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Poppe

René Poppe (1943)Bolivia. Narrador.

Libros publicados: El paraje del tío (1979) cuentos; las novelas Después de las calles, El color del color, La khola (1995), El viaje (1993), ¡Ay triste de mí! (1995) y la antología de cuentos Narrativa Minera Boliviana (1983).


Sin Sol

Había despertado a la hora de siempre, y para levantarse, hacerse el aseo, vestirse pulcramente, marchar al trabajo, estuvo esperando que el sol saliera. Pero ese día el sol no salió.
Sorprendido por la tardanza de claridades que solían llenar el dormitorio y la estantería de libros, tanteando en la oscuridad y buscando no tropezar se levantó de la cama hasta llegar a la ventana.
Al descorrer las cortinas se dio cuenta que la ciudad no existía o que estaba sumergida en una profunda negrura.
-¿Qué ha pasado con Beatriz?- dijo en voz alta, como hablando con alguien que no estaba-. ¿Por qué no me escribe? ¿No ve que su silencio pone en riesgo la existencia misma del sol?
Quiso abrir la ventana que por el frío de la noche se había vuelto dura y difícil. Molesto por ese contratiempo imprimió mayor fuerza a su brazo y empujó hacia afuera. Con la sorpresa que da lo inaudito supo cómo, junto a la hoja de la ventana, su brazo se desprendía, colgaba fuera del dormitorio empuñando el agarrador y quedaba cubierto por la oscuridad. Al instante intentó rescatarlo con el otro pero hizo un movimiento desesperado, triste, torpe y se golpeó una oreja. No sintió ningún dolor sólo el sonido seco de algo pequeño que se depositaba junto a sus pies, y un rumor sordo y horizontal que le empezó a llegar. "Mi oreja", se dijo y no quiso perder los ojos. Tenía que ver a Beatriz. Delicadamente, con los dedos de la mano que le quedaba empujó los ojos dentro de las cuencas y alisó los párpados. A tiempo de agacharse para palpar el suelo en busca de su oreja, pensó que debería hacerlo con la cara dirigida al techo. No vaya a suceder algún percance imprevisto que lo deje sin rostro. Sería fatal. Si hasta hace unos instantes, en que estaba todo completo, Beatriz no le había escrito, ¿qué sería si perdía el rostro? No quería ni imaginarlo. Se inclinó doblando las rodillas hasta tocar los talones con las nalgas. Palpó el suelo en busca de su oreja. ¿Ahora cómo podré escucharla?, pensó, ¿tendrá que caminar siempre a mi derecha? iOh, si lo sabe es posible que no me escriba! No debo referirme a mí. Tengo que ser cauto en cada palabra. No debo ni decirle que su ausencia es un infierno y peor su silencio.
Al no encontrar su oreja y ante el cansancio que le producía la posición incómoda de su cuello, vio por conveniente comenzar a vestirse. Al final de cuentas era imposible volver a colocar una oreja en su lugar una vez que se había desprendido. Se precisaba hacer una delicada cirugía y él solamente era un vendedor de libros. Lo dejaré para más tarde, se dijo, cuando sienta dolor. A lo mejor ya siento y no emerge de este grande que en mi alma es el no recibir carta de Beatriz. ¿Hasta cuándo será?
Estiró las rodillas elevando el peso de su cuerpo. Con la mano que le quedaba tanteó la oscuridad buscando el camino hacia la cama. Tenía que ir a ofrecer enciclopedias y colecciones de textos de administración. Era difícil vender libros en una ciudad donde no se leía más que el periódico.
Lentamente, precauteloso, se quitó el pijama. No quería quedarse sin cuerpo. Debía tener sumo cuidado con sus movimientos. Si alguna parte de él se quedaba en la ropa tal vez sería un obstáculo que le impediría ir al correo a saber si Beatriz le había escrito. Ella se enteraría y pensaría que era el olvido. Eso no tenía que permitirse. Más bien, pensó como una idea salvadora que le dio mayor energía, lo primero que haré antes de vender cualquier libro, será ir al correo a recoger la carta de ella. Entusiasmado por la idea fue al baño a asearse. Se lavó la cara y al mojarse los cabellos sintió que le dolían insoportablemente. Es que estoy muy nervioso, se dijo. Si tan sólo supiera que me ha escrito, me tranquilizaría. ¿Acaso Madrid está en un planeta distinto a la ciudad de La Paz?

