Su vida a partir de la llegada al “fin del mundo”, como sus amigas de Yorkshire llamaban a ese ignoto punto del cono sur americano al que iría a vivir, se tornó difícil. El viaje interminable, la ciudad que intentaba ser europea y definitivamente no lo era, las inconmensurables distancias de la pampa yerma; todo era nuevo, todo era terrible. El rentable negocio de los cueros había atraído a su padre, y ella y su madre habían venido con él como se esperaba que hicieran, aunque esto fuera absolutamente en contra de sus deseos y voluntades.
Viajar hasta el pueblo fronterizo de Punta Azul, en las rechonchas carretas de ruedas gigantes fue casi lo peor de todo. El camino interminable a través de aquella llanura insondable que en nada se parecía a la verde campiña inglesa, los olores nauseabundos de los animales de tiro, los hombres burdos y sus gritos soeces que la enrojecían constantemente la habían llevado muchas veces al llanto, pero su padre era un hombre testarudo y nada pudo hacerse para hacerlo volver atrás. La llegada al pueblo fue un alivio transitorio que desapareció pronto como un espejismo. Unas casuchas mal construidas con barro, una plaza que en realidad solamente era un baldío, la iglesia que ya había nacido derruida y el edificio del juez de paz, haciendo equilibrio ante el viento Zonda que intentaba derribarlo día a día, eran todo Punta Azul. Una imagen más de lo que ese país salvaje y hostil era para ella y su madre.
Mary no consiguió jamás adaptarse a la vida en el pueblo, viviendo lánguida dentro de los inexistentes pero asfixiantes límites de aquel lugar extraviado en el tiempo y en el espacio. El gran negocio tras el que las había arrastrado su padre tampoco fue una maravilla, y pronto la desazón se había apoderado de los tres solitarios ingleses. No faltaba mucho pues para que volvieran a Buenos Aires cuando sucedió la catástrofe que cambió su existencia para siempre.
Su padre tenía los preparativos del viaje de regreso prácticamente finiquitados, y la perspectiva de aquel tedioso recorrido ya no descorazonaba tanto a Mary, porque la vuelta a la “civilización” – ya Buenos Aires se había convertido para su recuerdo en el propio ombligo del mundo – la alegraba desesperadamente. Había mucho movimiento ante la inminente partida por esos días, y casi nadie llegó a vislumbrar la polvareda que desde el lejano horizonte se levantaba hacia ellos como una sombra maligna. “Parece una tormenta”, dijo alguien cuando ya era demasiado tarde para correr. Igualmente allí, en medio de la llanura despojada, no había adónde correr.
El malón de pampas llegó como una verdadera tromba. Habían cruzado la línea de fortines sin ser vistos durante la madrugada y sin más, arrasaron con Punta Azul. Los pocos hombres que había disponibles en el pueblo no fueron suficientes, y todos ellos, incluido el padre de Mary, perecieron impotentes ante las inmisericordiosas lanzas de cuatro metros de largo de los indios saqueadores. En medio del fragor de aquella matanza, envuelta en polvo y sangre, Mary corrió hacia ningún lado huyendo de la muerte. Se sintió alzada del suelo con violencia y antes de comprender lo que le sucedía, ya volaba sobre un caballo hacia la pampa desnuda. Ese momento fue la muerte misma. Todo acababa allí, cautiva de un salvaje que la destriparía a lanzazos como tantas veces había oído contar. Entonces gritó, lloró pataleó y se sintió asqueada por el olor de su feroz captor y su no menos fiera cabalgadura.
Pero todo eso ya había pasado. Vivía, hacía quince intensos años, en aquel mundo misterioso y maravilloso que aún así redescubría todos los días. La vida libre en la pampa indómita, que le ofrecía su falta de límites y la pureza de su aire montaraz, la había transformado. Ahora no se podía imaginar en otra parte que no fuera en esa tierra bravía pero irresistible, como tampoco era capaz de pensarse junto a otro hombre que no fuera Payan ni lejos de los hijos de ambos. Ya nadie la llamaba Mary, y ni ella misma recordaba ese nombre, como tampoco recordaba a Buenos Aires y mucho menos a Yorkshire. Ahora nadie podría convencerla de regresar a ese lejano mundo al que había pertenecido, ni siquiera aquella otra inglesa desarragaida con la que se cruzaría alguna vez en la pulpería más alejada del poblado, a la que iba de vez en vez a buscar el tabaco y la yerba con los que despuntaba sus pequeños vicios de auténtica hija de las pampas.
Claudio Centurión
Argentina
37 años
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