Biografía de Escritores Argentinos Headline Animator

Vacaciones

Mi primera escapada detrás de las vías divisoras de los llegados para quedarse y agachar zapines sobre la tierra y los transitorios, los de sólo un tiempo a probar fortuna, sin alejarse mucho del andén, por las dudas.
Íbamos con Lula, mi amiga, tomadas de la mano y saltábamos entre chamicones, cardales e hinojos y las mejillas ascendían rubores en el atardecer que se depositaba sobre los rieles.
Así, riéndonos y saltando entre los pastos nos sorprendió el Cacho en una bicicleta que viboreó para esquivarnos, y sus piernas demasiado largas se arquearon empujando las ruedas pequeñitas, nos miró ceñudo y se alejó canturreando sin soltar el manubrio de donde colgaba un cesto tapado con un pedazo de bolsa de harina.
Un hilo de luz se quebró en su cabello rubio achicando mis ojos, lo seguí con conmoción de estómago que golpeaba como una sopapa.
El Cacho tenía un color, una canción especial, una emoción distinta que se iba tras de él por el camino hasta el empujón de Lula, ¡vamos!, y la caída, casi.
El Cacho era alto y delgado y de ojos casi transparentes y apareció en tercer grado con guardapolvo de maestro, pulcro y serio en sus trece año, ¿alguna vez terminaría la primaria?.
Tenía un hermano morocho y tan parecido a un actor que lo creíamos escapado de una película de Elvis Presley con señoritas ululantes y Acapulco; pero una lástima, los mocos del hermano del Cacho por todos perdonados y queridos, por la semejanza con el famoso, le colgaban amarillos y continuos y lo alejaban diametralmente de mi Cacho, tan apocado y calladito.
Yo me lo había adueñado por la cercanía que daba el banco de atrás, los no te movás, mirá lo que me hiciste hacer, sacá esas patas, no seas mula, los zapatos del Cacho se alargaban mucho más allá de mis piernas, rozaban casi el escritorio de la maestra.
Para mí fue ella la que lo descubrió todo, por ahí fue el Cacho, pero creo que todo comenzó cuando la maestra me dijo: Rosina, no tendrás la bandera si no mejorás la letra y la prolijidad, mirá el cuaderno de Cacho, de él tendrías que aprender.
Así comenzó un minucioso darse vuelta a cada instante, el Cacho escribía “solución” en el centro de renglón, lo mismo hacía yo; si él subrayaba con amarillo, yo también y hasta le pedía prestada la birome para lograr el mismo efecto, y que dibujara en mis cuadernos.
Y fue ese mutuo mirarse, y mi demanda hecha capricho satisfecho lo que nos unió por la calle polvorienta a la salida del colegio, en mi caso en sentido contrario, hacia la casa del Cacho, mitad en construcción, mitad de barro, llena de perros en movimiento que ladraban hasta al viento.
Y el Cacho me enseñó a formar la hogaza, y a transformarla en pan fresco en el horno tiznado del fondo, y al llegar los días de ansiada sombra fresca, nos recostábamos bajo los sauces, él y yo en silencio.
Y vagabundeábamos juntos por leguas y leguas. Y Cacho me enseñó a distinguir las martinetas y a tirarles cascotazos a calandrias solapadas y agoreras hasta descubrir un estanque bajo un molino y desalojarlo de repollitos de agua para mecer nuestros cuerpos en las aguas tranquilas con las ropas puestas, mojadas de pudores por ninguno pactados pero presentes.
Y las palabras eran simples, mirá esa gallareta, fijate aquel hornero, y había risas bajitas y remolinos de aguas empujadas por piernas excitadas en roces de peces y profundizadas miradas y se acallaban anhelos mientras nos secábamos, más tarde, al resplandor de las tardes ardientes de Noviembre.
Un bicho, una probable hormiga negra o una araña de los pastos me hizo levantar la falda olvidada de vergüenzas y toda yo era un ¡ay! Y qué te pasa, el Cacho, y la falda y la bombacha se desprendieron a la vez y el Cacho adelantó su cabello claro y hurgó con ojos celestes y curiosidad de médico pasando su dedo suave y ya el ¡ay! había pasado y nos sondeamos como dos estanques y el Cacho dijo ya se fue, recostate un poco y yo sentí mi monte blanco acariciado por el sol y por el Cacho, y él se torció un poco y desgarró del suelo un ramillete de tréboles amarillos, y los depositó en mi monte blanco y me miró fijo y murmuró, ya pasó, no es nada, y yo al incorporarme miré mi entrepierna y descubrí el claro y solitario recorrido de un vello.
Después llegaron las vacaciones delimitando siestas y andanzas y para todo había horarios, permisos y controles que me provocaban un desgarro que se iba desprendiendo de mi cuerpo y llegaba más allá de las vías, desde donde sólo siempre volvía el silencio.

Al año siguiente el Cacho no estaba más en la escuela. Alguien dijo que se había ido a otro pueblo. No sentí más dolor porque el que tenía ya se había puesto viejo.

ROSA SINGAPUR (SEUDÓNIMO)
53 AÑOS.
ARGENTINA.

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