Mirándose al espejo, con alegría porque podía distinguir sus dos ojos, la nariz y la boca, se peinó aguantando el dolor de los cabellos. No pasa nada, todo es producto de mi desesperación, no debo estar así. Intentó silbar para darse ánimos pero un repentino sonido solitario y cristalino en el lavamanos, le indicó que se le había caído un diente. Qué torpe, pensó, y ahora, ¿qué hago, cómo le voy a sonreír cuando llegue?
Cerró la boca por precaución. Debía estar completo para el beso. Respirando hondo aquietó su espíritu. Ya está, se dijo cuando sintió que una paz sedante invadía su ser. Todo me volverá a nacer cuando ella me escriba.
Tanteando lentamente en la negrura de su camino, llegó al dormitorio, se sentó en la cama y ayudado por su única mano se vistió. Desde, el exterior no llegaba ningún sonido. ¿0 será todavía de noche? ¿Pero tan profunda? Eso de vivir solo, siempre solo, no permite ni saber en qué horas se está. Mejor era averiguarlo saliendo a la ciudad. Extremando precauciones abrió la puerta que daba a la calle. Todo era oscuridad y sin embargo había multitud de gentes que se movían con la naturalidad acostumbrada de cada día. Tampoco estaba ciego porque como en penumbras los veía desplazarse hacia diversas direcciones. Espero que Beatriz me haya escrito para que esto pase de una buena vez.
Para no salirse de la acera sin buscarlo y no tener que chocar con los peatones avanzó restregándose contra la pared. Al llegar a la esquina desistió. No era un buen método porque parte de su hombro, sin sentirlo se había desgastado contra el muro de las casas.

- ¡Taxi! ¡Taxi!- llamó acercándose al pretil de la vereda. Pasaban llenos o el que se detenía iba a otra lejana dirección contraria. Decidió caminar como un borracho para evitar encontrones con la gente. No quería ser deshecho en un santiamén. Sabía que todos se apartan de los ebrios. Felizmente el correo estaba a unas cuadras, no muy distante.
Volvió a avanzar lenta y zigzagueante y a corto trecho se le terminó la tranquilidad. Al principio creyó que era una imaginación surgida por la desesperanza de no tener pronto la era de Beatriz. Pero al cabo de unas cuadras, ya cerca del correo, y al notar que dentro de la penumbra, árboles, edificios y gentes adquirían una dimensión alta, inusitada y veloz, se dio cuenta que a cada paso dado empequeñecía. Se me acaban los pies, pensó horrorizado.
Ojalá pueda llegar íntegro. Todo es cuestión de tener la carta. ¿Me habrá escrito? Dijo que la correspondencia tardaba de ocho a diez días en llegar. Pasa un mes y nada. Intentó tranquilizarse nuevamente y para no desgastar más sus piernas arrastrando su caminar -las rodillas estaban por tocar las baldosas de la acera-, se puso a dar brincos largos y sonrió levemente, sin amargura y sin tristeza, al imaginar cómo su figura avanzaba en la oscuridad de las calles sin sol. Nunca se había sentido tan apurado en tener una carta de mujer alguna. Jamás había tenido la certeza de pertenecer a alguien. Nunca había creído que la ausencia de un solo papel con letras de amor podría desgastarlo tanto. Todo se inició ese día de agosto en que la vio por primera vez. Fueron días y viajes plenos. La soledad y la desesperación llegaron después, cuando ella partió rumbo a su Madrid.
Ya pasará, pensó y al intentar dar el siguiente brinco, cayó de nalgas, dejando atrás las piernas que se desprendieron cual zancos prestados. No importa, ya estoy cerca. Una carta de ella todo lo recompone.

Se arrastró como un bebé hasta alcanzar las puertas del correo y su corazón latía gozoso y aceleradamente al saberse cerca del cajón postal, a la carta de ella, a la felicidad plena. Tenía la certeza de que al sólo tocar el sobre de la carta, no únicamente se le compondrían las partes perdidas de su cuerpo, su malogrado y entristecido espíritu, también el día tendría sol porque saldría derrotando la permanencia absurda de la noche. El nuevamente sería feliz, siquiera por un momento, hasta la próxima
Al llegar al cajón postal, desde su tamaño disminuido, con ademán seguro, levantó su única mano y metió los dedos en busca de la carta. Sus uñas, una y otra vez, ansiosamente, chocaron con el metal frío, lleno de vacío, de inexistencias. Él, ante esa embestida, convertido súbitamente en terrón de fina sal seca, se derrumbó con todo el saldo de su cuerpo. Durante horas quedó como polvo de basura olvidado hasta que llegó el encargado de hacer la limpieza y lo barrió, juntándolo a pedazos de cartas rotas por manos nada interesadas en retenerlas.

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