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Misa Isabel

En seguida vendrán. Las caras sonrientes, ilusionados por que creen que me sorprenden.
Espero hayan encontrado todo. Creo no haber sido tan obvia. Y es que cada vez se me complica más alcanzar los estantes altos de la alacena. Por eso debí distribuir los ingredientes por todos los rincones de la cocina según un riguroso orden. Que esboce al pasar, en forma de acertijo. Para que la tarea de invadir mi cocina tuviera también sabor a aventura. Deje listos los recados, para que solo tuvieran que armar los postres y la torta. Y las velas, obvio que menos de las requeridas. Se que les gusta, ensuciarse, reír mientras “cocinan” y recuerdan su infancia. Hablar de mí con cariño y cierta insolencia, cuando repiten las historias oídas a sus padres.
Que yo era la menor de 5 hermanas y que era muy intrépida. Que la secreta cicatriz de mi quijada, fue el producto de una pelea con el mayor de los Peralta Gerreiro, que había pretendido llamar mi atención, ganándome ¡a mi! una carrera a caballo. Que di a luz y crié diez hijos, que la Revolución me habia quitado dos. Y que había respetado y honrado a mi esposo hasta su muerte. Pero si hablaban de mí como mujer, siempre susurraban. Que era bellísima y tenía muchos pretendientes; y que un día había sido besada por el joven hijo de un virrey.
Cuan lejana suena aquella frase, “había sido besada por el joven hijo de un virrey”. Tan lejano como el aguacero que llena el ambiente con esta fragancia a tierra mojada, tan lejana como aquella noche en la que igual que ahora, miraba la lluvia parada en esta galería; y sentía de pronto el rumor, que en la plaza levantaban las tropas del rey, llegadas para sofocar unos de los primeros levantamientos rurales.
Que inocentes e ignorantes éramos las niñas del pueblo, que no veíamos a los oficiales como terribles opresores, sino como gallardos y valientes candidatos. Todos menos uno. Todos menos aquel con quien me cruce la mañana siguiente, camino al convento jesuita. Sentado junto al arroyo seco, lloraba con el rostro entre sus manos. La chaqueta de capitán, gigante; el cuello largo y ojos azules profundamente sinceros.
Nos vimos un momento. Jamás había visto alguien con dientes tan blancos; el de mi diría que me vio saludable.
Se llamaba Gabriel; y era el hijo del Marques de Arredondo, el Virrey.
La vida es loca, llevaba dos años de cortejo (de los diez que requería la tradición) con quien luego seria el padre mis hijos, pero en ese tiempo en ninguno momento había sentido tanta piedad, ni tantos deseos de consolar a alguien, como lo había sentido con aquel muchacho desconocido.
No recuerdo, o mejor, he decidido no recordar, como llegamos a ser tan íntimos. Lo cierto es que era prohibido. Para mi por mi rol de niña bien criada y prometida, para el por deberse al ejercito. Su padre lo envía en contra de su voluntad a participar de la campaña, para que la batalla lo volviera hombre y lo preparara para su futuro en la vida pública del virreinato.
Nos reuniamos por las tardes y en las noches. En el monte. Lejos de la mirada curiosa de los capitanes y mis amigas. Hablabamos. Me conmovia con la poesía de libros antiguos, me dicia que la guerra no sirve, que el preferiría no militar en la política y ser un pastor en algún mundo boreal y ver las estrellas en la noche azul. Y si hubiera alguien con quien compartir ese sueño seria conmigo. “Su amiga, Misa Isabel”.
El día que nos habíamos conocido había partido la primera columna, a explorar y sondear las fuerzas de los insurrectos, que habían montado su campamento detrás de los picos de la Cuchilla de la Tristeza. Jamás regresaron. Una tras otra, 5 columnas en total habían partido en estos quince días. Y nada se sabia de ellos.
Terribles cosas se decían de los insurrectos, que eran demonios degenerados, que comían viseras, que no respetaban a mujeres y niños. Que Vivian como animales y que su cabellera y su barba llegaban hasta el piso.
La tarde del quince de septiembre, desde lejos lo vi llorar. Al acercarme entendí lo que sucedía. Su columna partiría al amanecer.
Lloraba mientras me decía que temía no sobrevivir. Jamás volvería a ver a sus padres, a sus caballos, sus libros. Nunca más podría pasar una tarde conmigo.
Mientras moría la tarde, con el viento nos llegaba el estruendo de la batalla. Detrás de las cumbres de la cuchilla, centellaba el cañoneo y la metralla. Mezcladas en la brisa, como fuegos fatuos, nos llegaban voces que oraban, voces que vivan a la patria, voces que maldecían.
Nos abrazamos. Aquella noche el volvería a su cuadra para alistarse para la batalla, yo a mi vida de prometida. Cada uno a su manera se preparaba para la muerte. Y entonces claramente supe lo que haría.
-Esta noche iré a tu alcoba- le prometí- Deja la ventana abierta.-
Al entrar a su cuarto, me invadió un perfume antiguo de madera rancia, del ron. Del que bebí un par de copitas. Había dejado una rosa deshojada sobre la almohada.
Me desnude para esperarlo.
Nada importaba. Mañana habría de confesarme ante el cura como una cualquiera, desgarrada y feliz. Mañana las otras misas, sabrían que aquel inocente y jovencito capitanejo me había embriagado y se había aprovechado de mí.
Mañana el seria un hombre embistiendo a la artillería y yo una mujer, independiente y libre.
Y por la madrugada habría de despedirlo. Besando su pecho y el mis ojos. Y nunca nos olvidaríamos uno del otro.
Y por la madrugada, me despertó el clarín. Que ordenaba el avance de la tropa a la batalla. Y me vi en la cama sola, desnuda y todavía virgen.
Nunca supe mas de el, no se si murió o volvió a su poesía. Si no le guste o tal vez no estaba preparado.
Pero para mí que había sido rechazada, para mí que nunca había sido besada por el joven hijo de un virrey. El mundo no fue el mismo. Por que siento que desde aquel día llego tarde a todas partes.


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Argentina
Edad: 40 Años

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