Cuando las amadas palabras cotidianas pierden su sentido
y no se puede nombrar ni el pan, ni el agua, ni la ventana,
y ha sido falso todo diálogo que no sea con nuestra desolada imagen,
aún se miran las destrozadas estampas en el libro del hermano menor,
es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,
y ver que en el viejo armario conservan su alegría
el licor de guindas que preparó la abuela y las manzanas puestas a guardar.
Cuando la forma de los árboles ya no es sino el leve recuerdo de su forma,
una mentira inventada por la turbia memoria del otoño,
y los días tienen la confusión del desván a donde nadie sube
y la cruel blancura de la eternidad hace que la luz huya de sí misma,
algo nos recuerda la verdad que amamos antes de conocer;
las ramas se quiebran levemente,
el palomar se llena de aleteos,
el granero sueña otra vez con el sol,
encendemos para la fiesta los pálidos candelabros del salón polvoriento
y el silencio nos revela el secreto que no queríamos escuchar.
de Jorge Teillier
de Para ángeles y gorriones
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