía, ni se asemejaba a ningún aroma de tabacos turcos, americanos, holandeses, indios; tampoco a ésos que desprenden efluvios tan aromáticos quemados en pipa. Ninguna clase de tabacos, y ninguna marca podía originar ese olor de tabaco.
Ese tabaco estaba asociado a una especie de realidad ideal, en su conservación. Ya no era sólo la calidad del tabaco lo que olía tan bien; sino su emisión desde aquella realidad. Entonces atracó en mí el recuerdo del estanco adonde, de niño, entraba a comprar. Era una despacho con un mostrador de madera, en una habitación de la casa donde vivían el estanquero, su mujer y sus dos hijas. Esa habitación, cerrada casi siempre, con la persiana echada en su ventana para evitar el resol de la calle, celaba un ámbito umbrío, en penumbra alta como de fresquera, de agua fresca de cántara en verano, donde irrumpía, al entrar en él, el olor del tabaco como una magia que conmocionaba los sentidos del niño.
Lo más curioso (o tal vez no) es que esa sensación convivía con mi total ignorancia, entonces, de las artes de fumar. Ni siquiera, hasta dejar la adolescencia, tuve ansia de encender un pitillo, como suelen hacer aun los infantes para saborear su clandestinidad. Yo venía del sestero, del bochorno de calor en la siesta, y entraba con mis células olfativas puras, en el estanco, y ese olor me resultaba de lo más agradable y bueno.
El niño retiraba la persiana verde echada a esas horas, empujaba la puerta entornada de la casa, y esperaba que el estanquero se apercibiera. Parado en la entraba, si la habitación de los tabacos, situada a su izquierda, estaba abierta, ya disfrutaba su olfato un anticipo de gloria. Pero aún mejor traspasar aquel limen cuando el estanquero, apareciendo por un pasillo a despachar, abría la puerta de los tabacos y le permitía acceder, sin entrantes ni transición, a aquel sancta sanctorum del culto al olfato.
Recuerdo, desde mi experiencia de fumador ahora, que era sobre todo negro lo que allí se vendía. Cigarrillos que se llamaban sombra, ducados, celtas, coronas, ideales. También paquetes de picadura. Pocos de aquellos tabacos serían exquisitos pues, en el pueblo y en aquellos años, aún los jóvenes empingorotados no gastaban rubio americano, el fortuna mesetario aún no había nacido, y los chester, camel, winston o malrboro que se lucían los domingos, los compraban sueltos, a peseta, en un puesto de chucherías.
- Qué quieres.
A esta pregunta del estanquero me quedo, aún ahora, perplejo. Por qué iría yo allí. Quizá fuera el niño a comprar sellos, papel y sobres de carta que también se vendían en el establecimiento de timbres y estanco de tabacos.
En mi casa, mi padre no fumaba ni se escribían muchas cartas, y dado que recuerdo frecuentes mis visitas, he de remontarme más atrás, más atrás de mis nueve años, a los primeros recuerdos de ese estanco: cuando compraba, allí, como otros niños, estampas de álbum en sobrecitos cuadrados. Estampas coloreadas de animales (¿y de plantas?) que coleccionábamos, a finales de verano, con el inicio del ciclo anual de los juegos infantiles. Ya iniciado el curso, juntábamos cromos de futbolistas de la Liga Nacional de Primera División. Cada nueva temporada había que reunir quince pesetas para el álbum, toda una suerte o todo un gran premio al ahorro; a menudo nos juntábamos con muchos cromos, los niños, sin había todavía ahorrado para el álbum, y el día que podíamos adquirirlo corríamos gozosos al estanco. Si no nos dábamos prisa se acabaría, y se acabarían también los cromos que nos faltaban para completar el correspondiente álbum, de ahí que aún en Navidad, con el aguinaldo en la mano, estábamos galopando triunfalmente hacia la casa de los tabacos.
Luego, durante los meses de enero y siguientes hasta la primavera, coleccionábamos tebeos, y aun yo sobres-sorpresa, de a duro, en que salían vidas como las de Alejandro Magno o la de un emperador chino. El niño no era aficionado –cosa, más de mayores- a las novelas del Oeste, que a capazos se vendían allí, junto a la prensa deportiva. En aquel tiempo, también, era el estanco el único kiosko de prensa. Curioso ver ahora el trayecto del kiosko de mi calle a ese olor.
El olor se profundizaba, lejos, hacia mi memoria infantil y me traía a su costa mi memoria inmediata. Era como un nudo que, desatado alguna vez, ¿hoy?, me abriera a la multiplicidad de mí mismo; facetas de un diamante que reflejaba mundos de mi vida.
¿Qué tienen que ver el niño y el adulto que venía de comprar el periódico la otra mañana?
¿Qué sutil tejido empezaba a tejerse desde mis sensaciones?
A veces hemos sentido que sólo nos separa una pared de papel de los momentos pasados de nuestra visa. El tiempo pasa y aleja todo, pero va dejándonos las cosas como en las páginas de un libro. En la página 50 eras un niño; en la 51, un joven; etcétera. Basta, en ocasiones, una ligera brisa para las páginas se remuevan, o el azar hace abrir el libro en una hoja anterior ya leída.
Nada he puesto yo en ese golpe de azar. De algún modo, si algo hay eterno, o si algo puedo llamar eterno, es ese azar, objetivo, de un olor involuntario que vuelve, atrás y adelante, mis páginas.


Fulgencio Martínez.
España.
Edad, 46



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