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Desde el sol hacia ninguna parte

El sol amenaza una jornada violenta. Hasta hace pocos días, el río ensanchó sus pasiones más turbulentas y, desasosegado con la mirada fija en el poder inasequible de la roca, creció con la fuerza de un amante nuevo.
Más tarde, la tormenta se detuvo repentina, sin truenos, con nubes, sin deseos contrariados.
Justo esta mañana decido cruzar el vado para sentarme en las piedras de la costa y descansar.
Enseguida visualizo la presencia de dos hombres. Uno con anteojos de vidrios espejados y gruesos, tiene las manos en la cintura y un short color azul, es calvo. El segundo con barba canosa, demasiado pálido y los brazos cruzados como sosteniéndose los hombros con los dedos. No son rostros comunes ni parecen turistas. Están mudos. Los únicos ruidos provienen del agua y los pájaros.
Me percibo oteada una cantidad de veces, alrededor los eucaliptos y sauces,cierran el cielo con sus ramas.
El más gordo, el calvo, se detiene al medio del río y desde allí sigue observándome con insistencia. Intercambian miradas y se dirigen a la orilla, hacia donde yo pretendo encontrar mi exilio.
Me invade un calor sofocante mientras ellos se acercan y luego regresan al lugar de origen, como marcando un círculo imaginario. Algo esotérico impregna el ambiente.El árbol seco que tengo al lado, esconde fragancias, estoy segura.
Trato de evocar a quien me aguarda en algún sitio con la sentencia que le pronuncié antes de mi viaje. “los cielos son inexorables y quedaré encerrada en mi propio cuerpo, porque a la noche, el sueño le vendrá muy despacio”
Pienso que una condena es hablar y no poder enmendarlo a pesar de las luces y las vertientes.
Sentenciar es ser un instante y no olvidarlo jamás.
El chapoteo de los pies del hombre de anteojos espejados me devuelve a la realidad, me priva de la búsqueda de un intersticio que aclare mis inclinaciones de automarginación, mi renuncia.
Empiezo a creer que estos individuos no se mueven como seres humanos. Existe un gesto infecundo en sus caras demacradas. Me están invadiendo desde cierto recorrido,me están cercando en un duelo que solamente yo advierto y por supuesto ellos,que participan en mutismo total.
Son cómplices, socios circunstanciales tal vez, y adhieren los pinos, el río y las chicharras.
El paisaje me traiciona cuando vine a rescatarlo para oxigenar mis carencias,desde el bullicio de la naturaleza que incita al silencio humano.
En este viaje, el más gordo casi me ha rozado el hombro con sus codos. Quisiera gritar, con un grito que desbarate esta aparente calma. Un alarido que escuche el Ausente, para que deje de ser sombra en mi oscurantismo.
Desde allá no podría concebir que estoy a punto de morirme atrapada por estos personajes. Seres que a cada momento ajustan más y más el círculo de mi ámbito terrestre.
No quiero expirar sin antes haber indagado al que dice amarme.
Estrechan el espacio, y yo me pregunto a quién pertenecen los márgenes. Qué significación racional organiza los espacios de la naturaleza y sus vaivenes, sus puntos cardinales, y por qué elegí estarme con la cara contra el sol en este páramo.
No quiero expirar sin contarle que el tiempo se atora con la pasión de los que aman, caminando las noches por los balcones, aquilatando ternuras.
No descubrirá nunca a mis asesinos.
El de lentes tiene entre los dedos, un grueso anzuelo que pende de una línea e improvisa movimientos como si se tratara de una daga. Los ojos inflamados y reveladores.
Tendré que amurallar los nervios porque sólo cuenta el azar, y hace muchos años olvidé la esperanza de los milagros.
Ahora puedo advertir que les cuelga del pecho un cordón con una cruz de madera. Me increpo casi, de aquella sentencia al Ausente, lamento no haberle relatado que soy capaz de beber su saliva como un rito hacia las cosas eternas. Aunque tengo la certeza de que lamentarse es reconocer que ya no habrá figura apareciendo desde la bruma.
Pude darle un hijo, una geografía, un poema y todas las cosas comunes. Pude desarmar una madrugada y ganarle al cuarto menguante.
La figura de estos dos hombres corpulentos me cubre el sol. Elevo la cabeza, estoy consternada. No puedo saber quién los envía.
Uno deposita el gran anzuelo a mi lado. Sé que apuntan a mi cuello, con sus manos ásperas y velludas.
Es el mediodía, cuando la siesta aturde y penetra, cuando los niños regresan apresurados a la mesa, los árboles secos son una maldición y los perros callan.
El Ausente estará deletreando sus mejores idealizaciones en el tiempo oscuro de los desarraigados, con los relojes detenidos en la monotonía de sus voces.Inútil buscar hacia algún punto.
Antes del último ahogado sofocón, y con la ferocidad de mis atacantes, reconstruyo los sueños del Ausente y creo haberlo nombrado con el último timbre de voz, en una súplica para que despierte sobresaltado con la premonición de mi muerte. Es tarde, el sol se abisma y draga la piel, y el resto de la vegetación encubre la totalidad del cielo callando para siempre los anhelos.



de Seudónimo: Fedra
Argentina



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