Con este es el décimo año que todos los seis de enero me despierto pensando en “el Oscar” Salcedo.
Inevitablemente, su recuerdo en esta fecha, será un estigma que llevaré toda mi vida.
Por donde andará ahora el pobre. Le supe seguir el rastro cuando se fue de la Cañada para Solano, pero cuando se marchó de allí, nunca supe más de él.
Lo que sí sé, es que durante el día me voy a castigar como siempre con el mismo interrogante…
¿Cuantos Oscarcitos correrán hoy, la misma suerte de aquel…?
Y, como cada año, pienso que muchos… cada vez más…
Y no es para menos con esta crítica realidad que nos flagela en cada esquina y a todo momento.
Espero que tenga trabajo fijo.
Porque el Oscar debe andar por los cuarenta largos… ¿Quién te toma con esa edad…? Si cuando vas a pedir laburo te miran como si fueses un abuelo… Si no tiene algo fijo seguro que estará rebuscándosela haciendo changas, porque al laburo nunca le saco el hombro.
Un buen tipo, un excelente padre… las mellizas deben tener ahora como dieciséis o diecisiete… y si, porque cuando fue aquel día de reyes, me parece que todavía no habían entrado a la primaria.
Ese maldito día de reyes.
La historia arranco el cinco de enero, por decir de algún modo, porque en realidad la historia de uno arranca antes, inclusive antes de nacer, si, así de claro, se puede decir que arranca con la familia que te toca en suerte, porque no es lo mismo que nacer hijo de un Anchorena, que ser el retoño del verdulero del barrio y ni te cuento caer de improviso en la casilla de chapas de cartón de la villa veintiuno.
En este caso el Oscar estuvo más cerca de la casilla que de la verdulería, porque su viejo, el famoso tano Genaro, a pesar de pasar toda su vida laburando, siempre le falto cinco para el peso.
Pero el Oscar era diferente, si bien era tan bestia para el trabajo como su amado padre, siempre pensó en mejorar su estándar de vida. Desde chico fue así, si recuerdo que cuando tenía doce y ya ayudaba vendiendo diarios antes de ir al colegio, le regaló para una navidad, una lustradora a la vieja y cuando el tano le hizo notar que en la casa los pisos eran de cemento, él muy suelto de cuerpo le contestó “ por ahora, por ahora”. Bueno, el asunto fue que aquel cinco de enero, “el Oscar”, después de trabajar su jornada en el obrador de la fábrica, se llegó hasta la oficina de contabilidad para cobrar un adelanto de la quincena que el día anterior le había solicitado al contador y éste le había aprobado, para comprarle el regalo de reyes a las mellizas.
Lamentablemente, el único que estaba a esa hora en la oficina era Paez.
Teodoro Paez, viejo y fiel empleado de la fábrica, que, no solo lo atendió en la puerta al pobre Oscar, sino que además le dijo que no podía darle ningún adelanto por que no estaba el patrón ni tampoco el contador y si bien él estaba enterado del adelanto, no había nadie para firmar la orden. Y no hubo súplica que valga, ni razones que entendiera Paez, que le contestaba a cada pedido :
“Ya se que usted hizo horas extras, pero yo no puedo Salcedo…”
Me imagino la bronca del tanito en aquel momento, lo intuyo pedaleando la bicicleta por la Mosconi de tierra mascullando su bronca, me contó Luisa, su mujer, que esa tarde llegó a la casa con los ojos húmedos y ni un mate quiso tomar, dio dos o tres putiadas y se fue a la cama. Cuando ella le preguntó que pasaba, le contestó “Nada… son todos unos hijos de puta…”
Cuenta que lo dejó descansar un par de horas y después le alcanzó en la cama un mate y entonces más calmo, él le contó lo que había pasado esa tarde. “Y ahora que hacemos vieja, como le compramos la pileta a las nenas” Dice ella que era lo único que le preocupaba.
“Le compramos unas muñecas”, lo consolaba Luisa, pero él seguía repitiendo “Las melli le pidieron a los reyes la pileta”.
Esa noche ni siquiera quiso cenar y cuando las nenas le fueron a dar el beso para irse ilusionadas a dormir y esperar a los Magos, él las abrazó fuerte y con sus ojos les pedía un perdón anticipado.
Y tal vez ese seis hubiese pasado sin pena ni gloria, si no fuese por esa manía que tiene el destino de los humildes que parece empecinado a empeorar los malos momentos de uno, Porque las chicas cuando se despertaron y vieron en sus zapatitos unas lindas muñecas de patas largas esperándolas en vez de la pileta deseada, si bien empalidecieron sus fulgurosas sonrisas, entendieron, después que Luisa les explico que a veces los reyes no pueden cumplir los deseos de todos los chicos y que seguramente al año siguiente le traerían la preciada pileta, las melli dieron casi por terminado el asunto y se dispusieron a pasear por toda la casa a sus nuevas amigas.
Pero para la condenada estrella de mi amigo, ese no era su día de suerte.
El Oscar estaba tomando unos mates en la cocina, todavía compungido y mirando por la ventana que daba al fondo a sus dos hijas y pensando seguramente que les había fallado, porque tal vez suene exagerado, pero, para aquellos que no tienen posibilidades de soñar metas ostentosas, el no poder cumplir las simples, trazadas a duras penas, es todo una derrota.
Estaba mirándolas cuando notó que algo andaba mal. Las dos nenas estaban paradas una al lado de la otra sin moverse, cada una con su muñeca colgada de sus bracitos y pegadas al tejido que daba a la casa lindera y que él, por su ubicación, no podía observar.
Fue entonces que guiado por esa intuición de Padre, salió a ver que las asombraba tanto y entonces el destino le pegó su cachetazo tempranero, las vecinitas del fondo se regocijaban alrededor de una reluciente pileta de lona que se estaba llenando.
Cuando las melli notaron su presencia una comentó con voz acongojada:
“Papi, me parece que los reyes se equivocaron de casa…”
Oscar no pudo entonces contener su desesperación y su bronca.
Seguramente por su mente, pasaron cientos de momentos en un segundo, el último posiblemente con la cara de Paez negando el anticipo de la quincena.
Luisa cuenta que salió de la casa sin decir palabra con los ojos saltones y la cara roja. No se animó a pararlo, ni siquiera a hablarle.
A un par de horas, regresó con una gran caja bajo el brazo y un rostro iluminado que se desbordó cuando desde la vereda llamaba a las nenas con un “Chicas vengan a ver que les trajeron los reyes y lo dejaron en la puerta de casa”.
Y entonces, las melli corriendo a la vereda y abriendo la caja, y una pileta de lona celeste que abría sus diáfanas alas y las lágrimas de Oscar y los retos de Luisa y las chicas corriendo con sus inocentes cuerpos semidesnudos para ponerse las mallas.
Y después tu llamada.
Recuerdo que cuando atendí el teléfono y escuche tu voz supe que algo malo había pasado.
Cuando me dijiste que vaya a la comisaría porque ibas a entregarte no entendía nada. Me lo repetiste una, dos, mil veces:
“Hermano, perdóname, solo te pido que me cuides a las pibas”.
Después todo fue tan rápido como absurdo. Vos entregándote por haber robado plata del negocio de mi viejo, mi viejo ni enterado de lo que había pasado y mas tarde , cuando le avisamos, llegando corriendo a la comisaría para que te soltasen, diciendo que él te había dado permiso para tomar la guita, yo queriendo trompearte por no haberme pedido la plata y maldiciendo al viejo Paez.
Vos seguías en un cuartucho al lado de la sala del comisario, con la cara rota por haber manchado la honra de tu familia y yo entiendo con vergüenza, la injusticia de mi justicia.
Después vino la papeleta del caso, vos llegando a tu casa casi de noche, renunciando al trabajo, me dolió que bajaras la vista cuando te cruzaba y me sentí distinto cuando te mudaste a Solano.
Yo, cada tanto, pasaba por tu nueva dirección con el camión de reparto y de refilón siempre miraba para tu casa. Dos veces pare cuando la ví a Luisa en la vereda, una vez estaba con las nenas.
Por ella sabía algo de vos, por ella supe que tus días se habían oscurecido desde aquella tarde del seis de enero y que te negaste siempre a contestar mis llamados y sentías vergüenza de verme.
Y si vos nunca fuiste mas el mismo, yo tampoco lo fui.
Tu descuido produjo en mi, la dolorosa pero magnífica sensación de quebranto de viejas y descuidadas éticas y entendí que de lo vivido hasta ese día muy poco había sido realmente productivo para mi ser, salvo contadas excepciones entre las cuales estaba tu amistad.
Tu soplo de arrebato, nacido de la cruel injusticia de no tener siquiera el poder de la palabra, y tu posterior hombría de llamarme para confesar tu falta, me enseñaron a descubrir que la dignidad de una persona no siempre radica en sus hechos sino en sus preceptos y decisiones,
Hoy es seis de enero, voy a mirar mis zapatos, le pedí a Melchor un amigo.
de Roberto Macció
Argentina
52 años
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